/La Guerra de la Sal

La Guerra de la Sal

 

I

Todo comenzó en diciembre del 2016. La gente sólo pensaba en la Navidad y las ensaladas de papas y la sidra y el pan dulce. Pocos, muy pocos, prestaron atención al aviso de la NASA que hablaba del meteorito que pasaría cerca de la órbita de la Tierra, lo suficiente como para asustar a los telescopios, pero no para una colisión. Se equivocaron.

El bólido se dirigió directamente hacia nosotros y chocó con nuestro planeta. El impacto fue en el Golfo de México y provocó un tsunami bestial que arrasó con todo lo que pudo, también la colisión provocó otros eventos como terremotos y oscurecimiento del cielo.

El planeta se desacomodó y la humanidad también. Colapsaron las economías; la energía eléctrica desapareció, Internet cayó y los países se fracturaron por la nueva geografía. Todo lo que se se entendía por civilización desapareció.

Ese no fue el único problema, el agua potable se contaminó con alguna clase de virus espacial. Los que la consumían caían en una muerte violenta y convulsiva. La única forma de neutralizar el virus era con sal de mesa, por lo que ese producto se volvió más preciado que el oro. Una nueva edad medieval surgió. Los que sobrevivieron pugnaban por vivir de la forma que fuese.

II

Mendoza no había salido indemne. El tsunami que se generó en el océano Pacífico había sido contenido por la Cordillera a duras penas, pero eso no evitó que gran parte de la provincia quedar anegada por ríos de agua salada que pasaron el macizo montañoso. Los terremotos habían creado grandes cañones y nuevas montañas.

En ese contexto se generó un feudo, El Feudo Central, y también varias tribus: Loslaseras, asesinos sin remedio; Losmayén, provistos de pericotes entrenados con los cuales atacaban lo que fuera usándolos de fuerza de choque; y algunas más tribus más.

El Feudo Central dominaba todo lo que fuera el otrora casco capitalino, tenían su cuartel general en el viejo edificio Gómez, que extrañamente había sobrevivido a los temblores. Eran los que más tecnología tenían, dominaban la energía solar y tenían algunas armas de fuego, practicaban la agricultura en pequeña escala y la herrería. Estaban organizados como una sociedad estructurada, muy por el contrario de las tribus, que se manejaban bajo los códigos de la violencia, de la rapiña y practicaban el canibalismo y la esclavitud de sus prisioneros.

En ese contexto un hombre caminaba solitario y sigiloso entre los escombros. Un cartel derribado tenía la inscripción Puente Olive. Mientras se desplazaba miraba entre los restos para ver si podía recatar algo que pudiese usarse o comerse. Se llamaba Álvaro. Antes de la caída del meteorito había sido soldador en un taller de metalurgia, le gustaba ver las novelas de la siesta y estaba de novio. Después, en las continuas luchas por la supervivencia, lo había perdido todo.

Álvaro era un errante, no pertenecía a ningún feudo o ni tribu. Caminaba por ese mundo tratando de sobrellevar los peligros cotidianos. Era un hombre morocho, con una larga cicatriz que le cruzaba la cara producto de un encuentro con otro errante. Pelo y barba larguísimos. De gran tamaño y mucha fuerza, cualidades que le habían permitido manejarse en ese mundo caótico y violento. Vestía como podía, con harapos conseguidos de entre los escombros. Estaba armado con un enorme garrote y varios cuchillos, también guardaba un viejo revólver calibre 38 con una sola bala en el tambor que no sabía si funcionaba. Llevaba un morral con algunas pertenencias, unas viejas fotos y su tesoro más preciado: una bolsa llena de sal, más de quince gramos, toda una fortuna. Si la vendía se podía proveer de mujeres, armas o lo que quisiera, pero Álvaro no confiaba en nadie. Evitaba tener relación con integrantes de las tribus o del Feudo Central, trataba de autoabastecerse y de escapar de todo contacto humano.

