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Lecturas para el colectivo: Charlas de cordón de vereda

Recordar esos tiempos donde las emociones nos llevaban de un sitio a otro en segundos nos trae aparejado lo maravilloso y lo fructífero que podían ser esas charlas al cordón de la vereda. La adolescencia, ¡qué época! La etapa en que todo nos resulta nuevo. Nuestras primeras veces de cada situación terminan por cambiar opiniones que a priori suponemos serán eternas, y el fin de la era del rascado intensivo de genitales  son un encanto nostálgico imposible de evadir de tanto en tanto.

Mis “charlas al cordón de la vereda” fueron las que para otros se daban en ese banco de la plaza del barrio (mi barrio no tenia plaza, sino un campito),  para otros en la Avenida de Acceso, los del centro imagino habrán utilizado como bunker de encuentros al parque, y tantos otros sitios que sin importar cuán ambientados estuvieran servían de base para el comienzo de historias y “Filosofadas Mendolotudas” por entonces tan corrientes.

Hoy los tiempos cambiaron. Por nombrar algo, internet revolucionó muchas situaciones, en las que la comunicación no era vía chat, facebook, ni red social alguna. El cara a cara hacía que internalizáramos gestos a la par de palabras, que nos viéramos las sonrisas, lágrimas y sudores tan a flor de piel como un decorado necesario para la época. Juntarnos con esos amigos/as en ese lugar, venía aparejado de la ceremonia del encuentro que hoy a la distancia, y por los apuros rutinarios, tanto cuestan encontrar. Como si nos hubiésemos olvidado la dirección de esa placita,  como si el árbol en el que nos cagábamos de la risa por horas ya no existiera, como si el mapa que teníamos se hubiera mezclado de tal forma para darnos una gran excusa de lo complicado que hoy, con la madurez supuesta, puede ser juntarnos simplemente a charlar, a vivir.

El conjuro de nuestras ideas, las que discutimos, las que planteamos, las que mendolotudeamos por qué no, son el fruto de esas “charlas de cordón de vereda”. Son la germinación filosófica de replanteos, que nos dábamos entre el soltarle la mano a los juguetes y destapar el primer porrón de un peso.

Hoy es cierto que los escenarios son distintos. Es natural, lógico e importante que nos suceda. Los cordones reemplazados por cafés, los bancos placeros por drugstores, y ni que hablar de los tiempos. El despertar de la familia y los hijos, en algunos casos, hicieron más escuetos los encuentros; pero sin duda que luchar por ellos implica también defender el tiempo, nuestro tiempo, dedicado a lo próximo que supimos ser, dedicado a honrar esas horas de tertulias donde los comentarios eran únicos y nuevos uno tras otro. El pasar del chismerío a revelar algo que sin dudas esa noche salvaría al mundo, era un placer propio de esos cordones, de esos bancos, de ese arbolito, que tenían el mágico poder de sacar todo esto y más de nosotros.

Los amigos del barrio también son un fruto de los mismos. Los que se iban sumando a juntadas clandestinas y terminaban jugándose el pescuezo en alguna travesura. Estos mismos amigos, que con el paso del tiempo hicieron otros, al igual que nosotros, pero que solo cruzarnos en un recuerdo, en la calle o donde sea nos lleva de viaje a tan entrañable época. Considero que los amigos, los buenos amigos, son el termómetro que nos indica si somos buena gente o no.

Si esta LPC te hizo recordarlos, si tuviste tus “charlas al cordon de la vereda”, hacé un esfuerzo por mantenerlas, donde sea. Cortar la rutina con encuentros piel a piel, sin redes sociales de por medio, para profundizar en labias que huyan de lo mundano o simplemente hablar… son un placer, que si queremos, tenemos en la mano.

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