/Mendoza Dixit – Capítulo 22: Eclipse

Mendoza Dixit – Capítulo 22: Eclipse

 Martes. El reloj marcaba las siete de la tarde con cuarenta y tres minutos. Sólo habían pasado cuarenta minutos desde que toda la “investigación” se había convertido en un profundo caos. Caos sembrado por fuerzas que parecían más fuertes que el universo mismo.

El Ruso seguía petrificado, con el intercomunicador del portero pegado al oído. Del otro lado de la línea, el cerrajero aguardaba entrar a terminar su trabajo sin imaginarse el macabro panorama que adentro reinaba.

-Tranquilo Ruso- dijo Tomás a su amigo –Despachalo rápido, con cualquier boludes.-

El gran hombre miró a su compañero, arqueó los labios, levantó una ceja, pero no emitió palabra. Los segundos pegados al tubo parecían minutos para el cerrajero que aguardaba abajo del departamento. Hasta que finalmente, el Ruso tomó iniciativa, pues el final del martes lo encontraba aún con fuerzas:

-Hola Ramón. Miré, le voy a ser sincero…no vamos a salir hoy del departamento así qué no necesitamos el pasador ni que hoy arregle la puerta. Si quiere puede volver mañana…-

Tomás miró a su amigo y comenzó a mover la cabeza y las manos indicando que esa era una mala idea.

-…O tal vez otro día- se corrigió el Ruso.

El gran hombre alejó el intercomunicador de su oído y apretó los ojos:

-Me está puteando hasta en chino, Tomi- le reveló a su amigo.

-Decile que ahora bajo y le tiro unos mangos por los trabajos que realizó más temprano.- indicó su amigo.

El Ruso obedeció y con la palabra “dinero” lograr calmar la furia del cerrajero. Ninguno de los dos dijeron chau cuando el intercomunicador cortó la comunicación. Posteriormente, los ojos del gran hombre se posaron sobre su amigo. Esperaba sin duda, las indicaciones para el próximo paso.

-Ruso- dijo Tomás –Tenemos que llamar a la cana. Pero a la vez, tengo que saber que mierda está pasando. No confío para nada en los milicos a la hora de resolver estos temas y menos ahora que no se qué mierda pasó con Martina.- la voz de Tomás se quebró un poco cuando pronunció el nombre de la mujer. -Necesito saber de qué se trata la dirección que encontramos.-

-Te entiendo completamente, hermano-

-Hagamos algo, yo ahora bajo y le tiro unos mangos a Ramón, de ahí parto para la dirección esta ¿Te parece?- preguntó el joven protagonista.

El Ruso observó su alrededor. Detuvo apenas la vista en el cadáver de la anciana y continuó hasta toparse con el captor ahora capturado. Se refregó los ojos, como si quisiera despertar de una pesadilla, suspiró fuerte y volvió la vista a su amigo.

-Tenes razón Tomi. Esto es un quilombo. Anda a ver que encontrás. Yo me encargo de los milicos y de este hijo de puta.- terminó la frase señalando con bronca al viejo de “la fogata”.

-Hermano- volvió Tomás -¿Tenes algo de guita? Yo tengo…- sacó de su bolsillo lo que llevaba encima, más el dinero que habían sacado a su captor. -…unos cien mangos. Pero no se qué tan lejos estoy de la dirección esta.-

Sin decir una palabra, el gran hombre buscó en un rincón del departamento un frasco perfectamente escondido, lo abrió y dejó que el contenido pasara completo a las manos de Tomás.

-Tomá, deben haber unos trescientos pesos. Esperemos que alcance.- El bueno del Ruso…

Antes de partir, Tomás fue hasta el baño y se mojó la cara repetidamente y con mucha violencia. El también necesitaba despabilar; entender que todo lo que había pasado desde el principio no era un mal sueño. Desde el sanitario escuchó como su amigo hablaba con la gente del 911. Y esa fue su marca para marcharse de una vez por todas del departamento.

Salió del baño. Abrazó a su gran amigo -ambos guardaron silencio- y finalmente se fue.

Cuando anduvo por el pasillo, se sintió asqueado. Había olido el aroma de la muerte, y ahora le costaba olvidarse de aquella oscura fragancia. El viaje en ascensor hasta planta baja le pareció eterno y claustrofóbico. Pero cuando las puertas se abrieron, se sintió insólitamente renovado. Tan renovado que tuvo miedo de su salud mental. Pues parecía imposible sentirse como se sentía después de vivir lo que había vivido.

Ramón esperaba del otro lado de la puerta principal. Una mueca quejona se asomaba bajo un ceño fruncido. Tomás se apresuró a la puerta de calle, pues sabía que debía expedir al cerrajero antes de que la policía irrumpiera el departamento de su gran amigo:

-No tengo todo el día flaco.- el cerrajero empezaba la transacción –Ustedes se creen que yo estoy al pedo.-

-Perdone Ramón, lo decidimos a último momento.-

-Son doscientos cincuenta pesos. Y no se les ocurra llamarme de nuevo. Tuve que hacerme un viaje al pedo a buscar algo que no encontraba por ningún lado. Búsquense a otro para arreglar esa puerta.-

El precio era excesivamente alto. Tomás lo sabía y le molestaba pagarlo, pero también sabía que tenía que hacerlo sin chistar. La policía no tardaría en llegar. Le paso tres billetes de cien al cerrajero. Este buscó el vuelto en su bolsillo y lanzándoselo casi por los aires, terminó la transacción. No dijo chau cuando se subió a su auto particular y se marchó para siempre del lugar. O al menos eso era lo que Tomás esperaba: no volver a ver al cerrajero.

