Todos en el pueblo, alguna vez, habían escuchado la leyenda. San Justo estaba rodeado de frondosas arboledas, montañas, luego desierto y a cien kilómetros estaba la próxima ciudad. Cada niño, cada joven, cada adulto tenía la vana ilusión de en algún momento encontrar la legendaria gema.
La leyenda contaba que en los alrededores de San Justo los antiguos dioses habían ocultado una amatista cuyo poder, aseguraba la prosperidad de quien la poseyese. Al estar escondida, era propiedad de la naturaleza, a eso se debía la basta vegetación, la seguridad y paz de San Justo. Quien osase buscarla y lograse encontrarla, tendría en sus manos el porvenir del pueblo.
Muchos hombres, tanto del pueblo como extranjeros, se habían empecinado en hallarla. Varios habían gastado años e invertido fortunas en su búsqueda, cuyos fatídicos finales acababan siempre igual; o se rendían los cabecillas o le atribuían alguna muerte misteriosa del grupo a la amatista.
Miguel había crecido empapado de la leyenda. Pasó toda su niñez jugando entre los bosques, buceando los ríos, escalando montañas y caminando prados en busca de la amatista. Durante su juventud sus excursiones se habían perfeccionado y había explorado mucho más lejos.
En su madurez la búsqueda de la amatista se había transformado en una obsesión. Miguel no solo había gastado tiempo y dinero en su aventura, sino que, disconforme con no hallarla, había resignado su juventud, el trabajo y el amor por encontrar esta preciada gema y lograr tener aquello que más ansiaba… reconocimiento.
Sus días arrancaban de madrugada, tenía en su living una mesa enorme tapizada de mapas de toda la región. Iba marcando con colores las áreas exploradas, y de tanto marcar y remarcar, había partes transformadas en hermosos collages. Sus desayunos también los hacía sobre la mesa y devoraba los grados, minutos y segundos de sus mapas. Luego revisaba que la camioneta estuviese en óptimas condiciones para viajar, cargaba su GPS, tus bártulos tecnológicos, y partía a explorar. Volvía a su casa cuando se acababa la luz del día, solo para remarcar los mapas, comer y dormir.
Una tarde de verano, cuando el calor picaba insoportable, decidió tomarse un descanso y nadar en el río que atravesaba el bosque. Se adentró por el curso del agua, escapando de los jóvenes del pueblo y los turistas que iban a saciar el calor ahí. Llegó a un claro, solitario y silencioso. Luego de nadar y chapotear en el agua se recostó en una piedra, miró hacia el cielo y el sol lo encandiló. Parpadeando lentamente y mirando hacia la oscuridad del bosque trató de que su mirada vuelva a enfocar correctamente, fue entonces cuando el brillo de algo en había el agua le llamo la atención. Su corazón palpitó velozmente, se sumergió con los nervios, la paciencia y la torpeza de un psicópata, y luego de bucear en sentido del destello la halló. Tenía la amatista en sus manos.
Huyó despavorido de aquel lugar, llegó a su casa y sin siquiera cerrar el vehículo entró apresurado. Dejó la amatista en la cocina y salió a la calle para asegurarse que nadie haya notado su apuro. Guardó la camioneta y entró. Pasó toda la noche deleitándose con la gema. Era preciosa, fucsia y brillante como ninguna otra. En su interior tenía destellos blancos y era extraordinariamente pesada. Al sostenerla sentía paz, seguridad y poder.
Aquella madrugada, el sol, lo encontró desvelado observando la gema. Los primeros rayos de luz se filtraron por la ventana iluminando la cocina. Miguel se sintió observado, si el sol entra e ilumina todo, quiere decir que cualquiera me puede espiar desde afuera, pensó. Por este motivo decidió cerrar todas las ventanas de su casa.
La hora del almuerzo se volvió una odisea, no sabía si ir a comprar comida con la piedra o dejarla sola en casa. Luego de un tremendo esfuerzo decidió esconderla y parir a comprar sin ella. Fueron tantos los nervios que pasó lejos de la gema que había decidido salir una vez más, pero a comprar la mayor cantidad de alimento posible, así debería salir menos.
Entonces se encerró en su casa sin salir. Extrañados, los pocos conocidos que tenía, habían decidido llamar a la policía, ya que al golpear su puerta nadie atendía, pero la camioneta estaba allí, en el garaje. Llegó la policía y Miguel los atendió por la ventana. Se negó a dejarlos pasar y les dijo a oficiales y amigos que se fueran y lo dejaran en paz, que estaba todo en orden, que solamente quería estar solo. Ni siquiera quiso atender a Nadia, su amiga y amante de toda la vida. Nadia era la única que había aguantado su locura y todo el amor que a Miguel le tenía y siempre había ocultado, quedó más que evidente cuando, devastada, rompió en llantos en el jardín de la casa implorando por que él le abra. Nunca abrió.
