/Lecturas para el colectivo: “El vuelo de los ideales” – Capítulo 3

Lecturas para el colectivo: “El vuelo de los ideales” – Capítulo 3

Sin consuelo llegué a casa. Sacudí la puerta desesperada contra el recibidor de la entrada abatida, desecha toda. Empujé una silla hamaca hacia un costado con las fuerzas que tuve mientras cruzaba la cocina, ví luz por un ventanal que traía la claridad de una galería colonial abrazando la casa y lo enfrenté. Aceleré el paso por ella, salteando de a una las habitaciones que daban a la misma, hasta que al final topé con la mía y entré.

–¡Hasta el sábado no asomes el pescuezo por acá, porque te lo corto! ¡¿Me oíste?! –bramó en un grito mi padre, que retumbó los vidrios de todo el caserón.

Me desplomé en la cama como el desprendimiento de un glaciar milenario. Respiré frazadas diez minutos, cuando noté que mis ojos no derramaban lágrima alguna y me sorprendí. De momento, mis palmas desahogaban el ahorque al que habían sometido a la almohada. Contrariamente a lo que imaginaría si me contaran la película, no había sensación de angustia en mí, si mucha bronca acumulada; pero certeza y confianza al mismo tiempo, que desde Juan se agigantaban.

Desde aquel suceso, como un laberinto sin salidas aparentes, empezaron a divagar soluciones, estrategias y artimañas para el caso. “Viernes a la media noche.” Me habían grabado a fuego las notas de su voz. Doce horas antes de la boda, terminaría la agonía. ¿Terminaría?

Baje mis pies de la cama, me senté en ella y miré por la puerta ventana que tenia de frente, mientras llenaba de aire mis pulmones para darle respiro al consuelo que estaba por encontrar. Un colibrí, que saciaba su gula con el néctar de las flores apostadas en el patio, me observaba. Incorporada di cuatro pasos y salí por la ventana al mundo otra vez.

Al pisar la galería sentí algo rugoso en el bolsillo y mi mano izquierda, mientras sospechaba de qué se trataba, tomó la carta que me había entregado Laura antes de partir. La arenga que momentos previos al último round en el box, le da el entrenador al púgil exhausto, serían sus letras para mí:

“Adorada Cecilia. Cuando estés leyendo estas líneas, tu vida ha de ser distinta. Quizás te encuentres acompañada en paisajes lejanos. Bs. As., Corrientes, Santa Cruz, o Mendoza, por qué no. Quizás sola y entre las cuatro paredes de tu alcoba, no lo sé. Pero con certeza, no serás la misma. La decisión que desde las entrañas de tus convicciones has determinado, te hará sentir la diosa romana Aurora, representando el amanecer de muchas otras mujeres que seguirán tus pasos, mientras les anuncies con tu brillo la llegada de sus soles. Serás otra…

Con el rigor de lo que es el orgullo por alguien te digo: te amo, te admiro. Laura.”

Tres golpes casi mudos llevaron mi vista a la entrada. –María –susurro la puerta–. Soy yo, mamá. Abrime…

Sin titubeo alguno estaba colgada de sus brazos, dejando ahora si, el roció de mis ojos en su espalda. Como cuando era una nena y encontraba en sus amarras el nido protector de mis temores. No quería ser superada por la situación y en la confidencia de sus oídos tantas otras veces había descansado, que fue un regalo tenerla conmigo justo ahí. Cerró la puerta, y me arropó con el calor de su pecho. Dialogamos lo justo y necesario, no podíamos arriesgarnos a que nos oyera y menos ella, que por años había padecido repetidas escenas como la que me tocaban hoy a mí.

–Tu padre es un buen hombre, pero vos no mereces esto hija mía –cuchicheaba en mi oído casi sin separar sus dientes–, en lo que decida la razón de tu corazón estará mi apoyo incondicional. Tu hora ha llegado como nos ha sucedido a muchas, que fuimos incapaces de seguir lo que nuestra voluntad nos indicaba.

Tomó postura recia y distante otra vez, justo ahora que comenzaba a disfrutar de su presencia; abrió nuevamente la puerta y dejó pasar a Doña Rosa, que traía en sus manos una bandeja con comida y agua. La miró con gesto autoritario, idéntico al de mi padrastro, indicándole la salida a la señora. Me devolvió algo de lo que le quedaba en su aspecto intimidante y culminándola con un guiño cómplice, se esfumó entre las bisagras de la puerta al cerrarse.

Otra vez estaba sola.

¡Anda a lavar los platos, conchuda! –Exclamó un vozarrón machista a una repentina maniobra de mi parte, y me ahuyentó el relato de un plumazo. La miré con sonrojo a María Cecilia por el espejo de arriba, nos miramos, y saltamos de la risa durante un minuto por reloj.

