/Paraíso: La noche sin límites

Paraíso: La noche sin límites

¨Si estás leyendo es porque muy bien no deben haber ido las cosas. Mi oferta es ilimitada, no se trata solamente de monedas, sino de una protección plena. Solo tienes que llamarme y te daré acilo.¨

Pasado el medio día, el centro de Mendoza suele ser un desierto. La siesta de un viernes mucho más. Por España, casi Colón, caminaba Víctor mientras leía el papel que le había entregado Jean Claude la noche anterior.

Silvio
15:05
Todo bien? Necesita algo?

Los mensajes del chofer no paraban de llegar tras cada llamada perdida. Acelerando el paso, camuflado en sus Ray Ban, secuestrado por dudas, intentaba descifrar algo de lo que se le presentaba: su familia no aceptaba ningún tipo de trato por la empresa, su abogado se comunicaba a sus espaldas con Silvio y encima se iba unos días a Chile justo cuando más lo necesitaba. Había más de una mentira cocinándole una trampa y de nada tenía un cabo para empezar a desmarañar tanto enredo.

YO
15:27
Voy a demorarme un poco más. Tenemos asuntos que resolver con Rivera. Te llamo si necesito algo.

 

Siguió en el tren de engaño.

 

Silvio
15:31
Ok. Saludos.

Apretó la S del teclado unos segundos y se marcó un número.

–Susana… ¿Cómo le va? –giró por Colón hacia el oeste– Bien…, necesito me haga un favor… si. Llame para dar de baja a la línea de Silvio… Si, después le explico con detalle, y váyase en el Mercedes hasta la casa de Maipú. ¡No!, no le avise a Silvio, no le diga nada. Espere ahí hasta que yo la vuelva a llamar –observaba por la periferia del ojo que un auto negro, desde enfrente, iba a su par con las balizas puestas–. No se asuste, Susana –miró por la calle a su espalda–. Haga lo que le pido y espere que yo le llame. Tampoco me escriba. Chau.

Sin meditar demasiado la situación, paró un taxi y subió.

–¡Doble por 25 de Mayo! –el tachero arrancó unos metros y giró tal cual le había indicado.

El auto oscuro intentó cruzar de carril de prepo, pero un embotellamiento lo frenó por delante y el costado. Por la ventanilla observó, cuando doblaban, las dos personas que lo cruzaraban con la mirada desde el interior de un Bora negro. En la cuadra siguiente los detuvo el rojo del semáforo. Otra vez miró hacia atrás y vio con cuánta furia se le acercaban. Abrió la puerta y tiró un billete de cien dólares sobre el asiento de adelante. El taxista apenas pudo sorprenderse. Corrió desesperado hacia arriba por Pedro Molina y cruzó el boulevard esquivando autos rumbo a la parada del tranvía. Se inmiscuyó entre la gente que bajaba y agazapado se coló sin que lo vieran. Cuando se empezó a mover, pudo verlos buscándolo por la explanada de arribo.

El destino se volvía único.

–Hola.

–Jean Claude, habla Víctor.

–¡Víctor! ¿De dónde me estás llamando?

–Un amigo me prestó el teléfono, el mío está funcionando mal –a su lado un pequeño lo observaba y volvía la mirada al segundero del reloj que llevaba en la muñeca derecha –¿Podremos juntarnos en una hora en tu casa?

–Claro que sí. Estoy con retraso, pero le aviso a Sami. Ella te espera. Me alegra recibir tu llamado.

–Acepto la propuesta –dijo cerrando los ojos–. Necesito que me ayudes y me dejes pasar este fin de semana en la casona, el lunes veo donde…

–No digas más. Hablamos luego, puede ser peligroso por teléfono. Abrazo, Ami.

–Abrazo –contestó Víctor confirmando que el francés sabía igual o más que él de su situación, lo que le trajo un ápice de calma.

*          *         *

–Pasá, ponete cómodo.

