/Mendoza Dixit – Capítulo 21: Punto sin retorno

Mendoza Dixit – Capítulo 21: Punto sin retorno

 El Ruso seguía cargando por las piernas el cuerpo ya sin vida de la anciana vecina, mientras que el asesino empujaba por los hombros. El objetivo era claro: esconder el cadáver para cualquier otro vecino que metiera las narices donde no lo llamaban. Sumido en un estado de confusión y miedo, el gran hombre no se había percatado de la oportunidad que aparecía frente a él. La oportunidad que Tomás si había visto: encontrar a su apresador con la guardia baja.

Solamente había que juntar un poco de coraje y tratar de reducir al captor de los dos amigos. Era cuestión de encontrar en el fondo, algún pequeño brote de coraje y valerse de eso para cambiar, nada más ni nada menos, que el destino de sus propias vidas. Y fue así que un acto de valentía mezclada con estupidez -una valentía que no hubiera imaginado nunca tener- Tomás se abalanzó sobre el ahora asesino.

El viejo de “la fogata” no notó los dos primeros pasos que el temeroso rehén dio con dubitativa fuerza; pero si levantó la vista al tercer paso. Y fue demasiado tarde: en ese preciso instante, la voluntad del instinto de Tomás superaba cualquier expectativa. El asesino soltó el cadáver e intentó sujetar con fuerza el arma cuando Tomás saltaba con todas sus fuerzas sobre la espalda de él. Con un estrepitoso golpe ambos cayeron al suelo, en tanto que el Ruso, sumido en un total miedo, soltaba las piernas de la anciana fallecida y tropezaba con sus talones, cayendo de espaldas al suelo. Todo era segundos…milésimas de segundos, pero la escena parecía durar una eternidad.

Tomás estaba sobre su captor, y este último había caído de forma tal que aún sujetaba su revólver. Solamente que esta vez, el piso se interponía en la salida de la bala. El viejo de la fotografía comenzó a moverse bruscamente de un lado a otro y de arriba abajo intentando liberarse de Tomás. Sabía que nuestro protagonista no era demasiado corpulento, y tal vez un pequeño esfuerzo bastaría para sacárselo de encima. Eso creyó, y estaba en lo cierto. Y créanme que lo hubiese logrado de no ser porque de repente el peso de Tomás se duplicó ¡Qué digo duplicar! Se triplicó de repente.

En el piso del Departamento del Ruso se hallaba el cuerpo ya sin vida de una anciana. Y a unos centímetros del cadáver, se encontraban un anciano tirado en el suelo, forcejeando con un joven de mediana complexión y arriba de ellos dos; un joven de gran contextura física, que gritando cual vikingo, pataleaba buscando un oponente a quien golpear: el Ruso tardó, pero había reaccionado al fin.

Sus patadas aleatorias dieron finalmente con un objetivo: la cara del asesino. Arremetió primero torpe, después –y fijando su objetivo- golpeó con todas sus fuerzas una vez. Dos veces. Tres. Hasta que el forcejeo y los gritos cedieron.

El Ruso se paró de golpe, aún lucia lagrimas secas por sus mejillas. Con una mano y de un solo tirón, lo ayudo a ponerse de pie a Tomás, quien al ver a su captor desmayado en el suelo no pudo evitar patearlo en la zona de las costillas. Poco le importó que este estuviera desvanecido.

Los amigos se miraron con una extrañeza que nunca sintieron. En sus miradas se encontraba una fiereza ancestral, una naturaleza humana totalmente olvidada. Se sintieron sobrevivir. Y eso fue lo que se transmitieron en el primer abrazo que se dieron. Abrazo fuerte, caluroso y lleno de miedo.

-¡LA PUTA QUE LO PARIO! ¡LA PUTA QUE LO PARIO!- El Ruso estaba como poseído, gritaba a viva voz.

-¡Pará, Ruso! ¡Pará!-

-¡Tomás, casi nos morimos a la mierda! ¡Hay una persona muerta en mi casa! ¡No puedo más! ¡NO PUEDO MÁS!-

-¡Basta Ruso, reacciona, la puta que te parió!- Tomás zamarreaba a su amigo de la remera y lo agitaba de un lado a otro de la habitación. Indudablemente la adrenalina estaba fluyendo cual la mejor droga por sus venas.

El Ruso guardó silencio, agachó la vista y cayó de Rodillas frente al cuerpo ya sin vida de la anciana.

-Doña Gutiérrez…perdóneme- dijo entre dientes.

