Cerca de General Alvear había un pueblo donde se encontraba Federico, un hombre como cualquier otro pero con un don extraordinario con las letras. Muchos creían que era obra de un milagro, varios pensaban que era una maldición.
El poeta tenía, en su mano derecha, la capacidad de escribir las más maravillosas y exquisitas palabras de amor, poemas, versos con una rima delicada. Quien lo leyera quedaba atónito al contemplar, dentro de tanta simpleza, un significado puro y casi perfecto. Pero esa cualidad divina poseía una oscura imprecación.
Esa mano bendecida por ángeles o demonios, del lado que lo quieran ver, tenía el poder de plasmar los versos más elegantes y placenteros, pero si esa mano no frecuentaba el uso de la pluma y las composiciones en papel, de a poco se insensibilizaba, se acorazaba en un pedazo sin vida, gris y duro como una piedra. El poeta no podía dejar de escribir hermosos textos sin sentir un agudo dolor, viendo como de a poco su mano se endurecía sin poder hacer nada al respecto.
Federico fue una persona muy cercana a la religión y era católico practicante, asistía a misa e iba a visitar al padre que solía estar en una iglesia cerca del pueblo. Siempre charlaba sobre si su capacidad había sido un don o una maldición. El párroco lo contenía en sus momentos de nebulosidad, ya que el dolor que sentía al no poder escribir en esos momentos era agobiante y, muchas veces, esas conversaciones eran fuentes de inspiración para él, para el poeta con la mano denostada.
Su vida se volvió una rutina donde pululaba la filosofía, el arte, los libros y la música. Pero todo cambió cuando la conoció a ella, la vió en la iglesia un dia de febrero y ya nada fue igual para él. Desde ese momento, sus palabras sólo tuvieran una dueña: Belén.
Ella le correspondía cada mirada y cayó ante sus primeros poemas llenos de amor y pasión. El cariño hacia su musa floreció con el correr de algunos días y se hizo tan inconmensurable que solo se dedicó a escribirle a ella.
Belén no era del lugar, visitaba una vez al mes a su abuela paterna. Solo estaba en ese pueblo un día y volvía a su querida Capital donde residía. El poeta y la musa estaban juntos un par de horas pero era suficiente para inspirarse en los mejores versos que jamás pudo escribir.
Esperaba con ansias para ver a su Belén, y cada vez que partía (y mientras esperaba su regreso) el poeta con su mano prodigiosa le mandaba cartas llenas maravillas literarias, frecuentaba hacerlo tan natural que nunca volvió a sentir que su mano era una maldición, sino todo lo contrario. Sintió después de tanto tiempo que era un regalo de Dios.
Cada primer jueves del mes la esperaba en el mismo lugar de siempre, solían encontrarse debajo de un lindo árbol que daba lugar a un paisaje hermoso de la zona. Bastaba con verla unos instantes y su mente se iluminaba, cada vez que la veía a esa morocha dulce se quedaba encantando con la mirada inocente y tierna, que transmitía calma y serenidad a los corazones más tristes y grises; con la sonrisa coloreada por un violeta, su color favorito.Su voz era esa pieza que terminaba de enloquecer cada fibra íntima de sus dedos.
En su pluma abundaban ideas para cada momento. Ella era todo lo que le hacía bien en ese mundo.
La tarde de un jueves de marzo, su hermosa Belén no fue donde solían reencontrarse, por motivos que no supo en ese momento, no apareció. Decidió esperarla hasta altas horas de la noche pero fue en vano, ella no iba a venir. Resignado, fue hasta la iglesia para hablar con el padre sobre la de no verla por más de un mes. El cura le contó con desazón que la abuela de Belén había fallecido hace poco, que estaba muy triste y que, según él creía, no volvería a ese lugar ya que su abuela era el motivo de sus visitas. La noticia lo devastó.
Esperó todos los días en aquel árbol, no desistía de la idea de volverla a ver y juró no escribir m’as hasta que su amada no apareciera. Cada día que pasaba sentía como su mano iba perdiendo movimientos, iba perdiendo tacto y los dolores agobiantes empezaron a aparecer, un gris oscuro y áspero empezó a cubrirla. Y aún así, se mantuvo firme en su juramento. No le importaba perder su don.
Pasaron semanas y ella jamás apareció, su mano había perdido casi todo el movimiento y apenas podía sostener a duras penas su delgada pluma y sus letras eran casi ilegibles. El padre Abrego, su amigo desde la infancia, trataba de persuadirlo y convencerlo de volver a retomar sus letras antes que sea tarde. Pero fue en vano.
Pasó un mes y medio desde que la vió por última vez. Todo lo que recordaba de ella, cada detalle de su angelical rostro, sus hermosas y delicadas curvas, esa actitud animosa que le alegraba las noches que pasaban mirando el paisaje, de a poco iban esfumándose como si las palabras se las llevara el viento.
Su mano terminó por convertirse en un duro pedazo de piedra gris- No tenía sensibilidad alguna, soportó un dolor angustiante y hondo en cada uno de sus dedos.
Pasaron dos meses y él la seguía esperando, hasta que un lunes mientras descansaba en aquel árbol sintió que alguien tocaba su hombro y era ella, su musa.
Fue breve, no podía soportar romperle el corazón pero debía decirle que iba a irse de la provincia y que jamás volvería a este lugar y antes de romper en un llanto desconsolador, le dijo que lo amaba, que con él fue la mujer más feliz de todas.Lo tomó de la mano, esa que tantos versos le escribió, lo miró a los ojos y con ojos llorosos y labios angustiados, se despidió.
Federico a la mañana siguiente fue a hablar con el padre de lo sucedido. Le contó lo que Belén le había dicho y el padre Abrego sintió una tristeza inmensa.
-Padre, la vi a ella. La vi a Belén, fue fugaz pero vino a despedirse y hubo algo que me rompió el corazón.
-Te entiendo, hijo. A todos nos duele la partida de un ser amado, pero lo importante no es el tiempo que dure, lo importante es el hecho de que haya sucedido.
-No es eso, Padre.
-¿Qué fue entonces?
-Lo que más me dolió es que no pude sentir el calor de su mano sobre la mía.