/Manteca: «Desde la catapulta»

Manteca: «Desde la catapulta»

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El aroma del pasto bañado de rocío les llenó los pulmones. Hacía un rato nomás que había salido el sol y todos largaban columnas de vapor mientras cruzaban entre los seis hilos de alambres para entrar al potrero. Comanche estaba haciendo jueguito con la pelota sin doblar el torso, sin mover las manos y con la mirada hacia el campo, tal vez buscando divisar perdices.

— Es un artista —comentó Curuchet—. Hace jueguito con la pelota como si estuviese parado en una esquina con la mirada perdida en cualquier parte.

El grupo se fue acercando y, hasta que llegó a su lado, inclusive durante los primeros siete minutos de saludos y conversación, la pelota jamás tocó el suelo.

— Comanche, ¿estás para empezar?
— Yo ya empecé, padrecito. Hace muchos años que empecé. Allá, abajo del árbol están los míos. Hagamos un picadito. ¡Ey! ¡Vamuajugar!

De atrás de unos arbolitos aparecieron unos tipos de pantalones cortos y camisetas violetas. “Es la camiseta del negocio del Betito Canefa”, dijo Comanche y empezó a armar los equipos.

— Betito, vos acá. Pomelo, al arco. Manija, vos arriba conmigo. Torreja… ¿Torreja, qué mierda hacés acá? ¡Tenés que estar cuidando la ferretería de Betito, pelotudo!
— Yo le dije que venga —dijo Betito—. Torreja es un defensor inexplicable. La ferretería está cerrada… —y miró al grupo foráneo— …por duelo.
— Muy bien. Chimango, suplente.
— ¡Pero siempre soy suplente, Comanche!
— ¡Suplente dijo! — sentenció Betito y el tal Chimango bajó la mirada y escupió una letanía impotente.

El cura miró a los suyos, a Curuchet, al Negro, al Gordo, a Fifilín… a la Norma.

— Norma, suplente —dijo el cura—. Fifilín, al arco, Gordo abajo, Curuchet al medio subiendo, vos negro conmigo arriba.
Entrando todos a la cancha el Negro lo adelanta al cura.
— Padre, la Normi dice que es buena al medio campo…
— ¿La Norm…? Negro pollerudo la puta que te parió, sacamos nosotros, vos me la tocás.
— ¿Qué le digo a la N…?
— ¡Sacá, Negro! —le gritó Betito que resultó estar cerca.
— Al Negro le grito yo nomás —dijo el cura dando dos pasos adelante.
— Calma, calma —dijo Manija poniéndose en el medio—. Vamos, empecemos que nos atrasamos con el velorio. ¡Tenemos que enterrar a estos muertos, muchachos!

El Negro le hizo un gesto con la cabeza al padre Gustavo.

— ¿Qué pasa?
— ¿Qué le digo a la Normi, padre? —preguntó en un susurro.
—Decile que se busque un macho, Negro. Dale sacá.

El Negro pateó y el cura detuvo el balón con su pie, miró adelante. “Negro adelantate, Curuch…”, pero sin que nadie lo advirtiera una corriente de viento le pasó por delante llevándose la pelota. No alcanzaron a ver la jugada, una silueta borrosa fue a la izquierda, a la derecha, a la izquierda hasta llegar al área donde un cañonazo se calvó en el ángulo sin que nadie moviese más que la cabeza.

— ¡Qué golazo, Comanche! —gritó Chimango desde afuera.

El cura volvió la cabeza a donde antes estaba Comanche, pero era el único jugador que faltaba en la posición original de juego. Todos estáticos, los locales aplaudían y los foráneos giraban la cabeza viendo a la saeta regresar.

— Saquen de vuelta —dijo con ironía Betito.

El cura se acercó más al Negro. “Cuando me la pases corré para adelante que te la paso enseguida”. El Negro la tocó y salió corriendo, el padre detuvo la pelota y levantó la pierna para patear, pero la misma ráfaga le hizo tragar aire, y el mismo desenlace, la imagen poco nítida de una figura desplazándose a una velocidad increíble de izquierda a derecha, esquivando nada, y clavando la pelota esta vez en el centro del arco, haciendo un humillante caño a Fifilín. “¡Qué golazo, Comanche!”, gritó Chimango desde afuera, y la escena empezó a ponerse pesada. “Va a ser difícil el partido”, dijo el Torreja riéndose desde el fondo.

— ¡Para vos no creo porque andás como estaca clavado en el pasto! —le girtó Curuchet.
— Negro, hacemos lo mismo, me la tocás y corré —dijo el cura poniéndose a metro y medio de él.

El Negro la tocó y el cura ya levantaba el pie. Apenas la tocó, la ráfaga. El cura miró para adelante buscando la pelota, pero otra vez se escuchó desde afuera “¡Qué golazo, Comanche!” del imbécil del Chimango. El cura sentía algo que le ardía en el pecho, lo miró a Curuchet que transpiraba algo parecido a la brea, El Gordo abría y cerraba sus puños, y Fifilín miraba el piso. “Negro pasámela rápido” dijo el cura y se paró esta vez bastante más atrás. El Negro pateó y otra vez. Otra vez la misma escena. Otra vez el “qué golazo” del Chimango, otra vez algún comentario paupérrimo del grupo de zánganos que se colocaban inmóviles como en un futbolito de mesa esperando que, tal vez en algún momento, les llegue la pelota.