Miguel pasaba horas y horas mirando su gema, solo le sacaba la vista de encima para llevarse un bocado o ir al baño. Su aspecto era el de un mendigo y, por el miedo que le causaba dejar su casa sola, comía poco y estaba más flaco que nunca.
Una tarde pensó en lo que había soñado tener ese tesoro en sus manos, se acordó de todos los festejos que había planeado y todo lo que iba a hacer con la gema cuando la tuviese en su poder. Recordó como se soñaba exponiéndola en público, ante geólogos, fisgones y admiradores de la leyenda, recordó todo eso y observó en el lugar que actualmente estaba.
Todo lo que había soñado hacer cuando la hallase se había convertido en ruinas, en nada. La amatista lo había absorbido, no podía compartirla con nadie, un sentimiento de propiedad lo había invadido, pero lo que se le hundía en el pecho y lo estrujaba era el miedo a que se la robasen. Miedo. El miedo lo había sumido en la angustia de que se apropien de aquello por lo que había gastado tanto. Por lo que había luchado tanto, por lo que había buscado tanto.
Este miedo lo venció, y el reconocimiento que había soñado al encontrar la gema se había transformado en el deseo de que nadie lo intente buscar o saber de él. Con el tiempo y la escasa comunicación que mantenía con el mundo, este deseo se hizo rápidamente realidad. Ya nadie más preguntó por él, sus jardines estaban descuidados y sucios, las cartas se amontonaban bajo su puerta, la tristeza del abandono había invadido toda su propiedad. Luego de un tiempo de estar sumergida en la pena del desamor, Nadia había conocido a Roberto, se había casado y había partido de la ciudad, ambos eran felices. Miguel fue bautizado como “el loco”… otra víctima de la búsqueda de la amatista.
El pueblo poco a poco perdió su encanto, por una extraña razón la leyenda se fue perdiendo y dejo de ilusionar a locales y visitantes. Los niños crecieron y los jóvenes se hicieron adultos casi sin oír la hermosa historia. Todos de a poco se fueron yendo. Los negocios se fueron vaciando, la tristeza invadía el lugar. Solo quedaban los viejos que, resignados, uno a uno fueron muriendo.
La hermosa vegetación quedó desprotegida a merced de empresas devoradoras de naturaleza. Los frondoso árboles se transformaron en sucio papel, el cause del río fue desviado para alimentar pueblos más prósperos, la fauna que pudo emigró hacia otros lugares y la pobre y estática flora se fue secando irremediablemente.
Las veredas perdieron el color, las construcciones se detuvieron y las obras se abandonaron. Por falta de alumnos, la escuelita cerró, fue saqueada y quedó como aquellos esqueletos de animales muertos en el desierto. Nunca más se volvió a celebrar una peña o fiesta en el pueblo, los escasos habitantes que quedaban no tenía ánimo de festejar.
Pasaron los años y partieron los últimos ciudadanos, aquellos que habían dedicado su vida a hacer crecer el pueblo y aún confiaban en su renacimiento. Solos, desterrados, errantes, vencidos y desarraigados murieron rápidamente al alejarse del pueblo o se suicidaron dejando tristes cartas de nostalgia.
Miguel estaba como el pueblo, vacío y solo. Pasaron muchos años para que se diese cuenta que no era la gema la que lo había consumido, sino su egoísmo. Ese mismo día decidió salir a la calle y contar a viva voz que él había encontrado la gema. Tenía fija en su mente la cara de Nadia, se imaginaba a ella mirándolo orgullosa, feliz y contenta y a todo el pueblo vitoreándolo.
Aseó su raquítico semblante, apretó fuertemente la gema en su puño y salió rápidamente a la calle… no había nadie. Perplejo observó el gris del paisaje, las calles solas y abandonadas. Creyó que la gente estaba en el centro. Corrió hacia la calle principal y no había absolutamente más que palomas y hojas secas en el piso. El ruido del silencio invadía sus oídos, gritó y el eco de su voz lo aterrorizó. Miguel rompió en llanto y se arrodilló en el medio de la calle, desconsolado y desorientado. Acompañado solo por el eco de sus gritos, acompañado solo por su voz rebotando en la nada y devolviéndole la palabra Nadia una y otra vez, como una mueca del destino.
Secándose las lágrimas y corriéndose con la mano el cabello largo y sucio miró con rencor su puño aún cerrado. Apretó con bronca y luego poco a poco la fue abriendo, para dedicarle con una mirada todo el odio que aquella gema merecía.
Solo vio su palma, la amatista había desaparecido.