/Manteca: «Haciendo jueguito»

Manteca: «Haciendo jueguito»

Los días que siguieron al intento de exorcismo no fueron los esperados. El padre Gustavo se acercaba todas las tardes a la casa de Paloma. “¿Y?” preguntaba con un cabeceo hacia arriba. “Nada, padrecito. El Fifilín ya se terminó la Coca y no para de llorar. Dice que su vida es un infierno, que nadie lo tiene en cuenta, no sé qué hacer. ¿Le puedo comprar otra Coca…?”.

Paloma no era un apoyo confiable en esta patriada. El asunto de Moneda estaba llegando a su fin. La tercera noche de abstinencia de Fifilín entró el cura y se fue hasta el lecho donde el Moneda parecía estar agonizando.
—Padrecito, tenga piedad de mí, necesito una Coca… —suplicaba Fifilín.
— Fifi, ya sabés lo que tenés que hacer para que te demos más.
— Pero es que yo no sé jugar al fútbol, ¡juego muy bien al tenis…!
— No nos sirve. Me parece que vas a tener que ir dejando al Moneda entonces. Él sí que jugaba muy bien al fútbol.
— ¡Me está haciendo Bullying, padre! ¡Tenga piedad de mí!
— Al menos dejanos probarte, Fifilín. Vení a alguna práctica y vemos qué tal jugás.
— Padre, le tengo miedo a las alturas, ¿qué va a pasar si me transformo en un astro del fútbol?
— Fifi, mañana te quiero en la cancha a las diez de la mañana. Sino estás a las diez terminamos con el asunto del Moneda.
— ¡Padre! ¡A las diez estoy vomitando verde y todo eso! ¿Podemos dejarlo para las once treinta, doce menos cuarto?
— Nos vemos a las diez en la cancha, Fifilín.

La mañana estaba fría y muy soleada. Bocas y narices humeaban, las manos se frotaban y las piernas marchaban en el sitio como al paso peruano de una tropilla inquieta. Diez menos cuarto, diez menos diez, diez menos cinco… Las diez. Nada. El camino de tierra que llegaba a la tranquera no mostraba ni la polvareda lejana de algún vehículo llegando. Diez y cinco, diez y cuarto… “Vamos”, dijo el cura. El doctor Giménez se acercó.
— Padre, esperemos quince minutos más, tiene que estar por venir. No olvide que es un demonio, y dicen que los demonios no son puntuales.
— ¿Quién dice que los demonios no son puntuales, Doctor?
— Lo vi en la tele.
— Pero ¿quién dijo eso?
— Ahora no me acuerdo, pero era un programa importante. Esperemos quince minutos más, padre.
— No voy a esperar a este pobre diablo que se deshace en lamentos porque no le doy Coca, Doctor. Si hubiese querido venir ya estaría acá.

Pero apenas terminó de decir eso el cielo se cubrió de nubes, el frío se hizo punzante y un trueno bramó sordo desde el norte hacia el sur. El viento apareció inexplicablemente levantando una polvareda marrón y el paisaje pareció volverse blanco y negro. Mientras se preguntaban a los gritos si se venía tormenta una voz sonó potente en toda la llanura.
— ¡Soy Fifilín! Me llamaron y… ¡Acá estoy! Muajajaja…
El cura se mantenía parado, rígido, imperturbable, y con una notable mueca de fastidio en su cara.
— Fifilín —dijo el padre Gustavo—, ¿trajiste zapatillas?
El viento se detuvo y entre la polvareda que se disipaba la figura chamuscada del Moneda apareció solo con un slip marrón a unos metros de ellos.
— Es que no me dijo qué tenía que traer, padre.
— Negro, dale las zapatillas que traje. Me imaginé que el pelotudo iba a venir sin zapatillas, lo que no imaginé es que iba a venir en pelotas.
— ¡Padre, modere su lenguaje! —le dijo con severidad Fifilín.
— Ya me estás cansando, Fifi. Más vale que hagas algo bueno porque se te acaba la Coca.