-Basta Ruso ¿Qué más podemos hacer? Ya está hermano.- Al decir esto, lo empujó nuevamente de la remera y lo levantó del suelo. -Tomá, guardate esto, a mi me dan cagaso. Guardalo por si se despierta.- Tomás le pasaba a su amigo el arma del captor. El Ruso, medio reaccionado-medio en shock, guardó el revólver en el bolsillo de su pantalón.

-Tendríamos que atarlo o algo…no se.- Dijo el Ruso casi sin voz mirando al anciano de la fogata, que ahora sangraba por la nariz aporreada a patadas por el mismísimo gran hombre.

¿Atarlo? Pensó Tomás ¿Es que esto es una mala película de acción? ¿Es esta la vida misma? ¿Qué está pasando en este instante? Hay una mujer muerta, un asesino desmayado y una mujer desaparecida y ¿yo voy a seguir dándole vueltas a esto? ¿Qué tengo que hacer? Es totalmente claro que esto se me fue de las manos, pero Dios… ¡Necesito decidir si ya es hora de involucrar a la policía!

Mientras la decisión se tomaba, los amigos resolvieron que era una buena idea amarrar de una vez por todas al asesino. Con una camisa que empezaron a hacer trizas, consiguieron unos metros de tela que sirvió de soga. Ataron primero las manos y después los pies, y lo dejaron en el mismo lugar que yacía desmayado. En tanto que con la mujer “del momento equivocado, en el tiempo equivocado” que era la vecina, sólo la cubrieron un una sabana. Una sabana que no tardó demasiado en mancharse de rojo.

-Ruso ¿Cómo estás?- Preguntó Tomás tratando de poner paños fríos.

-No se hermano…no se…-

-Sí, la verdad que es una pregunta pelotuda la mía- Tomás miraba el suelo.

-Hermano ¡¿Y Martina?!- El Ruso, después de tantos bloqueos mentales, se acordaba de la fémina.

-Se la llevaron Ruso. Se la llevaron…- Tomás no se había olvidado ni un segundo de la mujer que los estaba acompañando. Y fue sólo hasta que su amigo la nombró, que comprendió del todo lo difícil y triste que esas palabras resultaron. Tan complejas que lograron conmover los sentimientos entumecidos de Tomás, sentimientos que reventaron en lágrimas.

El Ruso se tiró al suelo, otra vez sus rodillas golpeaban el duro piso de su departamento. Esta vez no estaba al lado de la desgraciada vecina. Estaba al lado del asesino y captor. Sus manos temblorosas empezaron a registrar el desvanecido cuerpo del viejo de la fotografía.

-¿¡Que estás haciendo Ruso!?- preguntó Tomás.

-Lo registro. Algo debe haber acá que nos diga cualquier cosa. Que nos dé una pista de que pasa acá. Que nos devele el paradero de Martina…algo, no se ¡Lo que sea! ¡No doy más Tomás de tanto suspenso y misterio! ¡Esto es una mierda!-

Tomás miró a su compañero con total comprensión, y al cabo de unos segundo ya eran los dos amigos los que registraban al desmayado asesino.

Cuando terminaron de registrarlo, se pusieron de pie y caminaron hasta la mesa. Sobre ella pusieron los que habían encontrado. El listado era corto y complicado: unos cuantos billetes, un rollo de una cámara fotográfica de esas noventonas, un juego de llaves que pendían desde un llavero ridículo en forma de hoguera ardiendo donde se leía -justamente- “La Fogata”, algunas balas sueltas, un papel con la dirección del departamento del Ruso y otro papel con una dirección desconocida para los dos amigos.

Fue Tomás quien se guardó todo el contenido en su propio bolsillo. Todo, menos las balas y la misteriosa dirección, eso quedó bajo la guardia del Ruso.

-¿Conoces está dirección Tomás?- Preguntó el gran hombre a su amigo, mostrando el papelito donde aparecía escrita la dirección desconocida.

-Me suena un poco, pero la verdad que no…-contesto dubitativo Tomás.

Los dos amigos, que de a poco habían retomado la “tranquilidad” saltaron en sus lugares cuando el timbre del portero sonó. Las caras palidecieron, y los ojos se exorbitaron. Tomás corrió a la ventana en busca del Renault 12 desvencijado, pero no lo encontró estacionado en la calle. El Ruso cogió con miedo el intercomunicador, escuchó unos segundos y moviendo los labios le dijo a Tomás:

-¡Es Ramón! ¡El cerrajero! ¡Nos habíamos olvidado, Tomás!-

Y entonces Tomás se sentó, pensó y decidió el próximo movimiento.

Continuará…

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