La Maldición de Barrancas | Prologo
Creo haber tenido 13 o 14 años cuando mi vieja me retiró del hospital, y con un nudo en la garganta me dijo que no volveríamos mas a nuestra casa, esa que me vio nacer, donde di mis primeros pasos, pero con todo lo bueno que tuvo, Barrancas nos había quitado demasiado y era huir o quedarnos para hundirnos con ella. Vivimos algunos años con mis abuelos, hasta que pudimos alquilar un lugar algo mas cómodo y establecernos definitivamente.
Nuestra vida pasada era tema tabú, algo que siempre evitamos tratar, era cargar con un estigma y ser mirados como si fuéramos dos exiliados de algún lugar en guerra. Con el tiempo los recuerdos se fueron difuminando con nuestra imaginación hasta volverse uno, después de todo los hechos viven solo en el recuerdo, por lo que si no están en nuestra memoria puede que también desaparezcan de nuestro pasado, o al menos eso era lo que creía.
Era una tarde de verano, nada la hacia distinta de tantas otras, salí de la oficina y cuando me subí al auto para volver a mi casa sentí una presencia detrás mio, fue tan fuerte la sensación que me hizo bajarme para revisar el asiento trasero y el baúl. Desde ese día, todos los días siento esa presencia, a veces tan tenue que es prácticamente imperceptible, pero en ocasiones se materializa como voces superpuestas en una conversación, o una sombra, una voz que llama a la vuelta de la esquina, una mirada que acosa desde el techo mientras duermo.
Nunca creí en la psicología ni mucho menos en la psiquiatría, viví con ellas la mayor parte de mi adolescencia y nunca se preguntaron si mis historias eran verdaderas, se contentaban con sentenciar que se trataba de las fantasías de una mente perturbada, por eso no se me ocurrió pisar un consultorio, paranoia, esquizofrenia, “pichicatas” para paliar la locura, nada para cortarla de raíz.
Un vaso de vino o whisky ayudaba a conciliar el sueño y a callar las voces, no necesitaba nada mas.
El lunes recibí un mensaje de mi novia después de dos semanas de habernos distanciado, teníamos que hablar. La pasé a buscar por la facultad y fuimos al lago del parque a tomar una gaseosa, me miro esperando que supiera leer sus ojos, pero nunca fui bueno para entender gestos.
– Estoy embarazada, Charlie – Entendí su angustia, dijimos que no nos volveríamos a ver – ¿No vas a preguntar si es tuyo?
– No necesito preguntarlo, te conozco – La abrace tiernamente mientras acariciaba su pelo.
Esa noche la pasamos juntos, después de hacer el amor me levanté para ir al baño, mientras me enjuagaba la cara sentí como pasaba por detrás mio y me rozaba la nuca – Ya salgo amor… – No había nadie allí, Natalia dormía plácidamente.
Podría haber malgastado el resto de mi vida acallando las voces con vino barato y algunas otras porquerías, pero ahora debía velar por la seguridad de los tres, no podía permitirme caer en el alcoholismo ni mucho menos que mi inestabilidad dañara la salud de quienes amaba. La única manera que encontré de deshacerme de las voces era reconstruyendo mi pasado uniendo los fragmentos de mi niñez y entender que era lo que ocultaba mi pueblo.
La Peste, parte I
No recuerdo exactamente el año, pero por el sofocante calor imagino que debe haber sido enero, que sumado a un fétido olor que inundaba todo el pueblo tornaba el aire irrespirable.
Mi viejo me despertó temprano y después de tomar un mate cocido nos hicimos a la tarea de encontrar a nuestro perro, Nico, que llevaba desaparecido una semana.
Con la paciencia que caracterizaba a mi viejo, recorrimos todas las callejuelas y recovecos de Barrancas, preguntamos en cada kiosco por el que pasamos, sin tener noticia de la mascota. A media mañana nos sentamos en el borde de una cuneta a descansar un poco y compartir un sanguche, fue cuando nos disponíamos a seguir en nuestra búsqueda que pudimos oír los aullidos apagados de un animal.