Curuchet lo llevaba bien pero el Gordo Sinetri andaba con revoltijos en el estómago.
— ¿Nadie tiene una manta para tapar eso? ¿Qué es ese pozo que tiene en la panza?
— Dicen que el Moneda no tiene hígado. ¿Será eso el pozo ese? —dijo el Negro.
— ¿Por qué es tan flaca la pierna derecha? —preguntó el gordo Sinetri.
— Es que cuando se arrastra por el piso se impulsa con la izquierda —dijo Curuchet.
— ¡En el culo…!  ¡Pordiós, abajo del slip, en el culo hay algo, miren, tiene algo en el culo! —señaló el Gordo mientras se agachaba con las arcadas.
—Basta —dijo el cura—. Negro, pasale la pelota.

El Negro fue hasta donde la pelota y con una suave patada la levantó en el aire colocándola a los pies de Fifilín, donde picó sin la menor reacción de sus piernas y continuó viaje hacia el alambrado.
— Avísenme cuándo empezamos —dijo Fifilín como si ni hubiese registrado el pase del Negro.
La naríz del cura empezaba a humear más que las del resto y su cara evidenciaba el gran esfuerzo con que reprimía la trompada.
— Negro, buscá la pelota y pasásela de nuevo. Fifilín, empezamos.
El Negro fue trotando y frotándose las manos hasta donde estaba la pelota y con una buena patada la levantó otra vez  en un excelente pase que picó frente a los pies estáticos del Moneda y continuó hacia un yuyal al fondo del otro lado del potrero.
— Listo, vamos —dijo el cura y enfiló para la tranquera.
— ¡Padre, pruébeme! —gritaba Fifilín—. Cómo voy a saber yo que ese negro de mierda iba a ponerme la pelota a los pies. ¡Pensé que la iba a tener que ir a buscar al limbo!
— ¿A quién le dijiste negro de mierda —preguntó Curuchet mientras el Negro volvía trotando y frotándose las manos.
— A vos no, Curuchet, si vos sos un pelotudo importante… Le dijo al negro de mierda este que me…
La sorpresa no fue la trompada que le puso Curuchet, sino que el cuerpo del Moneda volase seis metros y cayese como una marioneta a la que le cortan los hilos.
— Lo mataste, Curuchet. Lo mataste oficialmente.
— No, una bruja dijo que el Moneda iba a explotar prendiendo un cigarrillo. Tiene que estar vivo.
— Vamos —dijo con amargura el cura y todos empezaron a caminar detrás de él.
— Curuchet, ¿y la pelota?
— Ah, qué boludo quedó allá…
Apenas se dieron vuelta el Negro y Curuchet se quedaron helados. El espectral cuerpo escuálido del Moneda estaba con el cuerpo magníficamente sano haciendo jueguito con la pelota, pero en el segundo en que Moneda levantó la mirada hacia donde ellos se volvió a desarmar en el piso de la misma manera patética que la vez anterior.
— ¡Padre, padre! ¡Fifilín estaba haciendo jueguito!
— ¿Cómo?
— ¡Sí, sí! Lo vimos recién!

El cura, con la furia en su cara y a la vista de todos, fue hasta donde piernas y brazos se anudaban muertos en el pasto. El grupo se quedó mirando al padre alejarse de ellos caminando haciéndose cada vez más chiquito hasta alcanzar la proporción del cuerpo raquítico que yacía en el suelo cuando, al llegar a él, una patada de penal, un puntinazo cortarredes levantó la cadera del Moneda medio metro del suelo. Fifilín se recompuso de inmediato vociferando palabras en arameo y colombiano. El padre le hablaba con severidad, aunque no se alcanzaba a entender lo que decía. También se pudo oír el desconsolado llanto de Fifilín. Después las voces amainaron y el viento aplastó aquella charla con su susurro frío mientras la escena lejana del cura y el demonio parecía una bizarra película de cine iraní.

Cuando parecieron más calmados el cura dio la vuelta para volver y Fifilín lo siguió detrás hasta llegar a donde todos.
— Fifilín nos va a acompañar a conseguir un goleador.
— ¡Conozco los espíritus —agregó con temeroso entusiasmo Fifilín—! ¡Puedo saber quién lleva el gol en el alma y quién solo patea con suerte!
Curuchet lo miró con odio y el Negro adelantándole cómo iban a ser las cosas en el viaje le dijo como al pasar: “traete la pelota, Fifi”.

Y Fifilín fue a buscar la pelota.

 

 

(Continuará…)

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