Sentado en ese banco de plaza, aquel que hace tiempo se ha transformado en mí oficina. Ese, donde tarde tras tarde observo el día a día de las cosas para llenarme, y tratar de plasmarlo todo en lápiz y papel. Ahí estoy, en ese banco que tantas cosas me dio. Ese banco de plaza que me vio encender mi primer cigarrillo, y que al tiempo, me vio jurar que no volvería encender otro jamás. Parece un banco ordinario de alguna plaza ordinaria, pero para mí, es una ruta de escape, un compañero en los días cansancios, un refugio de anécdotas duras. El banco, el cuaderno y el lápiz. Un mágico trío de emociones cruzadas.
Esta es una historia de esas que escribo mirando por la ventana del alma, que el mismo banco de plaza me ofrece. Una de esas historias que se escriben en la mañana y que se dejan quemar por las noches en una hoguera, para que nadie pueda corromper jamás la calidez de lo que les cuento.
Alguna vez me dijeron que la sencillez del hombre es la riqueza más grande que cualquier humano puede ostentar. Pues entonces déjenme decirles que era un martes de invierno cuando pude conocer al hombre más rico del mundo. Disfrazado de Rey en harapos, tirado en el suelo de un palacio a cielo abierto, se encontraba un hombre de unos cincuenta años. Ajetreado por el pasar de los años que denotaban dificultades, lucía una cabellera blanca de sabiduría en canas, tez curtida por el frio y las manos anchas y gastadas. Manos de quien ha manejado la vida con dureza, pero con dificultad.
Tenía un brazo encogido sobre su nuca, una rodilla apuntando a las alturas, y en la boca un pedazo largo de chipica que jugueteaba entre sus dientes. Mirando al cielo, como hablando con los ángeles, pestañeaba lento y largo, como si quisiera dormir y despertar entre las nubes. Se mecía gentil de un lado a otro, bailando al ritmo de la paz. Un ritmo que yo no entendía del todo, hasta que levanté la vista y observé el paisaje que la plaza alrededor del banco me ofrecía. Hombres y mujeres de la misma edad que el Rey en harapos, caminando apurados, tropezándose entre sí, con caras tristes y de pánico. Siempre corriendo de un lugar a otro.
Me asusté y alegré al mismo tiempo. Me asusté por la mayoría y me alegré por esa pequeña luz que descansaba boca arriba en el medio de la plaza sin temor al qué dirán.
Cuando volví la vista al rey, me di cuenta que un súbdito leal y obediente venía a marcarle la hora de seguir adelante. Era un pequeño perro que jugueteaba entre sus manos y lo hacía volver a la realidad. Con una sonrisa enorme, el Rey en harapos se levantó de su trono, acarició repetidamente al animal y emprendió camino hacia ningún lugar. Cuando hubo pasado frente a mí, me sonrió con tal gentileza que pude leer en sus ojos el porqué: él tenía el secreto de la felicidad eterna.
Lo vi marcharse a paso lento y seguro, jugando con el aire y disfrutando de hasta las más efímeras cosas. Y sin darme cuenta, frené el lápiz, me puse de pie, y entre dientes dejé escapar una frase:
-“Larga vida al Rey en Harapos”-
Si de algo estoy seguro, es que no tengo la seguridad de nada en lo absoluto. Lo sé, tal vez éste pensamiento socrático no sea el más benévolo para la etapa de vida que estoy atravesando. Tal vez debería dejarme de tantas filosofías y volver al camino de andar para adelante sin mirar para los costados. Pero es que siento que me voy a traicionar a mi mismo… porque andar para adelante por el simple hecho de andar, resulta que es el trabajo del burro. Un animal de carga que no entiende por qué día tras día lo azotan para trabajar.
Hay veces que disfruto más perdiéndome en estas fábulas. Historias como las del Rey en Harapos; el hombre que tenía el secreto para ser feliz eternamente. El hombre que no escondía su secreto en absoluto, pero que jamás iba a ser entendido por una humanidad que avanza para adelante sin mirar al costado.
¡Hermoso como siempre, Diem! ¡Te felicito!