Mí viejo empezó a llamarlo por su nombre, sacó una feta de fiambre para atraerlo, hasta que sus aullidos lo guiaron hasta su escondite.
Siguiendo el sonido llegamos hasta la bodega de la familia Pereyra, que ya en esa época llevaba años abandonados. Las ruinas eran un lugar prohibido para nosotros, la maquinaria corroída, las endebles paredes de adobe y los enormes fosos abiertos no eran lugar para juegos.
Mí viejo me ordenó quedarme en la vereda mientras inspeccionada el lugar. El aullido se fue apagando cada vez mas hasta transformarse en un sollozo apagado, casi como una súplica, no pude contenerme y corrí para ver lo que pasaba.
En el fondo de uno de esos fosos abiertos Nico luchaba para alcanzar la superficie, tenía las patas rotas, con los huesos asomando por encima de la piel, a cada patada que daba movía la tierra, dejando ver los cadáveres de más y más animales en estado de putrefacción. De un momento a otro Nico dejo de luchar y se dejó caer hasta el fondo de su trampa mortal. Esa fue la primera vez que vi a mí viejo llorar.
Llegando a casa, papá tomo una pala, y fue hasta la bodega Pereyra a tapar el foso. La tarde se hizo larga, mí viejo llegó recién cuando empezaba a oscurecer, cubierto de tierra, transpirado y con muy mal olor, se dio una ducha y fue directo a la cama, sin probar bocado. A la mañana siguiente despertó muy tarde y se quedó un buen rato mirando la taza mientras se enfriaba el café, sin tomar un solo sorbo, tomo un trago de agua de la heladera y volvió a su pieza.
No probó bocado durante todo el día, solamente un trozo de pan en la cena, que devolvió inmediatamente en el baño. Así pasaron varios días, había visto a mí viejo con gripe, gastritis, incluso con una hernia provocada por su trabajo en la construcción, pero nunca lo vi tan desmejorado y en tan poco tiempo.
Tras una semana de padecimientos mí mamá lo convenció de hacerse ver, había perdido mucho peso y su semblante estaba muy arruinado. Al llegar el médico a la casa y ver su estado no dudó un segundo en llamar una ambulancia, para que lo trasladase al hospital de Maipú.
Intentaron hidratarlo, alimentarlo por sonda, pero nada resultó, los análisis no daban con la causa de su agonía. Recuerdo haberlo ido a visitar solo un par de veces, su rostro antes regordete era poco más que una calavera, pero sus manos fueron las que más me impresionaron, antes callosas y potentes, ahora eran incapaces de sostenerse a sí mismas.
Tras un mes de lenta agonía falleció, dejando perplejos a los médicos que lo atendían.
El velorio se realizo a cajón cerrado, el pequeño tamaño de mi hogar hizo que se formara una larga fila de dolientes, compañeros, amigos y algunos familiares que apenas se habían anoticiado de la tragedia que nos atravesaba.
Esta sería la primera de una serie de misteriosas muertes que enlutarían al pueblo durante el resto del verano. La semana siguiente el hermano menor de uno de mis vecinos desapareció. Lo encontraron a 5 km de su casa, atrapado en la compuerta de un canal de riego. Doña Marta, la almacenera, falleció al infectarse una herida en su cabeza. Esos mismos días la madre de mi amigo Raúl falleció tras luchar varias semanas con unos dolores de estomago que la hacían gritar durante toda la noche.
Las casas vestidas de negro se convirtieron en una escena habitual en el barrio.
Al volver a la escuela me encontré con que la mitad de mis compañeros habían perdido a un ser querido, personas sanas y fuertes que enfermaron de un momento para el otro y no hubo tratamiento médico que los curase.
Continuará el viernes que viene…