/Manteca: “A la mañana del tercer día”

Manteca: “A la mañana del tercer día”

Durante los dos días siguientes llovió intensamente. Ya el segundo día amaneció con una cortina de agua y charcos grandes. Las calles parecían cauces de agua, y el sonido de la lluvia se había vuelto tan monótono que las televisiones y las radios se fueron silenciando, las luces se apagaron, la tarde se sumió en una melancolía dramática, en una nostalgia desesperanzada y vacía, y la noche naufragó en el somnoliento rumor constante del agua cayendo sobre el agua. A la mañana del tercer día aún llovía, pero mucho menos. Era casi una garúa, y el cura, harto de estar atrapado en la parroquia, salió de botas de goma a la calle.

El pueblo parecía un pantano olvidado, los árboles mostraban el esfuerzo por mantener levantadas sus frondosas ramas de hojas llenas de agua, el viento las sacudía y una pequeña tormenta de un segundo caía bajo sus copas. La calle pavimentada era un espejo celeste de un cielo descolorido y sin sol, y donde comenzaba la calle de tierra canales de miniatura zigzagueaban calle arriba tajeando el camino de huellas intransitables. Las banquinas eran ríos mansos que acompañaban el sendero de barro hacia un horizonte gris y brumoso. Allá precisamente, donde el camino se hacía difícil de ver en detalle, algo se movía.

El cura tardó dos segundos larguísimos en advertirlo. Algo se movía allá lejos, al fondo del camino. En realidad no era tan lejos, sino que con la lluvia y el camino empantanado andar por ahí era casi una tarea más que complicada, absurda. Siguió mirando, estático bajo una garúa que enseguida se volvía agua y le empezaba a hacer pesada la campera. De todos modos no se movió. El frío le comenzó a hacer doler las manos y la humedad le hacía chorrear la naríz. No era extraño que hubiese alguien allí caminando. Cualquiera podía estar por ahí buscando a su perro, o rescatando algo que quedó sometido a la tormenta… No, no era eso lo raro, sino que pasaba algo allá donde la figura se movía. No podía advertirlo con seguridad pero algo cambiaba con respecto al paisaje.

Se apoyó sobre el alféizar de una ventana que por encima cubría su cabeza el asomo de un parapeto corto de un cursi balcón francés y no sacó la mirada del camino. Cada vez era más notable que sucedía algo donde la figura avanzaba. Y la figura claramente avanzaba. No demostraba tener el inconveniente de sus pies hundidos en el barro, ni de sus manos cerrándose el poncho, o alguna manta que parecía cubrirlo… ¿o era…? ¿o era una capa…?

Se levantó del antepecho de la ventana y volvió a exponerse bajo la garúa. No notó que su boca estaba entreabierta ni que caminaba a pasos muy lentos hacia la visión de aquella figura. Es que ahora estaba descubriendo qué era lo que veía de diferente en aquel lugar. El hombre (porque era un hombre) el hombre avanzaba caminando sereno, sus pies no se hundían en el barro, y… ¡y donde él estaba no garuaba! Ya lo podía ver bien, no garuaba. Caminaba sin tropiezos y tomaba un manto que cerraba con sus puños en el pecho. Tenía un sombrero extraño, algo ridículo tal vez, como bastante grande, o largo… Mientras miraba una brisa lo embolsó y lo empujó un paso hacia atrás, hacia la ventana donde estuvo sentado, y sintió el frío calarle los huesos de las manos, y la nariz abrirse en aguas, y volvió a avanzar el paso retrocedido, y soportó la brisa que continuaba pasando, pero no podía dejar de mirar cada vez con mayor asombro la figura del camino que ahora ya estaba bastante más cerca.

Galera 2De pronto la brisa se detuvo y la garúa dejó de decantar pesada sobre la ropa. La visibilidad se aclaró y el caminante se hizo más nítido y demostró estar bastante más cerca de lo que la lluvia dejaba ver. El hombre con botas negras impecables, lustradas, sin barro, pantalón metido en la caña tres cuartos de las botas, una capa bordó y una galera también bordó en la cabeza pasaba por la calle a metros suyo ignorándolo por completo. No podía no haberlo visto, pero el hombre siguió avanzando. Bajo sus pies el pavimento se secaba y volvía a humedecerse tras de sí. Era una aparición, ni Fifilín era capaz de semejante atracción. El padre Gustavo quiso decir algo, llamar su atención, pero no pudo pronunciar palabra y, estático como estaba, se sintió como un arbolito de la vereda, un poste, una indicación de tránsito, y lo vio alejarse por la calle, y de repente sintió la garúa volverlo a acariciar, y la figura se volvió a nublar, la mañana volvió a ser lluviosa, y él nunca pudo mover ni un solo pie.

