/La mosca en la tela de araña

La mosca en la tela de araña

Mi abuela siempre decía que a los muertos hay que dejarlos descansar en paz. Pero yo pienso que algunos no están en paz y que otros no quieren descansar. Quizás tampoco estén tan muertos.

El cielo gris no era muy luminoso al entrar la tarde, pero las cortinas del comedor estaban abiertas para que el ambiente se coloreara con la frágil opalescencia otoñal a mediados de abril. Con el mate recién empezado, observaba el liquidámbar que había comenzado a desprenderse de sus hojas tornasol.

Un tenue zumbido interrumpió el silencio. Miré alrededor y no vi algo que pudiera ser el origen de la vibración acústica. Las ventanas cerradas, las cortinas abiertas pero quietas, las lámparas apagadas. Ningún indicio de movimiento a mi vista.

Dejé el mate y empecé a dar vueltas alrededor de la mesa tratando de encontrar el sitio del cuál provenía el sonido. No estaba lejos, era entre las cuatro paredes del comedor. Miré arriba, abajo, hacia los costados. Me acerqué por los rincones. Me arrodillé y agucé los sentidos. Cerré los ojos. Apelé al oído, gateando alrededor de la mesa. Cuando percibí que estaba muy cerca los abrí de nuevo y ahí vi, en el extremo de la puerta balcón, a la mosca atrapada en la tela y a la pequeña araña que, con las patas tensaba las hebras de su telar provocando el pánico del insecto que zumbaba.

La mosca sabía que no podría escapar. Sin embargo, se resistía a la muerte que la miraba a los ojos, penetrándola más de lo que lo haría la araña al succionarle su jugo vital. ¿Podría la mosca morir en paz? No, pero es su naturaleza. Una vida pululando en la mierda ajena no es lo que se dice una buena vida. Quizás la muerte en la tela de araña, para la mosca, es la más digna de las posibilidades.

Años después de aquello, me encontraba en una pequeña aldea de montaña durante una noche abierta de luna llena. Observando el cielo escuché un sonido similar al de la mosca en la tela de araña, pero esta vez no era un insecto, ni siquiera algo que pudiera reconocer cercano. Era un trueno mudo, una ráfaga feroz incontrolable que alteraba todo sin mover una hoja. Fue la primera vez que tuve conciencia de la infinitud del cosmos. Algo desconocido tensaba mis percepciones y tuve miedo, aunque no pensé que iba a morir. La sensación de muerte apareció después.

Al transitar por algunos velatorios y, más tarde, por los cementerios; sentía cierta fascinación por ese culto a lo más inabordable, al misterio último, a la antesala de la incertidumbre más severa. Me resultaba insólito en cierto punto, también macabro y masoquista. Estaban muertos, eso era todo. Nada se podía hacer.

¿Para qué llorar, hurgar en preguntas inútiles y lamentar que alguien había llegado al final del camino antes que uno? A veces las formas no son los mejores, pero tampoco eso está librado a elección. Apenas se puede tener un fútil albedrío sobre la vida; pensar en la posibilidad de intervenir en las causas de muerte, ya es demasiado ambicioso para cualquier ser vivo por más evolucionado que se crea.

Eso era lo que yo pensaba hasta que leí sobre fantasmas, almas en pena, y aquellos muertos que habían sido canonizados por algún milagro concedido a un vivo que le había rezado. Empezaba a aparecer algo más que no resistía un análisis tan simple como “fin de juego”.

¿Qué era la muerte, entonces? ¿La reina de un mundo paralelo que comanda un ejército de almas perdidas que no saben qué hacer cuando llegan a un sitio que desconocen? ¿El caos absoluto entre aquellos que han llegado ahí repentinamente, algunos que lo han decidido y otros que, después de una agonía, se sienten liberados? ¿Podría yo, después de morir, seguir interactuando con los vivos? Parecía algo más fácil que interactuar con iguales. Habría una suerte de superioridad en eso de ser, para los mortales, operario de situaciones “del más allá”.

¿Habría muertos alrededor mío durante este tránsito terrenal, esperando que les encomendara alguna tarea? Esa posibilidad me fascinó.

Mi mamá, cuando yo era más chica, me narró uno de esos cuentos que uno no sabe muy bien si son ciertos o si algún familiar se lo inventó en una tertulia regada de vino tinto al lado del fogón. El punto era que mi abuela había escuchado de un tío al que lo habían dado por muerto pero se despertó en el velorio. Se trataba de catalepsia.

De ese cuento, a mi abuela le agarró pánico a ser enterrada viva; por lo cual les había hecho prometer a mi mamá y a mi tía que, cuando parecía que ella se había muerto, le pincharan la uña con una aguja para asegurarse de que estaba efectivamente muerta.

