/La vida, una herida absurda: Traiciones que matan

La vida, una herida absurda: Traiciones que matan

Sir Charles, se acercó con sus pasos en duelo hacia mi presencia estática. Me tomó del cuello con una mano, y con tres palmaditas, compartió mi bulla interior, en esa mezcla de dolor y bronca que me cortaban al medio.

–Como te dije más temprano que lo íbamos a encontrar…, ahora te juro que no vamos a parar hasta descubrir, quién fue el hijo de puta que le hizo esto –comentó desde atrás.

Yo no podía quitar la mirada de su rostro. Parecía enturbiado, sufrido. La sensación de injusticia, me invadía el temple como nunca antes. El Coqui me corrió hacia la cabecera de la camilla y lo descubrió completamente. Yo no quería cerrar los ojos. Sacó una maquina extrañísima, y tomó unas cuantas imágenes, fotografías, las que salían escupidas por debajo, casi al instante.

Después me pidió ayuda para darlo vuelta. Yo me sentía, por la situación quizás, un profesional más. Lo volteamos con la fuerza de dos gorilas y teniéndolo boca abajo, nos espantamos terriblemente.

Su cuerpo manchado aún con sangre, tenía una serie de inscripciones sobre la espalda, a la altura de los omóplatos.

–Buscá alcohol y algodón…, o gasas si no encontrás –él arrancaba una hoja de la libretita.

–Tomá, es lo que hay –le pasé una bolsa con gasas y una botella de alcohol.

–Hierro candente –señaló mientras limpiaba la herida–, voy a absorberla más allá de las marcas –apostando sobre ellas la hoja de papel y absorbiendo los restos de sangre, con la humedad del alcohol.

–Lo hicieron caminar sobre brasas –comentó, al tiempo que yo observaba quemaduras en las plantas de sus pies–. “Traiciones que matan” –concluyó ante mi desconcierto–… la frase está en un idioma medieval, utilizado por unas sectas antiguas de la región cuyana.

– ¿Y los símbolos? –el Coqui, curvando las comisuras de la boca hacia abajo, mostraba la ignorancia de la respuesta. Metía el papel dentro de un libro de anatomía, que había sobre una mesada, y me pedía ayuda nuevamente.

–Aun no lo sé –soltó mientras dejábamos al Gero, tal cual lo encontramos–… ¡espero recuerdes muy bien el camino de salida, Rubensito!

Abrió una puertita de chapa, que resguardaba un transformador, y vació con furia la botella de alcohol sobre la misma. Mis pupilas se dilataron al instante, como un trozo de pan en un té hirviendo con limón.

Charles me agarró del antebrazo y, previo encender sus lentes mágicos, viajamos por el pasillo como un biplano. Vimos pasar demasiadas personas rumbo a la puerta principal, preguntándose por el apagón, por lo que cambiamos la dirección hacia el patio interno. Trepamos la muralla, saltamos los dos metros y al caer, vimos como el Huguito encendía el motor de la Renoleta. En diez minutos estábamos en el departamento del investigador amigo.

Era tal cual uno imagina el centro de cómputos, de un investigador privado. Fotografías pegadas sobre la pared, planos y mapas de la ciudad, algunos tubos de ensayo sobre un mesón al final del comedor, y cientos de libros por doquier.

El Coqui repasaba las anotaciones, yo repasaba las imágenes del placero con el Huguito y el Tarta… él repasaba la heladera de pies a cabeza.

– ¿Alguien quiere arroz con leche? –gritaba desde la cocina.

–Busquen en estos documentos si hay algún símbolo que se asemeje –ordenó Sir Charles, poniendo la hoja ensangrentada en el medio de la mesa plegable de pino. Tan absortos como quedamos, empezamos a ojear los símbolos.

•• † • Ø  ••  ¥ • — Ÿ  =  •  Ö  •  = Ÿ  •  ¥  ¤ — þ  † ••

Nada, nada, y nada. El cansancio vencía nuestro ímpetu a medida que la noche pasaba. Ni siquiera el café espeso que preparó el Coqui ayudaba, el Tarta hacía como que pensaba recostado sobre el sofá de cuero negro. El Huguito, bajo los efectos del arroz con leche, ya era historia. La vista se me iba de foco en cámara lenta.

Rato después, desperté. Un bocinazo, que llegaba desde la calle, me traía al mundo. Me levanté sintiendo por la hendija de la puerta voces, que llegaban desde escalera común del edificio. Busqué, sin éxito, alguien con vida en la sala; pero los chicos roncaban en do mayor. Del Coqui ni noticias.

