/La vida, una herida absurda: «¡C’est fini!»

La vida, una herida absurda: «¡C’est fini!»

El Vicente nos invitó a pasar a la sacristía y abrió un ropero interminable, que topaba contra el techo. En sus puertas, dos espejos enormes. Adentro, la historia litúrgica de la zona.

–Pónganse esto muchachos–señaló mientras nos pasaba un alba blanca a cada uno y un lienzo rectangular de lino claro percudido, con una cruz bordada por la espalda, llamado “amito”. En suma, una capa verde, la “casulla”, con un par de cordones llamados “cíngulos”. Sir Charles eligió su atuendo, como correspondía, y sobre el alba, colgando para el frente, dejó caer una “estola” que lo hacían parecer un Papa.

–Preferí el verde –señaló, entrando en personaje–, así la esperanza nos abrirá el camino.

Que fenómeno este tipo.

Aprovechando que el cura tenía llave absolutamente de todo Rodeo del Medio, salvo de aquel garito que cobijaba madamas y gitanitas, marchamos rumbo a la unión vecinal, tras una enorme cruz, bajo las sombras de la noche.

Caminamos en procesión las seis cuadras que nos distanciaban desde la iglesia y, sin mayores esfuerzos, llegamos. El cura Vicente sacó el racimo de llaves amarrado al cinto, y abrió mientras le hacíamos de campana. Sin prender ninguna luz, fuimos hasta el fondo del recinto.

–Tanta intriga me da hambre –agregó al pasar el Tarta.

–A vos todo te da hambre, nene… –evocó Charles Pason. Ya lo tenía junado.

El padre descolgó, de la pared, un cuadro enorme que plasmaba en oleo el rostro de Belgrano. Tras él, embutida, la puerta maciza de una caja fuerte, de un metro cuadrado aproximadamente.

Sin perder tiempo, el detective a sueldo, sacó el papel con la combinación y se probó con la ruedita que introducía los números.


–Dos puntos a la derecha, uno a la izquierda, tres derecha –decía para no perderse–, uno izquierda, cinco derecha, veinte izquierda, uno derecha… –en ese instante se detuvo y dudó qué hacer con el cero.

–Júntelo con el anterior y hace un diez, en vez de un uno –dije escuchando un pálpito, simplemente. Charles me hizo caso

  y sumó nueve vueltas, a la última dada.

–Una izquierda –continuó–, veinte derecha, una izquierda, cinco derecha… –y se detuvo agitado con los ojos cerrados, era la hora de la hora de la verdad – dos izquierda…

La pausa, bajo la luz tenue del velador de escritorio, fue la humanidad. A continuación giró una manija fija sobre la puerta, que finalizaría la agonía y se sintió un: “clic”. Las cuatro almas, que entrabamos en coma, nos entregamos al abanico que hizo la misma sobre la bisagra, invitándonos a pasar.

Sir Charles alumbró desde más cerca, y sacó cuidadosamente un paquete envuelto en diarios desde el interior. Lo puso sobre el escritorio y lo desplegó, abriendo como gajos cada una de las páginas. Por debajo del envoltorio una caja de madera, que en algún pasaje guardó fichas de pocker antiguas, con un candado muy pequeño que impedía abrirla, sin la técnica del “te destrozo contra el suelo”

 Charles sacó, como un As bajo la manga, una navaja de acero semiautomática, e intentó ubicar algún recoveco o tornillito que nos diera alternativas. Hizo palanca en el candado, en las bisagras, en la tapa, y se detuvo en un aplique del fichero que decía: “Cinzano.”

–No recuerdo esta promoción de Cinzano –comentó mientras seguía husmeando–, pero cualquier marca que apoye al juego, es bienvenida.

Otra vez puso cara de incógnita, y con la navaja de costado, intentó despegar la publicidad que estaba sobre una base de madera, distinta a la caja. Fuerzó un poco más y el aplique voló por el aire, rebotando varias veces sobre la mesa, hasta quedar en el centro y boca abajo.