El cura le hizo un gesto al Gordo Sinetri que estaba en el área. “Dejame que saco yo, Negro”. El cura pateó casi como para hacer gol en contra pero el nadie supo si el Gordo la llegó a tocar, una figura estirada y descolorida pasó a su lado y la pelota ya estaba cayendo dentro del arco. Ni se pudo ver el gol. “¡Qué golazo, Comanche!”, se escuchó mimetizado ya con el cantar de las palomas.

Sin duda Comanche que era un goleador excepcional pero ya era tarde, la humillación había quemado el sentido común y ahora solo quedaba ganar o ganar ese partido. El cura, con la cabeza gacha y los ojos encendidos miró por lo bajo a Fifilín y le hizo un “sí” moviendo la cabeza. Lo miró al Gordo, que miró a Fifilín y le devolvió la mirada al cura sonriendo. Lo miró a Curuchet, pero Curuchet le hizo un gesto de pregunta. Cómo le costaba a Curuchet entender lo evidente… Ni lo intentó con el Negro, “saco yo de vuelta”, dijo. El cura miraba de reojo a Fifilín en el fondo. Lentamente levantó la pierna y pateó. Un alarido resonó en toda la cancha, todos se quedaron helados… todos menos el cura. “¡¡¡Pateá, Curuchet, pateá!!!”, le gritó mientras subía corriendo, otro alarido quemó los oídos de todos que estaban paralizados del espanto. Curuchet trató de concentrarse y pateó, el cura recibió la pelota solo. Torreja estaba afuera de la cancha, cerca de los arbolitos de donde parecieron germinar los Locales cuando llegaron. El arquero estaba ido. La patada del cura cargó la pelota con todos los pecados de su vida, y pasó a tres metros del arco y se perdió cerca de un bebedero que nadie había visto hasta entonces. El cura no lo podía creer. ¡Qué mal tiro! ¡Estaba solo!

— ¿Qué pasó, Comanche? —le preguntó Betito.
— ¡Dos manos…! ¡Dos manos me abrazaron, dos manos heladas…! ¡Pero no había nadie!
— Estás tomando mucho de esa bebida que prepara Pinotti.
— Sí, la espuma que saca ese trago cuando le echa la naftalina siempre me dio mala espina —dijo el Manija mientras se acercaba al Comanche que temblaba como una hoja.
— No se preocupen —dijo el Negro— nos han dicho escusas más patéticas. ¿Abandonan?
Comanche se puso rígido, la cara se le petrificó con el entrecejo fruncido, la boca estirada mostrando los dientes y el pelo erizado.
— El día que abandone será con tres metros de tierra sobre mí… ¡Saquen!
— Sacan ustedes desde el arco.
— ¿Desde el arco? —preguntó Comanche— ¿Llegaron al arco?
— Sí, el cura —dijo Betito.
— Tocamela, Pomelo —le gritó Comanche acercándose al área.

El cura volvió a mirar a Fifilín que sonreía. Pomelo patea y cuando la pelota todavía estaba a dos metros de Comanche, una mancha humana la absorbió y voló hacia el campo de los foráneos. De inmediato una alta línea de fuego recorrió la línea blanca del área y ya nadie pudo ver más al bólido… ni a Fifilín. “¡Aaaaahhh!”, el alarido corrió por las venas de todos los presentes, las llamas no cesaban. “¡Comanche, ¿estás bien?”, gritaba Betito pero las llamas se apagaron y Comanche estaba arrastrándose en cuatro patas intentando salir del área.

— ¿Qué pasó, Comanche?
— Un espíritu se me apareció entre las llamas, ¡un demonio espantoso y cruel!
— ¿Y…?

Y Comanche sonrió…

— Lo esquivé y la clavé en el ángulo inferior derecho. Intuí que el arquero estaría asustado y, efectivamente, ni siquiera estaba.
— Fue un golazo —dijo Fifilín por lo bajo, con los hombros caídos mientras dibujaba en el pasto con la punta del pie.

— ¡Esto se terminó! Gordo, vení un segundo —el padre le habló al oído al Gordo—. Bueno, sacamos nosotros. Negro, dejame a mí otra vez.

El cura, sin mucho protocolo pateó pasándosela al Gordo. Cuando la pelota estaba llegando el Gordo dio un paso adelante, la abrazó y se tiró al piso. La mancha humana impactó con el monolito de carne y continuó a la misma velocidad pero en línea ascendente. Viendo su trayectoria era sencillo imaginar la emoción que sintieron los antiguos cuando arrojaban piedras desde la catapulta, Comanche parecía nunca comenzar el descenso. Todavía volaba cuando se pasó el asombro y empezaron a juntar las cosas. Nadie reía, nadie decía nada.

“Bueno —dijo el cura con buzos y zapatillas en las manos—, nos vamos. Hasta luego”, dijo cordialmente, al tiempo que locales y foráneos levantaban sus manos despidiéndose. En la camioneta Curuchet se acercó al cura.

— Padre, para la próxima… no hagamos un partido “contra” el goleador que busquemos. Hagamos un partido donde él juegue con nosotros. Es que a veces es como que… no sé, me parece que usted es un poco competitivo… no sé, digo…

El cura bajo la cabeza y siguió acomodando los bolsos.

— Y otra cosa más, padre…
— Sí, Curuchet, decime.
— Yo sé que usted es un buen jugador, pero ese tiro… usted solo… contra el arco…
— Sí, sí, fue un muy mal tiro.
— Sí, bueno, no es eso lo importante pero…
— ¿Pero qué, Curuchet?
— ¿Usted la vio jugar a la Norma? 

 

(Continuará…)