7:56 decía un reloj francés de pared, anunciando la madrugada. Salí del lugar sigilosamente, con una espadita de metal en la mano, de esas que sirven para abrir los sobres, y bajé las escaleras sintiendo el cuchicheo desde el piso inferior.

Sin dejar que me vieran, pude distinguir a través de un espejo al Coquito, frente a una atractiva mujer rubia. Zapatos negros altos, vestido en idéntico tono con un corsé rojo,  y un sombrero colorado de ala corta, arreglaban a la sensual dama. Como una loba furiosa, exaltada, bramaba contra Sir Charles en un idioma raro. Desconocido.

Tuve la impresión de haber oído algo parecido antes, ¿quizás la mala pasada de un deyabú?, ¡no! Cuando por fin lo recordé: “Mirjurs thet kilsers”. “¡Traiciones que matan!”, había vaticinado Charles en la morgue.

¿Por qué esta señora, se presentaba a estas horas a verduguear al Coqui con tanta ira? ¿Por qué le hablaría en esa lengua extraña y, supuestamente, desaparecida? ¿Quién era Marcelo, el Coquito, en realidad?

Miré mi sombra, la que el sol naciente dibujaba sobre un rincón de la pared, y dudé de ella también. Sir Charles le pasó una copia de los símbolos a “Carmela”, y se apretaron cuerpo a cuerpo contra el espejo del entrepiso. La ropa interior de la lady también combinaba con su atuendo. Nos estaban cachando seriamente.

Subí, subí, y subí los veintiocho escalones que me separaban del bulín del Coqui, desperté a los pibes, tapándoles la boca, y los miré fijamente.

Sir Charles es uno de ellos… –reconocí al mínimo de volumen–, tenemos que irnos ¡ya!

Observé los cuatro puntos cardinales, y solo una ventana que daba a la calle San Juan, me parecía viable. Desde ahí, dos pisos nos separaban del suelo. A la izquierda, la rama de un carolino casi tocaba el edificio. Sin titubeos previos que invitaran al debate, me deslicé indiferente al crujido otoñal del árbol.

– ¿¡El libro con las inscripciones!? –reaccioné sobre la vereda. El Tarta, ya en tierra firme, me mostraba las llaves de la Renoleta, la libretita amarilla de Charles con sus apuntes y el libro “Introducción a la anatomía”. El alma me volvía al cuerpo.

Estábamos solos, como al comienzo, pero sin destino.  Miraba por el espejo al Hugo, que buscaba respuestas en la gente que pasábamos. A mi lado el Tarta refregaba sus ojos, desconsolado. El amarillo del semáforo, me pedía desacelerar.

Apoyé mi cabeza sobre el volante tres segundos, buscando conectarme al oxígeno que me refrescara, cuando un estruendo sobre el auto nos colgó del techo. Un hombre canoso nos apuntaba con la  miraba pálida, desde el frente. Luego, caía desplomado sobre el capot.

Bajamos sin pensar mucho, salvo el Huguito, y lo sentamos sobre los adoquines. Él, que lo miraba al Tarta, le señaló un sobre en el bolsillo de su chaleco y suplicó: “Ayuda, Jóvenes Ávidos.” Asentimos, y lo subimos al asiento trasero del auto.

–¡Huyamos de acá! –imploró el Hugo.

– ¿Qué es eso– pregunté poniendo primera?

–Una dirección al parecer… Salta 148, Godoy Cruz –decía mientras daba vuelta el sobre, y caía una llave.

No estábamos muy lejos, y además no teníamos mayores alternativas, así que enfilamos sin más. Un par de minutos y estábamos en la puerta de la antigua casona. Abrí el portón, y guardamos el auto en la cochera a mil por hora. El viejo ya estaba reaccionando.

Prendimos algunas luces, y entre dos lo portamos hasta el interior, donde lo sentamos sobre una silla hamaca. Respiró vida con los ojos en blanco y hacia atrás, al tiempo que el Tarta, le pasaba un vaso de agua. Sacó del bolsillo del pantalón de vestir, una especie de carterita de cuero marrón, esas que usan los hombres para llevar papeles importantes, y extrajo una libreta de enrolamiento. La suya.

“Charles Pason”, describía la primera de las hojas. En un acento gringo, se presentó.

–Sepan disculparme, Jóvenes… –empinando un sorbo–, yo debí haberlos recibido, pero fui secuestrado. Un hombre y una mujer se presentaron en mi oficina, invocando al padre Vicente, y pensé que eran ustedes. Luego me llevaron al subsuelo, donde quedé, hasta que el conserje me descubrió.

No lo podíamos asimilar. Saber que el Coqui era un impostor, nos comía el espíritu como hambrientas pirañas. “Traiciones que matan…”, pensaba, como si el Geroncio nos quisiese alertar de algo con su muerte. 

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