–Gracias –parada en el marco de la entrada al living, Samantha extendía la mano hacia dentro como quien le ofrece un banquete para degustar.

–Sentite como en tu casa –Diéguez disfrutaba, con tan solo dar dos pasos, como el aire acondicionado le penetraba por debajo del saco–. Claude me pidió que te atendiera porque está demorado en Tunuyán. Fue a ver un campo que le han ofrecido, algo así. ¿Querés tomar algo?

–Eh, un vaso de agua, por favor. Ah… –Samantha caminaba hacia la cocina– ¿Puedo usar el teléfono un minuto?

–Si, usalo el tiempo que necesites –señalándole el inalámbrico.

El señor Diéguez intentó un par de veces a la casa de Maipú. Nadie contestó. En el celular de Susana, y tampoco tuvo suerte. Pensó que podía ser pronto, tal vez aún estaba en camino. Volvió a temer tras otro intento fallido más.

–¿Preocupado? –dijo la rubia mientras traía una bandeja con una jarra y unos vasos. La apoyó sobre la mesa.

–Si –dijo Víctor sin poder evitar tentar su vista con el escote de la chica.

–¿Algo grave? Perdón, soy muy metida, no contestes sino querés…

-No, está bien –pensó que hablar un poco podía ayudarle a masticar el tema –. Pasa que necesito resolver la venta de la empresa de mi familia. He venido a Argentina a intentar comprarla, pero el grupo al que pertenece uno de mis hermanos y otro familiar se niegan.

–Y si esperás un tiempo…

–Es que vamos a perder todo si no es ahora. Hay una deuda que se generó con un banco y lo van a rematar si no lo solucionamos antes de que salga la sucesión. Sospecho de todos a esta altura. De mi abogado, de mi chofer. El contador de la familia desapareció de la noche a la mañana con los libros de la sociedad que tiene a su nombre éste, y un par de negocios más, también –Samantha achinaba sus ojos mientras escuchaba–. Te aburro con todo esto, imagino.

–No. En absoluto. Solo que… que, te veo angustiado y…

–Y qué…

–Recién hablaste de un abogado –suspiró–, y me acordé que más temprano, llamó alguien preguntando por Claude. Lo anoté –Samantha se estiró hasta la mesa y buscó en el dorso de una revista semanal–. Acá está. Dr. López Rivera.

La dama observó cómo el rostro del empresario tomaba distinto color.

–…Es el que me nombraste, ¿no? –preguntó ante la pausa de Víctor –¿Te sentís mal? –se le acercó y lo llevó despacio al respaldar del sillón. Le dio de tomar un poco de agua y lo apantalló con la revista.

Diéguez se terminó el vaso, y se sirvió un poco más.

–¿De qué zona sos? –dijo poniéndose de pie.

–Ciudad. Viví gran parte de mi vida en San Rafael hasta que me fui de casa –Víctor le daba la espalda–. Luego se dio lo de irme a Francia unos meses de intercambio, y ahí lo conozco a Jean Claude.

–Las vueltas de la vida –comentó mientras la rubia se le ubicaba al lado, observando con él los dos ovejeros alemanes que jugaban en el jardín.

–Si, muy loco… Lo conocí en un bar, estábamos con un grupo de amigos que nos juntábamos siempre y, no sé porqué, llegaron otros, desconocidos… entre ellos él. Nos divertimos mucho. Admito que se nos fue la mano con el vino, nos quedó corta la cena, y en un momento empezaron a irse; quedábamos cinco o seis. Una de las chicas propuso ir a su departamento a seguir la noche y nos fuimos sin pensarlo demasiado. Cosas que hacés de pendeja. Nos quedamos dormidos en un sillón todos juntos del pedo que teníamos –Samantha se sentó y Víctor la imitó en el sillón contrario–. A la semana siguiente le pusimos ¨la noche sin límites¨ y nos volvimos a juntar ese miércoles, y cada miércoles de ese mes, y del otro… Claro que los límites iban cediendo a medida que nos juntábamos. Algunos excesos de los que me arrepiento, otros no tanto.

