/Palabras de un gorrión confundido

Palabras de un gorrión confundido

«¡La siesta ya está cerca!», el Sol lo gritaba. Los ocupantes de un bar cualquiera terminaban de rumiar el almuerzo y comenzaban una corta e intensa sobremesa. Un corral de tertulia. Los temas de conversación variaban rápido, como en la prensa libre; era todo un vocerío de hombres y mujeres que hablaban sin comunicarse; se quejaban sin tener de qué quejarse. Era, en fin, el sonido natural de la voz humana, cuya onomatopeya es «bla, bla», y cuyo nombre es blablá o ruido, de ruidar. El tumulto llegó a los oídos de un gorrión que se mecía a la sombra de la rama de un arce.«¿Qué hablarán esos extraños animales?», se preguntó, meciendo también su cabeza con el nervio característico de las aves. Dio un aleteo y de una planeada posó las garras en una sombrilla polvorienta de la terraza del bar.

-El Gobierno está infectado de fachas irresponsables y sinvergüenzas- ruidaba un hombre de camisa desabrochada que fumaba un pitillo.

El pobre gorrión respiró el humo asfixiante del tabaco y pió graciosamente de un estornudo. Dio otro aleteo y se mudó a otra sombrilla.

-Amiga mía -dijo una mujer señalando con la nariz-, ese hombre de ahí, el de la camiseta desabrochada, no le pasa la manutención a sus hijos. ¡Un sinvergüenza! Mucho«no tengo, no tengo», pero te voy a decir lo que no tiene: dignidad.

El pajarito revoloteó de sombrilla en sombrilla, piando de vez en cuando una respuesta que nadie entendía. Sólo un gato aburrido asomado a un balcón le miraba al piar; se lamía la boca, imaginando que su zarpa afilada se hincaba en las carnes del otro animal.

-Las cosas están muy mal -otro tertuliano más-. Mi nieto se va a Alemania a trabajar. ¡No hay trabajo!

-Pues están las cosas buenas. Que se vaya, sí, que se vaya…  Porque todos esos africanos que saltan las vallas de Melilla les quitan el trabajo -aún otro tertuliano más en respuesta.

El gato se desperezó y, levantando la cola, entró en el domicilio adoptivo que tenía por dominio y propiedad. El gorrión levantó vuelo, se había cansado de tanto ruidar negativo, característica propia del blablá humano. Decidió descansar en una rama gruesa de un ficus centenario.

-¿Qué te pasa, animalillo? -preguntó el árbol.

-Esos animales, los humanos, que no los entiendo. Dime, árbol viejo, ¿siempre ha sido el hombre así?

-Sí, pajarito, sí. Siempre. Tiempos peores han visto mis hojas, donde la pólvora abría hondas heridas y donde mis raíces bebieron sangre fresca de niños. Ahora las cosas, creas que no, no están tan mal.

«¡A casa, a casa! Que ya hace siesta», el Sol vociferó con una ola de alta radiación. La gente volvía a casa, obedeciendo al Sol, o se refugiaba en locales para esconderse de él. Mientras el pueblo dormía, el árbol le relató al gorrión todo cuánto sabía del ser humano. Pobre pájaro, que cuánto más escuchaba del hombre menos comprendía sus costumbres.

-¿En serio respiran ese humo sabiendo que por él mueren? ¿Y otros lo fabrican para enriquecerse? ¿Y sus líderes lo permiten?

Se dice por ahí que el corazón de los pájaros es frágil, que de un susto pueden estirar la pata y caer tiesos de su bajo vuelo. Yo no lo sé, pero así debe ser para los gorriones de ser cierto. Lo que sabemos es que el corazón de este gorrión se ralentizó algo. Era un gorrión joven, de unos ocho meses de edad que, en su corta vida de 3 años, lo situaban en la adolescencia. No obstante, su corazón se llenó de lástima por el homine. Llenó sus pulmones de palabras y las pió tal que así:

