/“La vida, una herida absurda: “Té con canela.“

“La vida, una herida absurda: “Té con canela.“

Esto de reventarse el coco sacando conjeturas, definitivamente ya nos tenía los platos por el suelo. A todos menos a Sir Charles, que se le hacía agua la mente revolviendo incógnitas en busca del significado del famoso ticket.

Su arte de descubrir era alucinógeno como el sabor a rosa en la boca de la amada. Era su arte.

La lista decía: Las Heras, Avellaneda, Valentín Alsina, Islas Malvinas, Desierto de Atacama, Azcuénaga, Ulises Hereaux, Neuquén, Alfonsina Storni, Hilario Lagos, Ernesto Guevara, Ricardo Palma, Ignacio A. Thomas, Discepolín, Antonio de Padua, Alemania, Bernardo O´Higgins, Santo Tomás de Aquino, Uganda, Río Negro, Dinamarca, Álvarez Condarco. 

Ni un dato más. En las inmediaciones de la parroquia, y con la tranquilidad al menos de tener una pista en nuestro poder, nos quedamos a dormir ahí.

– ¿Estas despierto Rubén?

–No puedo pegar un ojo –le contesté al Huguito, que se movía para todos lados en la parte superior de la cucheta.

Me levanté al baño, un poco por la ansiedad y otro por el vaso de agua que me tomé antes de acostarme. Miré fijo al espejo, los nombres propios me sonaban por supuesto, pero la relación entre ellos no. La verdad es que lo veía tan lejano como imposible. Me sentía crudo por dentro, cocido por fuera.

Los dedos de frente no me alcanzaban para sospechar siquiera; pero era tozudo, así que me fui a la cocina a juntar las cartas para dar de nuevo, junto al calor de un té con canela. Todos tenemos esa pócima que ingerimos pretendiendo engañar a nuestra inteligencia, o motivándola, según se lo mire. Cual Popeye lo hace con la espinaca, bueno… el té con canela era mi espinaca.

Éramos: la luz de la luna que entraba por la mosquitera de la ventana, la veintena de nombres que gritaban en silencio, en otro idioma, y mi mente sorda e la torre de Babel, dando lo mejor de sí. Noté que había hecho algo personal de ésto, y la verdad… me alegré.

No sabía si lo resolveríamos, si el próximo movimiento podía dejarnos fuera del juego definitivamente, o en la paz de nuestras rodillas sobre la tumba del Geroncio con la tarea realizada. No lo sabía, pero en esta carrera la meta era la lucha, no el éxito.

–Rubén… –me dice el padre Vicente desde la oscuridad, y me deja colgado del techo de caña del julepe– perdón joven, no lo quise asustar, me voy a acostar un rato. Cualquier cosa despiérteme.

La respiración estaba de regreso, ¡que susto mi Dios!

Cuando se iba, el cura puso sobre la mesa El Mensajero, un semanario independiente de la zona, bastante jugado para la época. No sé cuánto tiempo estuve así, ido, como sedado, tomando el té y notando cómo iba moviéndose la luz que entraba desde afuera sobre la mesa. Recorría todo el lugar entero, incluso el diario, de abajo hacia arriba…

¨Muere el conocido personaje de Rodeo del Medio Geroncio Ciciliani…”, decía un titular.

“…Sus compañeros del tango y la milonga, le hicieron un sentido homenaje ayer por la tarde en lo que fue su último adiós, al ritmo de La última Curda.

La vida es una herida absurda, dijo el Polaco frente a una multitud que se aglutinó en la plaza de Rodeo del Medio.¨

El Geroncio había suplantado en varias ocasiones a Aníbal Troilo, quien veía en las manos de este muchacho una seda para su fuelle. Dos giras por el interior del país, habían sido más que suficientes para sellar la amistad eterna.

Agarré por enésima vez el papel con los nombres, pero nada. Los ponía boca arriba, abajo, de costado y nada… La luz seguía su curso y nos alcanzaba justo ahora. Como dos guantes blancos mis manos que resaltaban, sostenían de ambos lados el ticket en la claridad, que se posó por completo sobre el mismo.

Al instante divisé algo raro, nuevo, volví a pestañar dos veces para hacer foco y tomar certezas, y observé como ciertas letras se diferenciaban de las otras. Estaban remarcadas desde atrás, como si con un puntero las hubieran subrayado. Solo algunas, las primeras letras de los nombres, las que podían leerse hacia abajo claramente si estaban a contra luz.

La suma de las letras decía:

L A V I D A U N A H E R I D A A B S U R D A

Reboté contra el respaldar de la silla, no podía ser una casualidad. Me paré en el aire y fui hasta la habitación donde descansaba Charles. Entre sin golpear, pero no estaba. Me pareció raro ver que su cama estaba inmaculada. Como si no hubiera sido tocada, pero nunca.