–Me dijiste que eran…

–Seis, luego cinco.

–¿Y sobre qué trataban esas juntadas?

–Bueno, depende. Al principio rondaba sobre temas que no compartíamos con la otra parte del grupo. Mucha sacada de cuero –rió sensual y se acomodó el busto–. Boludeces… Luego fue tomando otro rumbo. En cada noche teníamos que confesar un secreto delante de todos. Algunos eran patéticos; solíamos especular con eso hasta que uno tomaba la posta y jugaba fuerte. Cuando terminaba, brindábamos y festejábamos con fondo blanco a lo que estuviéramos tomando en ese momento. Hasta que un día Claude confesó algo. Intenso, fuerte, quizás no tanto el secreto, pero si la manera en que lo contó. Tuvo la delicadeza de apagar las luces y dejar una vela encendida al centro de la mesa –dejando la vista dura como si lo estuviera viendo en ese instante–. Las sombras dibujaban ninfas sobre el mantel mientras relataba, te juro. Podía escuchar cómo la tocaba a Marisa desde donde yo estaba. Si, se hacían los distraídos; mientras contaba, sin dejar de abrazarla, la acariciaba. ¡Todos escuchamos! La calentura nos estaba matando. Los detalles, los lugares, en un momento sentí la necesidad de sacarme las botas y tocar el suelo frio con la planta de los pies. Leo metía algún bocado en broma para cortar la tensión o nos servía shampagne para callar al fuego que teníamos; pero era peor. El aire faltaba, era como que el departamento transpiraba. En un momento, siento que me tocan la mano. La que tenía libre… –nuevamente sonrió pero sin sonido y bajando el mentón–. Al lado mío estaba Caro. La miré y estaba compenetrada con cada palabra. Me rozaba con las yemas suavemente, desde la muñeca hasta la punta de los dedos; dibujaba un ocho con las uñas por la palma, haciendo un poco de presión en el centro. Cuando quise acordar estaba respirando profundo. El aliento a sexo de todos se convidaba los deseos –tomó un sorbo corto de agua y siguió contando mientras movía en círculos el vaso–. Bernard hacía gala de su diferencia de edad y abusaba de la intriga que la juventud despierta sobre cualquier tabú. Cuando la confesión acabó, bebimos de corrido sin pronunciarnos al respecto. ¨¿Hubo otro encuentro de ese tipo?¨, preguntó traviesa, Marisa. ¨¿Ya lo habían hecho antes en grupo?¨, consultó Leo. Jean Claude hizo esa sonrisa que es tan ¨él¨ y dijo: una confesión a la vez.

–¿Y?

–Y nada, intentamos distendernos; pero era al pedo. Estábamos todos al palo. Creo que entre las chicas nos miramos como diciendo ¨quién se iría con Bernard¨ –hizo las comillas con ambas manos en el aire–. Leo se hacía el boludo sentado porque al parecer Marisa lo había estado mimando bajo la mesa. Cuando el sol asomó, resolvimos que era suficiente para una noche y nos fuimos a dormir todos juntos. Después de aquel miércoles, todo cambió.

En el momento que Víctor iba a comentar algo la manija de la puerta crujió y entró Claude.

–Disculpa la demora, Ami –dijo y se acercó a saludarlo.

–Todo bien, me ha atendido muy bien tu señora –lo palmeó en el hombro.

–Novia –dijo Samantha mostrándole que en su mano izquierda no había ningún anillo.

Los tres sonrieron.

–Permiso, voy a utilizar el baño –dijo Diéguez.

Se alejó hasta perderse en el pasillo. La pareja se miró seriamente.

–¿Todo bien? –preguntó el francés.

–Mejor de lo planeado –contesto ella y lo besó.

Continuará

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