Era costurera y, habiendo padecido en carne propia la perforación de una aguja de máquina de coser a través del dedo por no haber bajado el pedal, sabía que ese dolor no se comparaba con nada. Pensaba que, si en vez de muerta estaba cataléptica, con eso volvería al estado normal. No le importaban las muchas maneras que tiene un médico para corroborar que se halla frente a un cadáver. No. Ella quería que le pincharan la uña para “descansar en paz”.

Cuando murió, y mientras la velábamos en la noche, estábamos las tres solas en la sala de al lado a la de su féretro. Mi mamá y mi tía tenían terror de ir a perforarle la uña, aunque habían llevado la aguja porque las aterrorizaba más pensar en el fantasma de mi abuela acusándolas por las noches de no haber cumplido con la promesa. Entonces les dije que yo lo haría.

Fue la primera vez que toqué un cuerpo sin vida. Había escuchado de los cambios que se producen tras la expiración, había visto muertos a los que les pegan los labios para que no segreguen espuma, o con apósitos en los agujeros de la nariz y los oídos para que no sangren, incluso llegué a escuchar que también obstruyen el orificio anal para evitar “escapes gaseosos” del occiso en medio de su propio velorio.

Además de todo eso, naturalmente había historias de cómo costaba a los familiares vestir a un muerto para colocarlo en el féretro, por eso del rigor mortis.

Lo que más me impresionaba de tocar un muerto, era la piel fría. Sin embargo, a pesar del color amarillo opaco que tiene la piel sin sangre oxigenada, las manos de mi abuela no estaban duras ni frías. ¿Me estaría observando?

No necesitaba profanar su cuerpo perforándole la uña, para comprobar su deceso. Así que no lo hice, pero les dije a mi mamá y a mi tía que lo había hecho y que la abuela estaba bien muerta.

Salí al patio de la sala velatoria y me prendí un cigarrillo. No había nadie, era el único servicio de la noche. El foco incandescente del farol, emitía una luz de baja intensidad que apenas alumbraba.

La cercanía al río, en el bajo Luján, me permitió escuchar el susurro del agua en la época del deshielo; cuando la noche tiene un manto de treinta grados a los pies de la cordillera. Con el aire tan cortado, ni los grillos salen a cantar y los mosquitos andan alterados porque los sapos se saltan de la acequia, hambrientos y acalorados como cualquier ser vivo en la latitud treinta y tres del hemisferio sur.

Dicen que los sapos tienen la piel fría, pero no pensaba tocar ninguno para averiguarlo. Mi abuela les tenía miedo, no sé por qué y ella está muerta, así que ya no lo sabré. Me impresiona el temblor de la lengua en su garganta, como si estuvieran a punto de escupir un vómito porráceo capaz de anegar todo de un verde hediondo.

Recordé la muerte de mi abuelo, años antes. Él tenía historias más entretenidas. Creía en las brujas porque decía que las había visto en el campo de Rivadavia y de tres Esquinas. Cuando él me contaba esas historias en noches vendimialeras, podía escuchar los grillos abajo de las macetas de malvones de mi abuela; y observaba en el parral a oscuras de la casa de la calle Monteagudo, las arañas trepando entre racimos. No sé si ellas reflejaban la luz de otras fuentes, o si la oscuridad activaba un mecanismo iridiscente en su invertebrado organismo.

La oscuridad ayuda a ver. Las pupilas dilatadas atrapan los resquicios de luz y los otros sentidos aumentan su percepción. En el medio del campo se observan cosas que en la ciudad también están, pero escondidas, camufladas como un anfibio, mezcladas en la alteridad del paisaje. La normalidad en el caos. Moscas atrapadas en la red sin conciencia de muerte en un telar invisible. ¿Dónde está la araña?, me pregunté al aplastar la colilla del cigarrillo en las baldosas de la sala velatoria.

Sin preámbulo, el fuego ascendió por la columna vertebral y me oprimió el pecho. Traté de respirar profundo, pero no alcanzó. Me faltaba aire, me faltaba espacio, me faltaba lucidez. No quería cerrar los ojos, pero era inútil. La oscuridad había teñido todo y mis pupilas dilatadas no distinguían formas. Escuchaba cada una de las fibras cardíacas pulsando frenéticamente. El sudor frío me había bañado por completo. Temblaba. Mi cuerpo no lograba coordinar. El ácido de la adrenalina supuraba por mis membranas y se me secó la boca.

Ahí sí creí que iba a morir, pero no sucedió. Le vi los ojos a la araña, sentí el pánico de muerte, el frío del rigor mortis, el vómito nauseabundo de la boca del sapo. Pero la muerte, el nigredo… seguía siendo un misterio, hasta que alguien dijo mi nombre en el medio de la noche.

Reconocí la voz. Giré la cabeza y vi a mi abuela extendiendo el brazo. Todavía tenía la aguja en mi mano, me acerqué y le perforé la uña. Su imagen desapareció, pero la aguja quedó entre mis dedos.

No supe si ella estaba viva o yo muerta. O ninguna de las dos ni una cosa ni la otra. La usé para pincharme la mía y ya nunca más pude volver a verme en el espejo.

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