Salí hacia el pasillo corriendo a la habitación donde estábamos los jóvenes, y nada. Sentí que las paredes de adobe se me venían encima, el frío de los techos altos me heló la sangre, y me sentí moribundo. Tuve mucho miedo. No sabía si salir o meterme debajo de una cama, si gritar o pensar. No podía intentar recorrer la parroquia sin un plan, ¿por qué habían desaparecido? ¿Dónde estaría el padre Vicente?

Levanté una tranca que tenía la ventana de la habitación, y sin pensarlo mucho más decidí huir. Pasé ambas piernas por encima y salté ese metro que me separaba del suelo. Caí entre miles de hojas de treinta otoños pasados, el lugar era mugriento para las ratas. Comencé a caminar por ese pantano de hojas, que recuerdo me absorbía, con la mano derecha hacia el cielo sosteniendo el papel, como quien completa el cartón de un bingo y lo lleva en andas.

De repente escuché una bocina familiar, miré a los puntos cardinales todos, y nada. Esa bocina, juro que la conocía. Corrí hasta la pared y haciéndome escalera en unos ladrillos, me trepé con el ticket en la boca, hasta la altura de la pera, y vi del otro lado a la muchachada dentro de mi Renoleta, haciéndome gestos con las manos de ¨Metele que son pasteles Rubén…¨

En un mismo movimiento subí, me descolgué y corrí. El auto arrancó sin que yo llegue, y me metí de clavado por la ventanilla de atrás del acompañante.

– ¡Lo tengo, encontré el mensaje en los nombres! –exclamé.

–Te ganó de mano el señor Carlos, otra vez –me devolvió el Tarta, como gozando la situación.

Charles Pason, notó al volver de la municipalidad, que la calle de la parroquia se llamaba Las Heras, ¡sí!, como el primer nombre de la lista. Así que sin decirnos nada, esperó que nos acostásemos y se fue a buscar la Renoleta al callejón donde la habíamos dejado oculta. Empezó el recorrido de las calles, y vió que cada una cuadra empezaban a aparecer los nombres siguientes de la lista. Llegó a Islas Malvinas y los cruzó al Coqui con su patota caminando por la vereda. Aceleró a fondo, pero lo reconocieron por el auto, al instante. Los vió correr y girar en la esquina desesperados.

Los nombres del ticket eran una ruta señalada por el Gero, sin dudas. La hoja que tenía copiadas las calles por el mismito Charles, señalaba a Dinamarca como la siguiente. Acertó nuevamente y le metió pata esperando la última calle con la emoción de un nene que está por abrir el regalo de reyes.

Al final de la misma, la plaza. Aquella donde el Gero nos había regalado su sabiduría, donde tantas veces había cantado su bandoneón.  Álvarez Condarco era el último nombre propio, la calle de la plaza.

Por el retrovisor, un Peugeot 404 modelo 60´ se hacía una flecha gris plata apuntando a Sir Charles. Decidió no detenerse, y los perdió unas cuadras al este, para luego regresar a la parroquia por nosotros. Juntos debatimos en el auto qué hacer.

–Tenemos que ir a la plaza, ahí está la verdad –nos dijo atinadamente el Huguito.

–Estamos de acuerdo –agregó Charles–, pero hay que tirarles un señuelo, si no estamos fritos. ¿Quién de ustedes dos maneja mejor?

El Huguito y el Tarta se hicieron un nudo con las cejas interrogativas

–Bueno, ¿quién de ustedes sabe manejar? –los chicos sabían de autos lo que yo de pesca con mosca. Menos que nada.

–Yo manejo algo, pero no se mucho lo de los cambios –dijo el Tarta, quizás en lo más caradura que escuché en esos treinta años de vida. Tan suelto de cuerpo como quien dice que sabe jugar al truco, pero no sabe mucho lo de las señas.

Para Sir Charles fue suficiente. Giró en la esquina hacia el sur, y pegamos la vuelta rumbo a la plaza. Íbamos a dos por hora, más despacio que lento. El investigador repasaba el plan en diapositivas mentales. El Tarta ya se sentía Juan Manuel Fangio crujiéndose los dedos.

Del otro lado de la plaza, el Coqui y sus secuaces.Era tragicómico.

Me persigné y bajamos corriendo con Charles, hasta internarnos en el corazón del rosedal de la plaza, tan agachas como pudimos. La renoleta, que seguía en marcha, trastabilló e insultó con una primera que no entró. Hasta que los engranajes le dieron salida, doblando curva y contra curva al taco, llamando la atención de los chicos malos, que los siguieron en furia.

La plaza era nuestra. Frente a nosotros, un monumento al tango argentino, decía en la placa que lo conmemoraba: ¨La Vida es una herida absurda¨

Estábamos donde teníamos que estar… 

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