/Manteca: «Cuerpo a tierra»

Manteca: «Cuerpo a tierra»

Los jugadores fueron llegando a la cancha y se colocaban en posiciones que ya conocían, aunque desde afuera parecían estar llenando el campo de un recital de los Redondos. Cuando todos los jugadores hubieron ocupado un campo de la cancha fue evidente la imposibilidad de atravesarlos. Aunque se quedasen de pie ya era complicado meterse entre ellos y no aparecer en el córner o en algún lateral perdido por la espesura de la plantación de jugadores. Pero resulta que además de ese inconveniente, ¡cada jugador era muy bueno!

En el campo contrario sólo había un jugador, ni arquero, solo el Juglar con una remera blanca y parado un poco hacia atrás del círculo de media cancha. Los jugadores del otro capo se acomodaban, hacían comentarios entre ellos, se movían lo que podían, hasta que el Juglar hizo un gesto con la mano y desde la tribuna vacía las porristas le tiraron la pelota que cayó en uno de los muchos contrarios que se la fueron pasando al estilo “pares de ladrillos” hasta llegar al medio.

Uno de los ocho réferis pitó y uno de los miles de jugadores rayados la alcanzó a tocar con la punta del botín. Un misil humano cruzó el campo sembrado de jugadores y solo se pudo adivinar el derrotero por una leve polvareda que aparecía entre las cabezas de ellos. El réferi pitó gol mientras uno de los arqueros le pedía mano del Juglar. Volvieron a sacar los rayados y otra vez el Juglar penetrando el muro humano a la velocidad de un misil. Se escuchaban gritos cortos inentendibles. El gordo Simón explicó que era el mismo Juglar que se la pedía a él mismo porque hacía jugadas dentro del área.

A los cuarenta y dos minutos uno de los rayados empezó a mirar el reloj exhausto. Iban veintidós a cero. Los rayados tuvieron una oportunidad en un momento en que el Juglar pateó y rebotó en alguno saliendo la pelota hacia el campo contrario y el jugador en camilla de la cancha. Pero no pasó de un tipo que corría, el Juglar que lo alcanzaba, lo esquivaba y volvía al campo rival convirtiendo otro gol de caño, el quinto del partido.

De pronto el Juglar escapa de entre la masa humana que ocupaba la media cancha rival en su totalidad y corre hacia su arco. Un pelotazo sale de alguna parte, tal vez del área, y remonta vuelo. Los rayados avanzan todos juntos, como si abriesen las puertas de un presidio olvidado, algunos mirando la pelota en el aire, otros las tribunas, otros reían de nervios, algunos saliendo de la cancha, la euforia es colectiva e histérica. El gordo Simón y el cura se trepan a unos árboles segundos antes de que los jugadores enloquecidos corriesen desaforados por sus lugares buscando la pelota. “¡Acá estoy, acá estoy!” gritaban algunos, “¡Estoy en el arco, mirame!!” gritaba uno levantando la mano desde el estacionamiento. Parecía el ataque destructor a un hormiguero. La pelota ya estaba bajando al campo del Juglar. Uno rubio la para con el pecho. Fue lo único que pudo hacer. De la nada apareció el único jugador de remera blanca que con la cabeza se la sacó y listo, la pelota picaba baja entre la red del arco contrario. “Vuelvan, vamos. Bajen”, gritaban los réferis a los jugadores rayados más complicados que desde una manga de hacienda, o trepados a un molino, todavía pedían que se las pasen. Una vez que el equipo se volvió a juntar en la cancha el asistente del entrenador tomó lista y volvieron a sacar. El primer tiempo terminó veintiocho a cero, con veintiséis goles del juglar y dos goles en contra que metió por rebote de pelotazo en la cara el Plancha Muzzio. Hubo quejas porque se sabía que el Plancha y el Juglar no se llevan bien, pero dos de los jueces decretaron que fue accidental, los otros réferis asintieron con la cabeza sin poder escuchar nada por los murmullos de la multitud.

Mientras los rayados caían desarmados al pasto y dos equipos de seis masajistas se desparramaban entre los cuerpos tendidos en el pasto, el Juglar se acercó a los árboles donde todavía estaban trepados el gordo Simón y el cura.
—¿Y? ¿Qué le pareció el juego,
sacerdote de la nada?
¿Le parece que podemos
dar la rueda por ganada…?
—Soy el padre Gustavo, Juglar —dijo el cura bajando del árbol—, me gustó bastante tu juego. Aunque no sé qué va a pasar en el segundo tiempo…
—No hay segundo tiempo.
Nunca hay, yo los perdono.
Ahora vendrá el DT
a halarnos del abandono.
El gordo Simón que ya había bajado del árbol asentía con rostro serio. Enseguida apareció un hombre ojeroso y despeinado. Traía una pelota abajo del brazo como para que se sepa que era el DT. Habló con el gordo Simón y se volvió.
—Abandonaron —dijo el gordo—. Me dijo que tienen que volver porque uno de los jugadores se olvidó un bizcochuelo de naranja en el horno. El inconveniente es que vino en el auto de Cococho Gimenez, que trajo a dieciséis en su Renault 12, y con esa diferencia de jugadores es imposible hacerle partido.
—No es problema,
hasta mejor me parece.
Podemos ir a su pueblo
a mirar lo que me ofrece…
—Juglar, el asado es para después del partido —dijo el cura e hizo señas al Negro y a la Norma—, pero podemos arreglar que te vengas para el pueblo ahora y entrenes con el equipo hasta el partido que es en unos meses —y mientras llegaban el Negro y la Norma les gritó—, preparen las cosas que salimos. Vamos a lo del Juglar y de ahí nos volvemos a casa.

