«En un minuto hay muchos días.»
William Shakespeare
Un día monté en un tigre, uno invisible, de colmillos furiosos y hedientes.
Un día mis manos fueron de jade tibio y mis uñas sucias y eternas.
Un día el planeta Tierra explotó y nunca nos enteramos.
Un día mastiqué estrellas, no me gustaron.
Un día metí la cabeza debajo del agua con los ojos abiertos y contuve la respiración durante siglos.
Un día dejaste de mirarme y no existí más, sólo estoy en tus recuerdos.
Un día un poeta dejó de escribir y el mundo desapareció.
Un día un beso surcó las nubes rojas, lentamente cayó desfallecido y sus pétalos llenos de saliva se desperdigaron en el viento.
Un día la noche llegó de rodillas, exhausta y sedienta.
Un día le sostuve la mirada al amor, entonces mis ojos estallaron y mis cuencas quedaron vacías pero satisfechas.
Un día disparé un arma de fuego y me sentí indigno, la bala aún sigue viajando mientras agujerea planetas incautos.
Un día fui un pulpo latiendo en el fondo de las Fosas de las Marianas.
Un día un gato me habló susurrando y sonriente; sus bigotes vibraban mientras las palabras que decía se volvían inexpugnables e incompresibles.
Un día pisé flores amarillas.
Un día fue mañana y todos los relojes enloquecieron, gritaron por horas hasta quedarse sin dientes.
Un día fui boxeador, caí de un uppercut certero y hermoso; la cuenta hasta diez todavía no termina y estoy nocaut.
Un día fabriqué una nave espacial y puse proa hacia el sol, descubrí que en su interior, éste guarda arañas de oro.
Un día conjeturé que el tiempo no se contaba ni en horas, minutos o segundos; se hacía en bostezos, picazones y parpadeos.
Un día, sin razón alguna, sentí una alegría inconmensurable; mi instinto me dijo que desconfiara.
Un día entré en trance y vi el futuro, estaba todo fuera de foco.
Un día escupí colores; estaban todos, faltaba sólo el verde.
Un día vi treinta dos soles; lo sé, los conté, eran treinta y dos, estoy seguro.
Un día se me dio por practicar la combustión espontánea y supe lo que sentía un fósforo.
Un día me metí al mar azul, espumoso y lleno de furia. Nadé por horas entre peces voladores y náufragos dormidos; luego, agotado y con mi cuerpo sumido en calambres, me dediqué a ver las constelaciones debajo el agua, entre los corales.
Un día caminé entre las marañas de la oscuridad y llegué al Principio. Entonces vi luz, la de tus pupilas carnívoras. Me senté tranquilo a descansar mientras acariciaba tus pies.
Un día me desnudé y salí a la calle, cerré los ojos y me encontré en Ganímides.
Un día terminé de escribir este texto, pero se siguió escribiendo solo. Un día un gato me habló, susurrando, sonriente, sus bigotes vibraban mientras las palabras que decía se volvían inexpugnables e incomprensibles.