Se escuchó un grito, un alarido de desesperación. Provenía de algún lugar cerca. Álvaro se escondió detrás de lo que había sido un auto. Sonaron dos detonaciones de armas de fuego y más gritos. Se le erizaron los pelos al escuchar débiles chillidos: pericotes. Eran Losmayén atacando a alguna caravana de incautos. Decidió quedarse escondido esperando que pasara todo pero no pudo. Por lo que fue la calle, venían corriendo dos personas vestidas con las capas verdes que solían usar los del Feudo Central, perseguidas por una horda de pericotes …Entrenados para matar… pensó Álvaro. La tribu de Losmayén había descubierto una técnica secreta para amaestrarlos. Detrás de los roedores venían cuatro integrantes de esa tribu armados con lanzas y cuchillos y vestidos sólo con harapos. Rieron al ver que uno de los que escapaban cayó al piso y los pericotes lo rodearon. El otro desapareció entre las ruinas, mientras lo seguía una horda de alimañas, dejando solo a su compañero, tirado en el piso y cercado por los roedores hambrientos.

Álvaro no se perdía detalle desde su escondite …Está perdido, de ésta no sale… dijo para sus adentros al ver al que estaba en el piso rodeado por los pericotes. Éste intentaba mantener a raya a las alimañas con una lanza, cuando mataba alguno el resto se lo comía.

Llevaba una tela verde que le cubría la cara cual tuareg. Entonces se sacó la tela  y se envolvió un brazo con ella a manera de escudo; al hacerlo reveló que era una joven de piel blanca y pelo negro, al igual que Álvaro tenía una cicatriz que le surcaba el rostro, pero que para nada afectaba su belleza. Álvaro, al verla, se sintió en la  necesidad de besarle los pies hasta el fin de sus días. Sin pensarlo salió de su escondite y se interpuso entre los pericotes y la mujer caída.  Con su garrote comenzó a matarlos. Los animales, al sentir el olor a sangre de sus congéneres heridos, se volvieron locos y comenzaron a atacarse entre sí. Los hombres de la tribu se sorprendieron al ver aparecer a Álvaro, y luego de dudar unos instantes se lanzaron al ataque.

Álvaro no se inmutó, por el contrario, de un sólo movimiento arrojó su garrote. El pesado artefacto surcó el aire girando sobre sí mismo. El arma le dio a uno de los atacantes en la cabeza, partiéndole el cráneo.

En el  momento mismo en que éste cayó al piso los pericotes comenzaron a atacarlo. Los otros tres vacilaron al ver cómo su compañero era ultimado; Álvaro sacó un cuchillo, lo lanzó y éste se clavó en el pecho de quién parecía ser el jefe, cayó muerto antes de tocar el piso; los dos restantes al ver esto dieron media vuelta y se alejaron insultando y amenazando.

Los pericotes se distrajeron con la carne de los caídos. Entonces Álvaro tomó de un hombro a la muchacha y la obligó a correr. Sobre la marcha tomó su garrote de al lado del cadáver que se estaban comiendo las ratas. Éstas, ocupadas con los caidos, no les prestaron mayor atención, pero Álvaro sabía que los que huyeron volverían con refuerzos.

Corrieron por un par de kilómetros. Álvaro no podía dejar de mirar a la mujer mientras corría, miraba sus formas bajo la capa, su pelo negro al viento y sus sagaces ojos negros bien abiertos para esquivar obstáculos; cuando sintió una punzada en el brazo se detuvo, jadeante. Ella se detuvo más adelante. Sacó un cuchillo de sus ropas y se paró amenazante frente a Álvaro quien sólo la miró y se sentó a tomar aire.

–          Soy una enviada del Feudo Central, y tenemos mucho poder – dijo la mujer – Si me ayudás a llegar a mi hogar serás recompensado, si me querés detener no me queda más opción que matarte.

Álvaro sonrió para sus adentros ante esta última amenaza. No podía dejar de mirarla, sabía sin saberlo que la acompañaría hasta el fin del mundo y más allá.

            -¿Cuál sería mi recompensa?- dijo Álvaro, si bien sabía de antemano que iría con ella.

            -Tu recompensa sería un gramo de sal, armas y comida, y si sos lo suficientemente bueno podrías ser de la Guardia Eterna, nuestro ejército – contestó ella.

Álvaro se quedó pensativo un rato, aún sabiendo cuál sería su respuesta. La miró por primera vez directamente a los ojos y su corazón sonrió. Disimulándolo asintió y se levantó.

            -Vamos- dijo -tenemos un largo viaje. Y se puso en marcha hacia el rumbo en donde quedaban los territorios del Feudo Central. Ella lo siguió a un par de pasos de distancia.

            -Nefer – dijo ella al cabo de un rato de caminata.

Álvaro la miró sin comprender -Nefer – repitió – así me llamo-.

            Ambos continuaron caminando en silencio, mientras la noche comenzaba a caer.

Continuará….

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