/El Primero y el Último de la Fiesta

El Primero y el Último de la Fiesta

Fue en una agradecida ocasión del otoñal mes de octubre que mi presencia fue de requerir por un buen amigo de merecida atención. Era la ocasión la de su casamiento; una fiesta cuya notificación celebré con gratitud, y a cuya petición contesté positivamente y de corazón, pues desde ahí dentro dije como en tiempos antiguos: ¡que me place!

Tras un marcado análisis de mi horario escolar, pues no tenía precisamente poca ocupación en el estudio, decidí que me era conveniente, sin más ni más, acudir a la visita por el tiempo justo, y por justo entiéndase el día de la fiesta y ya. Así, estando su residencia a gran distancia, en el estado de California, desembolsé con más alegría que dolor los dolores monetarios que con tantos impuestos y trabajo ganaba.

Os preguntaréis, quizá, cómo es que un estudiante de bajo salario y escaso tiempo se emprende en tal costosa visitación. Digamos, queridos compañeros del sacrificio, que la amistad no cuesta dinero, sino tiempo. Mucho más que el bolsillo me hubiera dolido el corazón si del suplicando convite le hubiera devuelto yo una negativa; no hubo nones ni nanáis en mi voluntad, pues tal es mi apreciación de esa amistad que, ante tal ocasión, no hay naturaleza para los noes. Con esto veo suficiente explicación para mi deseo.

Llegó el día anterior a la boda, día que elegí para aterrizar en Los Ángeles. No perdí el tiempo: por la mañana estudié para un examen, seguidamente tomé el examen y, sin tardanza, justo al entregarlo, me di a caminar hacia la estación de tren. Os explico mi geografía. Vivo en una pequeña ciudad al sur de Salt Lake City, la capital de Utah; y como es de esperar, mi avión no salía de la puerta de mi casa, sino de la capital. Por eso, me era necesario ir a la estación para tomar un tren a Salt Lake. Ahora os explico mi patrimonio: un móvil o celular, una cartera con algunos ahorros, un alquiler mensual a pagar, un regalo a dar y ropa. Con todo ello en una mochila, sin coche o carro, le di a la pata hasta encontrarme sentado en el tren.

Os explico algunas cosas. Viajar en soledad es una aventura gratificante; el corazón vacío de toda compañía se llena de la incertidumbre y el aislamiento clausurado, pero todo ello se envuelve de la más intensa satisfacción independentista. Sin embargo, tras tal degustación de agridulces sentimientos, queda un regusto de melancolía en el que uno se siente, en parte, abandonado. Esa es la atmósfera que consigue que la observación, desde el filtro naranja del otoño, vea el mundo como un agujero negro que absorbe la luz del hombre y deja sólo la bazofia atrás.

Me bajo del tren y a cuatro pasos me meto en el tranvía que al aeropuerto va.  De nuevo sentado, me dedico a mirar por polvorienta ventana. A medida que me alejo del centro de la ciudad, el paisaje cambia.  Las hojas caídas hacen de colchón para los vagabundos, a las luces de las farolas se le suman las de las ambulancias que atienden a los heridos de un tiroteo, a mi soledad se le suma la insustancial compañía de los esclavos de la monotonía que vienen de trabajos odiados. El mundo se vuelve obscuro. El avión se convierte en una cárcel metálica estrecha y claustrofóbica; ahí se dividen por una cortina y un mejor trato los ricos de los pobres, y así se molestan estos, rodando los ojos, cuando en el abordaje pasas por su lado. ¡Y qué miran? Sabrá quien lo que ven por esos ojos; yo no veo nada más que a mi y mi mochila.

Salgo del aeropuerto y el mundo cambia. Mi amigo me espera en su nuevo coche, y Los Angeles se viste de luces y lujo decorados por palmeras y montañas áridas.

-Pero mira a quien tenemos aquí. David Moraza.

Hosanna, ahí se me despierta una sonrisa. Qué curioso es el mundo, que de la soledad saca chatarra y de la compañía saca oro fino. Ahí empezó la fiesta, amigos, conmigo empezó. La noche de antes a la unión matrimonial.