 

No hubo grandes recibimientos cuando la camioneta con el grupo buscador de goleadores entró al pueblo después de semanas de ausencia, primero porque llegaron de noche, y segundo porque días atrás un guitarrista de un semi-conocido grupo de rock había tenido un desperfecto con el auto y estuvo una noche en el pueblo, y el acontecimiento era la noticia más importante en dieciocho años desde que la Martita Paniagua recibió por error una carta que era para el actor García Satur. Era una propaganda de aparatos telefónicos que el actor regaló a Martita en la misma comunicación telefónica en que lo notificaban del error, gesto de una generosidad memorable del actor que le valió una escultura de cerámica que le hizo Fabiana Vegas y que estuvo dos años sobre el murete de la terraza del Banco Nación hasta que una tormenta que también dio que hablar la hizo caer desde las alturas. La carta, en cambio, aún ofrece vetustos teléfonos, de pulso o tono, enmarcada sobre la salamandra de uno de los hijos de Martita.

La camioneta se detuvo en la casa de Paloma y Fifilín bajó de un salto de la caja para saludar al padre Gustavo. “Gracias por traerme, Padre. ¿Vio que valió la pena llevarme a la gira?”. Pero el cura no pudo contestar. Dos tiros impactaron uno en el capot y otro en la rueda de la camioneta. “¡El Bufoso! ¡El Bufoso!” gritaba el Negro al tiempo que todos salían despedidos de la camioneta. Todos menos el Juglar que no entendía de qué bufoso le hablaban.
—¡El Juglar! ¡Traigan al Juglar! —gritaba el cura desde unos arbustos a veinte metros de la entrada.
—¿A quién le habla, padre? —preguntó Fifilín que estaba cerca de él, arriba de un techo.
—¡Hijos de puta! ¡Soretes!
¡Qué mierda es que está pasando!
¡Dejen de tirar cohetes
que ya me estoy asustando!
—Curu —Curuchet miró al costado y vio que el cura venía cuerpo a tierra—, hay que sacar al Juglar.
—Pero, padre… ¡por qué no va usted!
—Sí, vamos los dos.
—Pero, padre, ¿por qué no le dice a Fifilín que ya sabemos que se va al infierno?
—Porque sé todos tus pecados, cagón de mierda. Todos se van a enterar la historia del chino traba que te hizo dedo el año pasado, y además…
—¡Está bien! ¡Está bien, padre! Pero es que…
—Dale, vamos juntos. Vos adelante.
—¿Yo adelant…?
—¿Y te acordás de la máquina de fotos que le vendiste al Gordo Sinetri y que era de la mismísima mamá del Gordo…?
—¡Bueno, buenooo…!! Está bien, voy adelante.

Los tiros retumbaban en las paredes de la casa vecina. No es que fuera un pueblo peligroso, pero a nadie llamaba la atención la balacera porque era una típica reacción del Bufoso después de un buen polvo. Hasta había veces que salía gente a las calles a aplaudir, pero no era el caso. De pronto, mientras el cura y Curuchet se acercaban a la camioneta cuerpo a tierra la balacera se detuvo.
—¡Tst! ¡Juglar! ¡Bajate de la camioneta y vení! —le dijo fuerte opero en voz baja el cura.
—No puedo, me dieron…
—¿Dónde te dieron?
—¡Me dieron ganas de cagar,
pelotudos del orto!
¡Encuentren a ese demente
que esto ya no lo soporto!
El cura le hizo un gesto a Fifilín.
—¡Una pelota! —le dijo en un susurro y haciendo el gesto con las manos.
Fifilín desde el techo hizo aparecer un remo, una jaula con dos gorriones, un batidor de mano, una carpa para cuatro personas con toldo en la entrada y una morsa hasta que consiguió una pelotita de tenis.
—¡Sí, Fifi! ¡Tirala cerca de la camioneta!
—¿A la pelotita?
—¡Sí, Fifi, dale!
Fifilín tiró la pelotita de tenis que picó una, dos veces y antes de que pique una tercera vez se sintió una ráfaga suave, como una brisa focalizada en el medio de una noche sin viento, y el Juglar ya estaba atrás de los arbustos, con la pelotita y mirando a los dos aventureros cuerpo a tierra.
—Deberíamos rescatar la camioneta, padre…
—Mejor vayamos a la parroquia y agradezcamos con una misa de que estamos todos bien.
—¿Una misa…?
—Bueno, un padre nuestro, tres avemarías y un gloria.
—Hecho. Vamos, padre…
—Curu…
—Diga, padre.
—No voy a contar tus pecados.
—Me parece bien.
Empezaron a arrastrarse por el pasto.
—¿Padre?
—Decime, Curu.
—Mejor yo rezo en mi casa, vaya usted solo a la parroquia…
—Bueno, Curu.
Se alejaban por el pasto de la camioneta hacia los arbustos.
—Curu…
—Diga, padre.
—El cuento del traba chino es muy bueno, ese sí lo voy a contar.
Solo se escuchaba la ropa rozar el húmedo pasto en esa noche cerrada.
—Padre…
—Sí, Curu.
—Vayamos a la parroquia. Es mejor que rezar en casa.
—Bien, Curu.
—Y padre…
—Decime.
—El cuento del traba chino no es muy bueno. No lo cuente mejor.
—Tenés razón, Curu. Mejor no lo cuento. Después de misa llevamos al Juglar a su casa y arreglamos todo para el entrenamiento de mañana.
—¿Misa…?
—Sí, Curu… Misa.

 

 

(Continuará…)

 

Cuerpo a tierra