/La viuda negra de Lavalle

La viuda negra de Lavalle

Como cada martes, 11 p.m., nos juntábamos bajo el puente de hierro de Villa Nueva, los Jóvenes Ávidos de Rodeo. Desde ahí cargados de ansiedad, nos dirigíamos al lugar destinado de ese día. Algunos, los que podían, los que lograban escaparse de las casas y regalarse a esa noche distinta, que traía con seguridad al suspenso mismo en un tren de aprendizaje.

Las aventuras de los Cuentistas de Historia de Rodeo del Medio, eran vox populi en el pueblo. Aunque un puñado podían acceder a ellas, los que eran invitados por uno de los integrantes, quien juzgaba el interés y la causa por la que estaría uno dispuesto a enfrentarlos.

Los lugares para reunirse rotaban y entre ellos manejaban un lenguaje propio, que les permitían interactuar y reconocerse, quizás porque detrás de esas fábulas se escondían los secretos reveladores de la verdad existencial, quizás solo para molestar a quienes pretendíamos saber todo. Lo dudábamos seriamente.

En los encuentros no siempre estaban todos los Cuentistas presentes. A veces llegaban tarde, incluso algunos no llegaban nunca, cuando los giros de las uvas en grapa habían sido numerosos.

En cambio nosotros, aparecíamos religiosamente de la mano del Filipo, quien nos había presentado muy gentilmente en épocas cercanas. Esa noche nos recibió como siempre y les ofreció a los muchachos, en una botella marrón, un trago de su autoría, burbujeante y espeso, era el veneno para matar al “Cuco”. La cabeza de cada uno meneando ágilmente de un lado al otro, con los ojos saltones, fue la respuesta automática.

Filipo se acomodó bajo un sauce, en contra luz a la luna llena de aquel martes trece. Presentó a los “compadres” que lo acompañarían en la velada y estiró hacia abajo con su mano izquierda, la extensa barba que tenía como impulsando su inspiración. Previo escupir para un costado, arrancó con el relato.

Condescendientemente, nos advirtió que sus palabras podían contener lenguaje adulto, así que si alguien quisiese evitar el momento podía retirarse antes. Una vez comenzado el mismo, nadie se movería del lugar, ya que una maldición caería sobre todos los presentes. Textuales palabras.

No me la creí un pomo, pero el Gringo me apretó el brazo con las uñas de chiquito que tenía y, sin que me soltara, lo miré y le di a entender que era muy tarde para volver solo a Rodeo Del Medio.

“¿Han oído hablar de La Viuda Negra de Lavalle?” Se mandó el golfante sin vaselina. Ya por el nombre, daba gracias a Dios no haber escuchado jamás de “eso”.

Durante dos horas nos heló la sangre por los laberintos del relato y cuando estaba por terminar la historia, se desplomó dando en seco con la frente sobre la tierra. Ocho tipos que lo rodeábamos nos señalamos con el asombro de la mirada y se la devolvimos al mendigo.

Mientras los Cuentistas intentaban reanimarlo, echándole el vino venenoso en la cara, pensamos que lo mejor era volver a las casas. Impresionados por la manera en que se cayó el Filipo y por la tenebrosa historia de esta despampanante mujer, retornamos contándonos cada percepción, como queriendo retratar todos los detalles para no olvidarlos, para pensar que podríamos haber estado enfrente de ese metro ochenta y curvas cerradas, que era La Viuda Negra.

A mitad de camino, sin aliento de tanto hablar, el Huguito bramó las palabras malditas que siempre tiene a flor de piel. “¿Y por qué no vamos ahora? ¿Quién nos lo impide, o acaso tenemos miedo?” No dimos un paso más. Cada vez que decía eso sabía a donde terminábamos, el miedo era un impedimento que no nos permitíamos. Lo primero que atiné a decir fue “no”, sin fundamentos, sin análisis previo, y totalmente en contra de lo que la razón de mi pelvis me obligaba a punta de arma blanca.

Sin hacer mucho barullo, estábamos pegando la vuelta. “Es hoy u hoy”, agregó el Tarta dando su apoyo a la moción del Huguito, por más que ya estaba echada la suerte de la noche.

“En los alrededores de Lavalle, como el alma femenina de Belcebú, espera en su nido tejido, la mujer más mala que puedan imaginarse Jóvenes Ávidos…” Recordábamos las palabras del Filipo.

“Tuve oportunidad de conocerla en una peregrinación que partió desde Dorrego, hace tres años, y por más que quise al tiempo regresar, el coraje para hacerlo me fue escaso. Nos habían dibujado en un papel el camino a seguir para dar con ella. Claramente habían tres consignas necesarias para dar con el tesoro de los pechos mas turgentes, del espacio conocido.”

Ahora nosotros teníamos que recorrerlas, al igual que el barbudo amigo.

“En primer lugar deben llegar a la casa del Rengo Martínez, un gallito bravío del lugar, al que se le paga el peaje correspondiente para dar vista a la reina de las hembras. El decía que esos centavos, eran para cuidar el espíritu de la misma, lo que le daría la vida eterna. Por supuesto era intención de todos, la inmortalidad de la bicha maldita, así que dimos cabida sin chistar.

Con un trato displicente, entre ceja y ceja, nos entregó un bastón que debíamos llevar al siguiente lugar, confirmando nuestra contribución a la causa.” Culminaba alentando el suspenso el Filipo. El crujido del cielo iluminado por los rayos le daba el terrorismo inesperado a nuestra travesía. Nadie esbozó sonido alguno, apretamos los dientes y continuamos.