Aguarden la lectura señores, no me dejen a medias que ahora viene lo importante. Transcurrió la fiesta en paz, en diversión y sin conflictos. Casado mi amigo, se fue para sus confines privados con su flamante esposa y yo me fui para mis confines privados con mi vuelta soledad parcial, pues la casa en donde yo dormía tenía habitantes, su abuela. Ésta, sin embargo, no se manifestó y prefirió habitar la noche como un fantasma sin presencia. Igual hice yo. Fue a la mañana siguiente, antes de tomar el tren que me llevaría de nuevo al aeropuerto, que la anciana hizo acto de presencia. Después de muchas preguntas sobre el desayuno, lo que me gustaría o lo que no, decidió que era hora de destapar su cofre histórico y dejar que sus historias escaparan de los lazos del silencio.

-La juventud hoy en día hace mal uso de los celulares. Estos tienen su uso, pero no hay que hacer abuso. Ya no puedo hablar con mis nietos, en fin.

La anciana iba de un lado al otro de la cocina, trajinando.

-Mi marido murió hace cuatro años. Pero estoy bien acompañada, mis hijos no pasan una semana sin llamarme y me ayudan mucho. Ya no puedo hacer las cosas sola, ¿sabes? Soy una mujer de noventa años, señor, ni uno más ni uno menos.

Me pregunté si me estaba pidiendo ayuda indirectamente. No pareció el caso, dijo que no.

-Mi marido y yo fuimos a Guatemala y Honduras en una misión cristiana. Vaya, mucha pobreza, mucha pobreza. Las casas ni siquiera tenían dirección, uno decía «al cuarto bloque gire usted a la derecha y la sexta casa a la derecha». No se cómo será hoy en día. Así eran las cosas hace cincuenta años. Ahí conocí a un chico, un jovenzuelo que era muy popular en la parroquia; ese muchacho era una dulce desgracia. Era bueno de corazón, pero su mente no le llevaba por el mismo camino. Quería vivir con Dios y con el Diablo al mismo tiempo. Venía a la iglesia, pero después… En fin, después hacia todo lo que Dios y la ley del país prohíbe.

Paró la plática unos segundos y me miró como cuando alguien quiere que aprenda algo.

-Uno no puede vivir dos vidas, muchacho, uno no puede vivir dos vidas.

Me vi en el tren, al poco de terminar la desayunada conversación. Por la ventana de ese otro tren vi la decadencia de Los Ángeles pasar. Vi las dobles vidas de la humanidad, y la mía propia, si acaso alguna había. ¿Hay integridad en el mundo? ¿Conocemos a las personas del mundo, o solo a su mitad?

Ya vuelto en Utah, densa la noche, tomo ese último tren que a mi ciudad llevaba. No hay nadie, solo yo y los grillos. Una urgencia repentina, esa que se representa con el número uno, se me viene a necesidad, pero no hay nada abierto, todos duermen, todos han muerto ante el sueño. Comienzo a caminar, mirando a todos lados; tengo miedo de un encuentro indeseado. No puedo caminar bien, necesito ir al baño, me impaciento. Cruzando el puente que sobrepasa las vías del tren, veo una esquina sucia y llena de soledad, y de ella me acompaño para satisfacer mi secreta necesidad. ¡Soy una rata! Me encuentro escondido en los recovecos más impensables de las heces urbanas, y a la porquería le añado yo de mi propio cuerpo.

Llego a casa, encuentro vida de nuevo. Mis compañeros de piso me saludan y preguntan. Yo digo que todo ha ido bien. Me cambio de ropa, me relajo.

Aquí, señores, la fiesta ha terminado, conmigo, el último de todos en llegar a casa y encerrar la experiencia en el diario de los cuentos de la vida.

Conmigo empezó la fiesta, conmigo terminó la fiesta. Una historia sucia y solitaria, pero una historia de una increíble y feliz satisfacción. Mi amigo me necesitaba, y allí estuve yo. Yo necesitaba ese viaje, y ahí estuvo el viaje.

Quizá sea la casualidad atea, quizá sea la causalidad religiosa, pero la historia pasó y llenó un vacío de conocimiento. Lo cierto es que nunca hubiera elegido ir acompañado, pues de la soledad aprendí un prodigio: uno no puede vivir dos vidas.

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