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Las fronteras y sus hojas secas

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La semana pasada tuve el privilegio de ver una interesantísima obra de teatro: Mary y Myra, por Catherin Filloux. La autora nos lleva a la década del 1870 y nos presenta un manicomio donde Mary Lincoln, la viuda del difunto presidente de los Estados Unidos, se encuentra encerrada por mandato de su hijo. Myra Bradwell, su abogada y periodista, hace lo imposible por sacarla de ahí. Esta historia se pasea por un gran y enrevesado laberinto que intenta poner fronteras entre la cordura y la locura. Pues Myra, que observa algunas prácticas extrañas de la viuda, llega a dudar de la cordura de su cliente. Mary, ante tal duda, declara:

La cordura no es fácil de definir, Myra. Es un vasto territorio con las montañas más altas y las cuevas más profundas.

Tras tal declaración me pregunto muchas cosas. ¿Hasta qué punto debe el hombre poner fronteras? Dejad que me explique:

Durante mi vida he llegado a conocer en gran profundidad a una gran variedad de personas; personas con una amplia diversidad de comportamientos. A algunos de estos comportamientos, la ley les ha atañido un grado de locura, y consecuentemente se les impone una privación de la custodia de sus hijos y de ciertos puestos de trabajo. A estas personas las he visto llorar, las he visto discriminadas y apartadas de la sociedad cuerda. Sin embargo, yo no concuerdo; bajo esa insólita capa de extrañas conductas no he visto personas más cuerdas y lúcidas. Me da pena; es triste ver que lo extravagante se considere perjudicial.

Me imagino andando por las cárceles, por los manicomios, por las calles más obscuras y bohémicas de las ciudades; me imagino a un montón de locos tirados en el suelo de orín, revolcándose en el fango de su excepcional realidad, ¡muriendo es su chifle! ¡Son hojas secas! Hojas desgajadas de su árbol. Son como las hojas secas de Bécquer que una vez fueron frondosas y veían con estremecimiento a una doncella muriendo que lloraba en los brazos de su amante; y al tiempo, ya secas y descoloridas, tiradas en el suelo, decían: “¡Ay! Ella duerme y reposa al fin; pero nosotras, ¿Cuándo acabaremos este largo viaje?” Me imagino a esos locos encerrados en su rareza, volviéndose dementes de verdad, preguntándose, como las hojas, cuándo acabará el largo y amargo viaje de la vida y cuándo darán su espíritu a la muerte más loca.

No negaré que a veces la locura es evidente. Pero, ¿quién pone el límite entre lo que es cordura y lo que no? ¿Quién pone el límite entre lo que es bueno y malo? ¿Quién pone el límite entre lo que es moral e inmoral? Si hay quien lo haga, ¿cómo sabemos que es una limitación correcta? Como el judío y el homosexual que eran encerrados en los campos de concentración y hoy se pasean por las calles de Berlín dados de la mano. Y me parece bien. Pero hoy se les discrimina a otros, a otras razas o culturas y otras sexualidades. ¿Debemos despojarnos de los prejuicios? Pues claro, ¿cómo no? Ay, pero el campo de la sexualidad es amplio, ¿hemos de alargar el límite de la moralidad e incluir la zoofilia, necrofilia y pedofilia? ¿Dónde ponemos el límite? Y el psicópata, del que dicen que no puede cambiar, que en cuanto sale libre de la cárcel y vuelve a la sociedad vuelve a matar. ¿Qué hacemos con él? ¿Lo encerramos de por vida? ¿Decimos que puede cambiar? ¡Dios me libre de tomar una decisión tan importante! Yo mento el problema, pero que nadie me ponga a darle solución.

Pero ahí están todos ellos, los que están fuera de los límites del bien y la aceptación. Andan arrastrados por el viento como las hojas secas. Vagan arrugados, sin color y casi sin vida, hollados bajo los pies de los cuerdos de la normalidad. ¡Ahí va una pareja de mujeres! Dicen como Piazzola:
“¡Viva! ¡Viva los locos que inventaron el amor!”

Y ahí están los locos, abandonados en la calle, ¡esos grandes inventores!, que dicen:

¡Yo fui! Yo lo inventé, y aquí me habéis dejado sin él, sin el amor”.

En fin. ¿Puede el hombre definir los límites? Está comprobado que no. Pues por fronteras se han levantado guerras y por fronteras han muerto millones. Por fronteras se discrimina, por fronteras se odia, por fronteras se separan los amores, por fronteras nos matamos, ¡por fronteras se cometen las injusticias! Por fronteras se acabará el mundo. ¡No hay solución!

Opino que quien fuera que nos creara, ya fuera Dios u otra Inteligencia, nos creó con un defecto de fábrica: un defecto que nos impide poner límites justos y el propio defecto que nos insta a poner fronteras en las definiciones. ¿Por qué quiso el destino engendrarnos con este maléfico defecto? No hay otra explicación: un eterno recordatorio que nos salve del orgullo y nos lleve a la humilde humillación. ¡Sí, un recordatorio de nuestra inherente imperfección!

Yo tengo una respuesta, una solución a todo este embrollo, pero mejor me despido hoy, sí, mejor será que cierre con las mismas palabras que Bécquer escribió un día, no me vayan a tomar por loco y me encierren en injusticia de por vida con Mary Lincoln:

Y yo pensé entonces algo que no puedo recordar, y que, aunque lo recordase, no encontraría palabras para decirlo”

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