El segundo paso lo recordaba clarito el Cebolla. “Cuando llegamos a las afueras de la estancia, donde supuestamente se encontraba La Viuda Negra, nos abrió un enano sin dientes, nos revisó de pies a cabeza. Recibió el bastón que portábamos, invitándonos a esperar en un salón interno de la casona y antes de retirarse, dejó picando la incógnita.”

­­­­­-Imagino que ya saben, solo uno va a poder ver a la Margaret… Cuando regrese, el afortunado me acompañará en el viaje hacia el néctar de la vida. “Dijo en un tono afeminado, y se perdió entre una cortina pesada color verde cata”.

Con los Jóvenes Ávidos llegamos al caserón con la duda si el enano aun estaría, y corroboramos que sí. Solo que ahora eran cientos de enanos que custodiaban la posada, algunos trabajando, otros dándole placer a indefensas gitanitas entre los árboles, y un pequeño maldito conduciéndonos hasta la sala espejada. Nos sentamos en el sillón, y esperamos su regreso.

Hasta ese instante no habíamos discutido el tercer paso. ¿Quién sería el privilegiado, o no, que enfrentaría a sus temores y observaría de cerca “La Garganta del Diablo”?, como llamaba al trasero de la bicha el Filipo, una cuantas horas atrás.

Jamás habíamos visto una mujer desnuda. Decían que cuando uno veía a la Viuda Negra, podía perder la vista. Otros, que habían apretado sus pechos, perjuraban haber sentido un golpe de corriente desvaneciendo sus piernas; hasta los más incrédulos se entregaban al mito, de que al estar frente al deshabillé rojizo  y transparente de la irreal fémina, se podía perder el aliento y el olfato.

El enano se pronunció nuevamente, corrió la cortina hacia el costado derecho, y nos dijo: “Les llegó la hora muchachos, síganme…” El tonito maricón me ponía de los pelos.

Inmutamos al saber que todos estaríamos ante ella, nos levantamos de sobre pique, y caminamos por el extenso pasillo tras la transpiración del enano. Una docena de habitaciones de cada lado, que traían roncos aullidos mujeriles, nos atemorizaban bastante. Aunque por algún motivo nos resultaban seductores, atractivos. Llegamos al final y nos apostamos en unos sillones blancos, junto a otros hombres de aspecto reacio, que también esperaban a la Diosa Romana de Lavalle.

Cuando el sol comenzaba a salir, y en sincronía, nació de una puerta ventana que daba al patio de la casa, una morocha ojos verdes de tres metros -sin precisión del dato-, metida en un saquito caoba, zapatos altos negros, y sin más nada que el cuero de una yegua de exportación por debajo.

Sentí que la sangre del cuerpo se concentraba en un solo sitio, que iba a explotar, que el latir del corazón necesitaba ayuda para irrigar a mis extremidades. Al mismo tiempo, frente a mí, el Pincho con sus dos manos en la cara, espiaba a la muerte en persona por entre medio de ambas.

Al instante, el sonido del cantar de unas sirenas tan generosas como carentes de atuendos, acompañaron el caudal de movimientos coordinados, que ofrecían los muslos tallados de Margaret. Meneando ciento cincuenta centímetros de cadera, de un costado hacia el otro, descolocaba las mandíbulas de los presentes… entre otras cosas.

Luego giró sobre su eje y de espalda a las víctimas, dejó caer el manto que la envolvía; extrayéndonos, con su brazo en jarra sobre la cintura de un reloj de arena, su pierna contraria entre abierta y la columna en curva como una rotonda, nuestro último aliento antes de morir. Tal cual lo habían expresado los Cuentistas de Historias.

Pobre del Gringo, no sabía de donde agarrarse del precipicio que se sentía caer y ponía a salvo el lugar donde más debilidad sentía. El Cachito fuera de sí, intentando suicidarse contra esas patas de toro y bajo los efectos del zangoloteo de la Viuda, era reducido por el enano que lo sacaba del recinto a los sopapos. Lejos de importarnos, seguimos alimentando las pupilas hasta caer en la gula. Nunca más se repetiría este momento.

La hembra nos recorrió uno a uno, diciendo al oído frases malévolas exclusivas y acariciando lugares insensibilizados por entonces, hasta que por fin eligió a su presa. Tomó del cuello al Tarta que estaba mudo en coma, y sumergido en sus inconmensurables pechos, lo alejó de nuestro alcance. El Tarta babeaba.

Lo vimos entrar a la cueva de la Viuda Negra de Lavalle hipnotizado, a su mismita muerte, aunque hubiéramos deseado ser nosotros los que muriéramos esa madrugada. Pasaron quince minutos de mil segundos cada uno, y apareció del cuarto lo que quedaba del Tarta. Pálido y ojeroso, con la camisa mal prendida y saliendo una parte por la bragueta abierta de su pantalón. Lo cargamos de los brazos con el Cebolla de ambos lados, y salimos de la guarida.

Regresamos a Rodeo del Medio sin preguntarle nada, estaba absorto. Nosotros, aun temblábamos de dolor. Al llega a su casa, nos miró como nunca antes, con la sinceridad que un nene abraza a su padre.

“Hoy empezó una nueva vida para mi, he descubierto al demonio entrando en mis entrañas… gracias muchachos, los quiero.”

Dió media vuelta como un ciego y entró cojeando por la puerta de entrada. Estábamos orgullosos del Tarta. Nuestras vidas también habían cambiado.

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