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Los angelitos de Alem y Montecaseros

  “Dos días y dos noches más que nosotros cuentan los ángeles

Jorge L. Borges – Fragmento de “Historias de los ángeles”

El pasillo eterno del primer piso de Alem y Montecaseros, repetido en un loop de gente que atiborraba el lugar; cada uno con su desesperación a cuestas, como una estrella de mal agüero. Personas buscando la solución al dolor. Cada tres o cuatro metros, una puerta infranqueable con el invariable cartelito escrito a mano “Golpée y espere”. Espera eterna. Tubos fluorescentes parpadeando, cruelmente subliminales. Cada tanto, una camilla se abre paso entre el bullicio llevando una botella de suero, sábanas manchadas con Pervinox y a un ser humano aterrorizado en su propia cicatriz.

Y yo con los auriculares puestos, el volumen fuerte, para paliar la orden del cartelito de la puerta que me correspondía (Golpée y espere). Confortably numb llenaba mi ser, con Roger Waters cantándome a mí, solo a mí.

Hello, 
Is there anybody in there 
Just nod if you can hear me 
Is there anyone at home 
come on now, 

En sincronía con esa estrofa una señora muy viejita llamó mi atención; a duras penas podía con su chal, su bastón y sus años. Estaba parada en el medio de la marea de gente, la pleamar de idas y venidas por el atestado pasillo del primer piso. Miraba un papelito casi ilegible con letra de doctor apurado. Cada vez se sentía más perdida, absorbida por el maremagnun. Entonces se puso los lentes e intentó decodificar los símbolos crípticos de las puertas. Nada ayudaba. Estaba a punto de implosionar en un grito de auxilio con la boca cerrada, en un silencio mentiroso. Pero no consiguió hacerlo.

…Hola, ¿Hay alguien ahí? Asentí solo si podés oírme ¿Hay alguien en casa?…

Sus manos y su cara ajadas por las inclemencias del clima, su ropa humildemente digna, su continua perplejidad ante las cosas denotaban que era de un lugar remoto. Un colectivo la había recogido en una calle rural mucho antes de que al día se le ocurriera aparecer, había viajado por horas y la habían depositado en ese Laberinto. Una señora Minotauro, una Señotauro a punto de llorar, lejos de Creta, esperando el acero de la espada de Teseo. Con banda de sonido de Pink Floyd.

Fue allí, que en una explosión enceguecedora apareció el angelito de guardapolvo blanco. Maquillado con rubor, rimel y los labios bien rojos. Un peinado que de rubio solo tenía la tintura. No pisaba el suelo, lo acariciaba mientras levitaba aunque no tenía alas visibles. Sin que la Señotauro dijera nada el angelito la tomó de los hombros y cruzaron unas palabras, mientras el solo de la Stratocaster de Gilmour le daba a la escena un toque mágico.

El angelito leyó la receta con la letra ininteligible del médico y, sin dejar de sonreír, la llevó hasta la puerta correspondiente, unas decenas de metros más allá, y la dejó luego de saludarla efusivamente como a una vieja conocida de hace cinco minutos. La Señotauro ya aliviada y tranquila se quedó a esperar su turno en la puerta de Otorrinolaringología. El angelito siguió volando sin alas por el pasillo eterno.

Mi espera era interminable en la puerta que me correspondía así que me dispuse a observar al angelito salvador durante las tres horas siguientes. Su accionar era siempre el mismo. Un náufrago a punto de ser succionado por el remolino de gente, un olvidado por la vorágine del sistema, era rescatado invariablemente por este angelito que salía de la nada, se acercaba y, con su sonrisa de labial bien rojo, lo rescataba y lo depositaba en su destino.

El angelito era una enfermera de casi unos sesenta años, chiquita, muy chiquita; con lentes de marco grueso, el consabido maquillaje y su pelo coqueto. Con una bendita costumbre de socorrer a los perdidos. Se pasó repitiendo esa acción no sé cuántas veces sin que nadie lo notase, por el solo gusto de ayudar. (Y lo sigue haciendo, en el anonimato, sin obligación ni recompensa.)

En mis continuas y recurrentes visitas al primer piso de Alem y Montecaseros fui descubriendo más y más angelitos con diferentes misiones. Estaba el angelito gordo que ofrecía vacunas antitetánicas a diestra y siniestra, y que con paciencia explicaba los beneficios de tal inyección aunque no lo hacía de forma mecánica sino que lo recitaba como a una poesía, con palabras seductoras y al alcance de todos, con paciencia y con una sonrisa agradable en su basto rostro. Vaya a saber cuántas vidas salvó con su oratoria. O aquel otro angelito, el del otro lado del cristal bajo el cartelito que decía “Información”, que se tomaba cada consulta muy a pecho y hasta que el consultante no fuese debidamente instruido no se sentía satisfecho; y así con los centenares que pasaban frente a él cada mañana. También ése al que vi consolando con un abrazo blanco a un señor mayor que lloraba en las escaleras. O incluso ese otro, que aleccionaba con dulzura a los que estaban sentados en el suelo, que el piso es el peor lugar de los hospitales porque ahí se encuentra la mayor cantidad de gérmenes, por más inmaculado que se vea.

Yo también tuve mi propio angelito. Una vez, cuando me estaban preparando para una operación, un angelito de esos que se llaman enfermeras adivinó mi miedo. Se sentó a mi lado y, maternalmente, me tomó de la mano. Me empezó a hablar de cosas cotidianas, simples, pero con un tono en su voz que trasmitía tranquilidad, la contagiaba. Me fue llevando por el camino de la distracción hasta que el sopor me hundió en el negro de la anestesia. Lo último que escuché fue su voz suave diciendo que todo iba a estar bien, y me llevé su sonrisa al mundo de los sueños químicos.

Todo el Hospital Central de Mendoza está repleto de esos angelitos invisibles, iguales a todos que andan repartidos por los hospitales del mundo. Cada uno con su anonimato, con su humanidad tan humana, tan tibia, de agujeros en los bolsillos por el sueldo bajo, de ojeras pronunciadas por las horas sinfín luchando a favor de otros. Caras en apariencia gruñonas que esconden la belleza de la solidaridad sin precio. La ayuda solo por la ayuda, más allá de la responsabilidad del trabajo.

Estoy seguro de que cuando, en un hospital, alguien perdido entre la multitud cante, sin saberlo, esa canción

Hello, 
Is there anybody in there 
Just nod if you can hear me 
Is there anyone at home 
come on now, 

un angelito vestido de enfermera va a responder a su llamado.

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