 Los cuatro leímos a la vez, la frase en tinta china que ocultaba su reverso:

J. A. buscad en Carlos.

El deber se salda, si el que cobra… salda.

Babeamos boquiabiertos. Con un partido de ping pong, cruzamos de lado a lado las miradas pasándonos la pelota de la verdad. “Cagamos… ¿y ahora?”, dijo el Huguito. Siempre tan paciente.

El padre Vicente metió de inmediato su mano en un bolsillo, y sacó un sobre cerrado que decía en su cubierta:

Bajo la lupa de Carlos, la guía de los J.A.

El deber se salda, si el que cobra… salda.

El cura había recibido la nota, días previos al atentado contra el Geroncio; por eso nos había mandado a lo de Sir Charles. Abrió el sobre, que tenía en su interior una llavecita ínfima, y se la dio al investigador. Quien nos miró, buscando la aprobación de lo que iba a hacer, y destrabó el candado sin mayores preámbulos.

Acto seguido abrió la caja del fichero añejo, bajo el corazón del haz de luz que caía del velador. Sutilmente ubicados, diez fajos de dinero de los verdes, y contra el fondo, una lista con una veintena de nombres escritos, sobre el ticket de una caja registradora.

Nos habíamos olvidado de hablar. Solo actuábamos.

–El Geroncio quiso que te busquemos, indefectiblemente –dijo el sacerdote a Carlos, “Charles”.

–Debemos irnos antes de que nos encuen… –respondía Carlos, cuando desde la oscuridad y desde el marco de la puerta de la habitación, interrumpían unos aplausos “Clap, clap, clap…”

–Pero miren lo que tenemos acá… Veo que la pandilla se niega a detener su marcha –recriminó la voz familiar, con un revolver en la mano –, pero todo tiene un final.

A su lado, la bella mujer de la escalera, con un tajo en la falda negra que empezaba antes del comienzo. Detrás, un barbudo que nos apuntaba a pocos metros, con una escopeta recortada de cañón basculante.

 ¡C’est fini!, mis amores –endulzó en un francés arrastrado. Si existía la  femme fatale, esa era la voz.

–No puedo creer lo que estás haciendo –contestó el Huguito, poniendo su cabeza, prácticamente en la mira del arma–, ¡las vas a pagar una por una!

–Bueno, bueno pequeños –vaciló la dama, quien se acercó hasta la mesa. Abrió su carterón de cuero pardo, y metió adentro: la caja con toda la guita, las anotaciones y los papeles de Sir Charles. Como quien levanta los restos de comida luego del almuerzo, y luego sacude sus manos.

“Aquí no pasó nada”, culminó el aliento de su sonrisa. Sin dejar de apuntarnos, y luego de unas cuantas burlas fáciles, salieron por donde vinieron.

Quedamos encerrados los cuatro “curas” a prueba de la fe, sin más que la efervescencia de la frustración, saliéndonos por los poros.

Repasamos el manual de las puteadas unos minutos…

–Calma amigos –dijo Sir Charles y se ubicó frente a los tres, que a poco estábamos de pucherear por la bronca, y levantó sus manos hasta la altura del mentón.

–Nada por aquí, nada por allá –dijo mientras cruzaba las manos como un mago.

Lo miró al Tarta, que si nunca dijo nada, imagínense ahora…, y estirando su brazo izquierdo, acercó la mano a la oreja de éste, de donde sacó un papelito todo enrulado. “Típico”, pensé.

Finalmente lo alisó por completo, poniéndolo sobre la mesa. Era la lista con los nombres que habíamos encontrado en la caja de las fichas. Sir Charles no dejaba de sorprendernos. Como había dicho el Geroncio: “Bajo la lupa de Carlos, la guía de los J.A.”

¡Sí! La Guía de los Jóvenes Ávidos… ¡Ningún “c’est fini”, carajo!

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