Las ocho de la noche de un martes. Afuera el sol empezaba a dar las buenas noches a los habitantes de la tierra, y la luna se mostraba en el firmamento con más fuerza. Sobre alguna calle céntrica de una ciudad argentina, un joven llamado Tomás Mendoza caminaba sin rumbo seguro mientras miraba un papelito escrito. El papel reflejaba una dirección, una dirección desconocida pero extrañamente familiar.

Tomás se sintió perdido y al mismo tiempo deseoso de que todo terminara de una vez por todas. No sabía por dónde empezar, pero debía hacerlo ya. Y ese “ya” fue escuchado por el destino. Destino transformado en transporte. Transporte transformado en taxi. Recordó contar con un capital para un viaje inesperado, y levantó la mano para que el taxi frenara.

El vehículo se detuvo y Tomás se introdujo presuroso. Primero saludo, y después leyó el papelito en voz alta. El taxista volteó desde su asiento, y las vistas de los dos se cruzaron:

-¿Dónde es eso, nene?- preguntó el chofer. Un hombre de fáciles cincuenta años, sobrepeso y el carácter de un adicto a la nicotina.

-Si te soy sincero, no tengo idea. Tengo que ir a esa dirección, hay una amiga esperándome.- La frase era un final utópico que Tomás imaginaba. Su mente había establecido que Martina estaba retenida en esa dirección. Era una suposición, un juego de su mente. O ¿Tal vez no?

El taxista volvió a mirar al frente, buscó el intercomunicador que descansaba en una de sus rodillas y habló con la central. Uso unos raros códigos para pedir indicaciones, pero lo hizo. Desde el otro lado tardaron un poco, y finalmente lo guiaron con mapas imaginarios. Tomás trató de seguir la ruta con la mente, y las calles que la radio nombraba les sonaban más y más. El taxista finalmente arrancó y subió un par de decibeles el estéreo. Los sonidos de un folklore mal sintonizado calmaron los ecos en la cabeza de Tomás y fue por un instante que logró relajarse en el asiento trasero de aquel coche. Pudo pensar, puso ver un final y lo sentía cerca. Era algo parecido a un pálpito muy fuerte. Un pálpito que se tornaba realidad con cada metro que el taxi transitaba.

No fue hasta que el viaje llevaba diez minutos, que el joven protagonista entendió todo. Su mente volvió al gris de las ideas dando vuelta, y con esto, su memoria aparecía extraordinariamente lúcida. Una memoria que no le fallaba, pues habían transitado esas calles hacia un par de horas antes, en otro taxi. Un taxi que lo sacaba del lugar que había empezado todo. Si, Tomás estaba volviendo entonces, a la casa abandonada.

El coche siguió un par de metros por las calles que no conocía pero que le eran familiares, y el pasajero gritó cuando vio que ya podía guiarse solo:

-¡Pare acá, por favor!-

El taxi detuvo su marcha. Tomás pagó y dejó que taxista se quedará con el cambio.

Puso un pie fuera del vehículo y sintió como un magnetismo que lo arrastraba de nuevo hasta la -para él- fatídica casa. Transitó nada más que una cuadra, y llegó a la intersección donde aparecía esa calle que topaba; esa calle que tenía de un lado yuyos, y del otro una casa de Mendoza de principios de siglo. Una casa que Tomás había visto por primera vez en sueños. Caminó hasta la puerta principal y se detuvo ante el imponente pórtico. Estaba shockeado, pero sus pies se movían solos. Estaba sumergido en el terror, pero la valentía es manejada muchas veces por la torpeza.

Sus manos apretaron los costados de su pantalón, y el pantalón apretó los bolsillos. Del lado derecho sintió como los billetes que le habían sobrado, se estrujaban contra el papel que tenía anotada la dirección. Y del lado izquierdo, donde siempre estaba su teléfono celular, apretó un bulto extraño. Y entonces se percató de que nunca revisó si llevaba consigo el celular. Él creía que lo tenía, pero… ¿Era su teléfono celular lo que sentía o era la tela de su pantalón estrujándose contra los dedos de su mano?

Sabiendo ya la respuesta, la estúpida valentía del joven le guió a abrir la puerta de la tan temible casa.

Estaba adentro. Estaba otra vez sumido en el misterio. Misterio que ahora acompañaba con oscuridad. Oscuridad que se escoltaba con terror. Terror que se transformaba en pánico. Pánico que se multiplicó diez veces al escuchar una frase que venía del interior. Una frase que pronunciaba una voz familiar. Aquella voz la había escuchado por primera vez cuando acudió a ayudar a una joven que parecía “en transe” en la puerta de su departamento. La misma voz que había cautivado a su amigo el Ruso. La voz de una joven mujer que hasta el momento parecía estar tan complicada como todos los demás. Una voz que sin dudas los había engañado a todos.

-Te estaba esperando Tomás. Sabía que ibas a llegar tarde o temprano.-

La joven Luna hacía su aparición en escena.

Continuará…