Tengo un lio en casa –agregó Doña María–, platos sucios, ropa para planchar… ¡no te das una idea! Mientras su cuerpo se movía al son de la risa contagiosa que tenía.

Yo también debería llegar a planchar camisas, o mi marido optará por colgarme –puntualizó a su lado una joven dama que intervino en la charla, con un coloradito en brazos precioso.

El mocoso, que era de esos que te obligan a mano armada, a que le apretujes los cachetes fuertemente, no dejaba de estirarle los brazos a los verde ojos de María Cecilia.

¿Cuánto tiempo tiene? –preguntó la señora, poniendo su cara en paralelo.

Un año y medio –contestó la bella mujer–, ¿le gusta? ¡Se lo regalo con moño y todo!

Finalizando con una cuasi carcajada, que me transportó de inmediato a mi marido cuando tantas veces me dice: “Hay minas que no deberían reírse jamás. Una mueca tibia cuanto mucho, pero no hay nada que arruine más la belleza de una hembra, que esa risa indigerible, sacadas desde el fondo del estomago…” Tal cual che, no dice tantas boludeces mi marido al parecer.

Cuando volví a Doña María su rostro estaba desencajado, el color de sus pómulos eran los pétalos de una margarita y sus ojos pasaban de verde a verde agua en un solo pestañeo. Le entregó nuevamente el cachorrito a su mamá, dibujando casi sin pulso una sonrisa ajena, y suicidó su vista por la ventana del colectivo. Cuando cerré la puerta del micro, el luto ya había entrado en cuerpo y alma, ciñéndonos por completo.

La tonta linda se sentó al final, mientras María Cecilia secaba la una única gota que exprimió su lagrimal.

¿Tiene ud. hijos? –me indagó suavemente, sin quitar la mirada del reflejo que devolvía la ventanilla.

Sí, dos varones. –Dudé si quedarme en silencio, si cambiar de tema, si subir la música, o meter el dedo en la llaga que parecía necesitar contar algo–. ¿Usted tiene hijos Doña María? –Chau, como cuando metes la pata intencionalmente, no había marcha atrás.

Si… –respondió segura, dándome paz–, el día que me preguntó el porqué de mi pesar, antes de ayer si mal no recuerdo, pensaba en mi hijo. Tuve un niño hermoso que me regaló Dios sin más fundamento que el fruto del amor de dos personas, y que al poco tiempo me sacó con menos explicaciones aun. Juan. Su nombre también era Juan.

Ahora me miraba, pero con la vista perdida por el espejo y declaraba. –A veces no tomamos conciencia de lo que tenemos hasta que lo perdemos. Creemos en los días de la madre, del padre, del niño, hasta el día de los abuelos han sabido inventar, como un tipo de burla a la falta de presencia hacia nuestros semejantes, como si un día alcanzase para expresar el sentimiento que envuelve a la familia…

La tierra se negaba a comerme. María era una mujer que no había tenido una vida sencilla y lo más curioso de todo, es que por sus manos había corrido su suerte; por lo que lejos estaba de renegar en cada uno de sus comentarios.

¿Sabe qué Daisy?, ¡también tengo otro varón y una hermosa mujer!, –exclamó notando el pesar de mi cabeza–, y cinco nietos alucinantes que hacen explotar los pulmones de mi corazón con cada latido de sus presencias. Tengo una familia maravillosa gracias a Dios…

Confieso que por un lapso, mínimo pero eterno, pensé en estrellarnos contra un carolino de la Bandera de los Andes, aunque desistí afortunadamente. Saqué las ganas de reír que me desbordaban, con la emoción del final de una comedia romántica y me regalé a sus sensaciones.

–Tranquila Daisy –matizó con pausa mientras descansaba su mano en mi hombro derecho–, el vuelo de los idealesque tengamos hacen que la vida sea plena, sea un todo ideal que nos convida cada tanto una tristeza, para hacernos valer el sabor del plato principal, que es la felicidad de abrir los ojos al pasar la noche.

La mixtura con la que había preparado su compuesto de sabiduría, mezclando inteligencia en la experiencia la hacían ser plena, la instalaban en el marco del cuadro que seguramente había añorado en su habitación aquel mediodía, luego del incidente con Juan, entre las letras de Laura, y al abrazar las palabras de su madre.

Su dimensión se había hecho apenas divisible para mí. Esta mujer, era cada una de las cinco letras que distinguían su género.

¿Cómo había llegado hasta acá? ¿Qué caminos habría de transitar? ¿Qué había sido de Juan? ¿Habría alcanzado en el horizonte la luz de sus ideales?

La página se daba vuelta, otra vez, y un nuevo capítulo empezaba…

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Conchidísima Satelital