«¡El hombre es un animal extraño! Ingenuo de mí, pensaba que todos los animales hablaban para comunicarse, pero el humano tiene la capacidad de hablar y no decir nada. Sí, el hombre abre la boca para mentir, cierra el pico para decir la verdad, y se dedican a escuchar las flatulencias de un estercolero ideológico. ¿Cómo se entienden? Dicen que hacen algo, y se dan fama y gloria, pero lo dicen por vanidad, por nada, porque es mentira. Tienen filósofos y una biblia que les dice: “ama a tu prójimo como a ti mismo”, y para honrar esas palabras van a bastos edificios cargados de signos y devoción, juntan sus palmas y dicen creer en las palabras, pero son incapaces de cumplirlas. Al salir por los portones de esos edificios de incienso, dicen señalando con ese dedo puntiagudo: “¡mirad! Un hombre que ama a otro, mirad como se dan la mano, ¡aberración!” Y odian a su prójimo, por eso se matan en masa, entre hermanos. Su biblia les dice: “no juzguéis, dad limosna”, pero juzgan, ponen caras de asco y cierran sus bolsillos para cargarse y descargarse de esos papeles feos para sí. Nosotros los gorriones nos respetamos, cada especie a los de su especie. ¿Por qué el hombre se mata y se miente?»

«El hombre es un animal cruel, que maltrata a los demás animales. Nos enjaula, y se alegra al oírnos cantar, sin saber que cantamos en protesta, que nuestro cantar es la resignación de nuestra libertad. Construyen museos de animales, donde nos encierran y exponen, y nos clasifican como a objetos inanimados. Como en esos grandes acuarios, donde diseñan una distribución vergonzosa de peces repartidos según el poco interés y valoración de esos humanos. Ponen a los peces que consideran insignificantes y aburridos al principio, y los que más atención acaparan al final. Nadan esos desgraciados de las cajas del principio en piscinas diminutas de agua turbia, en bancos de especies mezcladas, dando vueltas y vueltas eternamente, con la vergüenza de estar al principio, sabiendo que son peces indiferentes, cuyo único propósito es el de existir sin que nadie los valore. Después, algunos humanos se paran ante el pez globo, y se ríen porque es feo, y le dan con la uña al cristal para que se infle, y, como no se infla, le llaman adefesio y le abandonan. Lo mismo con los pulpos, que se enroscan en las piedras mohosas; le tocan al cristal, por si lo asustan y despide tinta, pero, como no lo hace, pierden el interés, y lo dejan enroscado y aburrido para siempre. Toda la masa de observadores se concentra al final, en los túneles de los tiburones, que son la razón principal, si no la única, de la visita. Son la atracción por excelencia porque son animales asesinos, porque se sirven de los demás seres para sobrevivir. Les fascina la autoridad déspota. Lo grotesco, la muerte, la guerra, la crudeza y crueldad de la supervivencia son el máximo exponente del interés humano. Con razón prefirieron a Barrabás, un ladrón, antes que a su Dios, un espíritu de innata abnegación. De veras, la paz y la calma les aburre».

«De igual manera, la sociedad humana es como un acuario que distribuye a los hombres en centros y periferias. Los hombres se convierten en objetos inertes con distinto valor e interés. Algunos se encierran en cajas diminutas de aire turbio, y otros se enjaulan en cajas amplias de aire filtrado. Algunos acumulan masas de espectadores egoístas al derredor, mientras otros pasan sus días en una triste soledad insufrible. Pero todos dan vueltasy vueltas en un círculo vicioso de monotonía, o se enroscan en la piedra de su máxima obsesión y sus vicios infelices. Algunos sufren escarnios por su fealdad, y otros reciben elogios vacíos y lujuriosos por su belleza, como si la naturaleza del cuerpo fuera una elección y no pura arbitrariedad. Así es, el globo terráqueo es un gran zoológico que los dioses observan ociosamente desde su olimpo, que es otro museo más de otros seres superiores como la Justicia».

«Yo no puedo entender cómo esos desgraciados y crueles animales humanoides tienen fuerza para vivir. Visto lo visto, ¿cómo es posible que el ser humano sea feliz? ¿Cómo pueden convivir entre ellos? Verdaderamente, la felicidad del hombre es un caso extraño. Y sí, el mayor milagro que se haya visto en la historia es que el hombre perdure en sus ganas de vivir».

El gorrión tomó el vuelo cuando el Sol anunció el fin de la siesta. Las gentes comenzaron a resucitar y a retomar la vida por el resto del día. Ese pájaro, por un instante, envidió los privilegios y previlegios del hombre. En una toma de celos, apretó sus intestinos, y lanzó desde los aires el artefacto de su mala saña sobre la calva de un feliz que iba cantando y tocando las palmas. Hasta aquí, por cuanto podemos decir de las aves y sus inusuales y alevosos «accidentes».

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