 

A Curuchet le llamó la atención que tocaran la puerta, pero más lo extrañó encontrar al padre Gustavo a la mañana en su casa.
—¡Padre! ¿Pasó algo…? Si viene por lo de las mujeres que reían anoche cerca de la parroquia, yo no tengo nada que ver. Pienso que Fifilín…
—No, Curuchet. ¿Puedo pasar?
—¿Pasar? Bueno, este… Es que justo me vinieron a pedir ayuda estas chicas que reían anoche, por eso sé de lo ocurrido. Una dice que cree que respiró un gas que la hizo reír, a ella y a las otras dos putas también…
—¿Putas?
—…putas… ¡Putas manías estas de andar tirando gases que hacen reír! …este…
—Curuchet, acabo de ver llegar a alguien al pueblo.
—Ah. …este… Qué interesante… Mire, padre, estas chicas son muy pobres y tengo que buscarles ropa para que se pongan, si me permite…
—Curuchet, creo que lo vi llegar a Manteca.
—¿A Manteca? ¿El gurú…?
—Sí.
—¿Cómo es? ¿Vino en un auto importante? ¿Dónde está parando la comitiva?
—No. No, Curu…, no. No trajo ninguna comitiva. Vino caminando.
—¿Caminando…? ¿Con el barrial de estos días? ¿No será alguno que se quedó en la ruta, padre? ¿Usted no le preguntó si necesitaba algo? A lo mejor caminó kilómetros y usted…
—¡Curuchet, te digo que era Manteca! ¡Traía una capa y una galera!
—Padre, para llegar con esta tormenta hay que ser mago… Búsquelo y pregúntele qué necesita, pobre hombre…
—Por donde pasaba la lluvia cesaba, la tierra se secaba, el viento no corría…
Se quedaron callados unos segundos.
—¿No será un amigo de Fifilín que viene de visita…?
—Andate a la puta que te parió, Curuchet. Vos y tus putitas del orto!
—Padre, espere…

 

—Disculpe que lo moleste, Tordo…
—¡Padre! ¿No me diga que el monaguillo otra vez quedó en coma alcoholico…?
—Tordo, creo que acabo de ver llegar a Manteca al pueblo.
—¿A Manteca? ¿El gurú?
—Sí.
—¿Y cómo sabe que es él?
—Porque por donde él pasaba la lluvia no caía.
—Qué curioso, exactamente lo contrario de lo que le pasa al ingeniero Belladonna que playa que pisa, llueve…
—Tordo, Manteca pasó al lado mío a pesar de haberme visto…
—¿Seguro que lo vio, padre?
—Sí, sí, me vio, pasó al lado mío y siguió de largo. No sé a dónde se fue.
Se quedaron callados unos segundos.
—¿Y no será un amigo de Fifilín que viene de visita…?
—¡Perolamierrr…! ¡Tenemos que encontrar a Manteca, Tordo! Si se nos va estamos perdidos. Cristobal, el otro chanta, me explicó que Manteca tarda unos días en responder, pero imagino que si nadie lo recibe sigue viaje a cualquier otra invocación que haya. Me imagino que debe haber mucha gente invocándolo…
—¿Usted cree, padre? Bueno, si es así, espere que voy por un abrigo. Vaya yendo a la camioneta, padre.

El doctor y el sacerdote miraban por las ventanillas las ventanas de las casas, las cocinas iluminadas, las galerías de las entradas, los bares, el billar, cualquiera de los lugares en donde podía haber ido a parar el supuesto Manteca. En el boliche de Cesar Arrechea había más gente de la habitual. “¿Le parece que bajemos a ver, padre?”

Apenas entraron encontraron al Juglar entre un grupo de personas.
—¿Cómo estás, Juglar? —preguntó el cura—. ¿No has visto a un tipo de capa y galera por casualidad…?
—Si a alguno de galera
yo viese por la ciudad,
le aseguro, compañero,
que no será casualidad.
—¿Lo decís porque viste a alguno, Juglar?
—Le digo, de haberlo visto,
y contestando sin prisa,
no podría a usted hablarle
de lo que me cagaría de risa.
—Vamos, padre —dijo el doctor—, acá no hay nadie.
—El cura que me pregunta
si vi a un tipo usando un gorro
con la forma de galera,
y dice que no fuma porro…
—Juglar, ubicate. Estoy buscando a un hombre de galera y capa bordó, llegó hoy a la mañana por la entrada de tierra…
—Si por la entrada de la tierra
el de capa no se embarra
es que andará de traje…
¡de neopreno y antiparra!
El cura dio un paso hacia el Juglar con el puño cerrado, el Tordo lo detuvo.
—Vamos, padre… —dijo el doctor.
—Oíme, pelotudo. Vos te la pasás hablando en verso y nadie te trata de forro. Dejame buscar tranquilo a otro forro como vos que en vez de decir boludeces se viste con galera y capa…
—Ese que tratás de forro
que no sé por qué te enoja,
¿no es ese que está allá afuera
que le llueve y no se moja?

El cura y el Tordo se dieron vuelta y, por las puertas abiertas del boliche vieron en la calle, bajo la lluvia, a un hombre de galera y capa terracota. El hombre los miraba de cara a la puerta sin prestar atención a la calle. La lluvia había vuelto a caer con fuerza pero donde estaba él… todo estaba seco.

 

 

(Continuará…)