El reflejo en el espejo poseyó el éxtasis de un cuerpo buscando en otro las respuestas que aparecían entre letras surcando el pentagrama de la historia.
Una mujer desnuda y en lo oscuro
es una vocación para las manos
para los labios es casi un destino
y para el corazón un despilfarro
una mujer desnuda es un enigma
y siempre es una fiesta descifrarlo.
Mario Benedetti.
Después de haberle enviadoa Lisandro el linkde los textos de una escritora con antifaz, que aparecía como una sombra entre nosotros, el encuentro no se hizo esperar. Yo sé que soy su amante, no hay nada que explicar en relación a eso. Pero me acosaba la duda de quién más sabía esta historia y, de saberlo, por qué él habría cometido la infidencia.
No me molestaba el hecho de que, finalmente, se animara a blanquearle a alguien más que a su sombra mi existencia en su vida y los sentimientos que lo unen a mí, después de cuatro años de amantazgo. Pero esta vez era distinto.
La honestidad con la que nos habíamos manejado siempre, implicaba saber con quién estaba el otro. No era un pacto explícito, pero estaba claro que no había necesidad de ocultarnos esas posibilidades o concreciones. Hasta ahora no se había dado que alguno de los dos tuviera que admitir un nuevo visitante en nuestras camas aunque, cuatro años es mucho tiempo y sería esperable que alguna vez sucediera. Sin embargo, mi tormento tenía que ver con la sorpresa de sentirme descubierta desde un lugar que no imaginé. Me he manejado cómodamente entre las letras sin ninguna culpa, la escritura es un oficio de hacer historias para otros. Esa es la alquimia. Lo que ha sucedido con ella me intriga. No sé si es tan buena narrando o si hay más que una fútil coincidencia.
Al llegar a la casa de Lisandro, el beso suave con su mano tibia sumergiéndose en el umbral de mi cintura, me relajó. Las copas de vino a la espera y la botella abierta llamaban a la charla. Nos acomodamos en el sofá y entre los almohadones no tardó en aparecer ella. Sus letras, sus palabras, las imágenes de relatos insomnes que asomaron primero lentamente y después cubrieron la luna con su sombra.
—¿En serio no sabés quién es?—pregunté, tratando de descubrir en sus pupilas una mínima dilatación que me indicara la mentira.
—Te juro que no aunque, no te voy a negar que al leerla me resulta atractiva e intrigante —respondió esquivándome la mirada mientras servía el vino y buscaba en la compu alguna canción que le pusiera música al momento—. ¿Qué querés escuchar?
—Probá con Drexler—Sugerímientras me dispuse a subir mis piernas por encima de las de él, en el sillón—. A mí me cuesta creer que nos describa tan exactamente…—insistí cuando empezaba a sonar “La trama y el desenlace”.
—Nenita, ya me diste un sermón de eso, me explicaste la diferencia entre el artista y la persona y que todo es ficción y bla, bla, bla…—dijo moviendo sus manos en círculo para luego tomar la copa y beber el primer trago sosteniendo su mirada en mi semblante—. Si querés revisamos tus historias también… —insinuó mirándome con las cejas levantadas y una mueca de fiscal que acaba de dar un buen argumento.
Todavía recordaba el poema “El hombre de la foto” y la pregunta que yo no contesté. “ ¿A quién se la escribiste?”, había querido saber en aquel momento. Yo me evadí con el relato de la inspiración momentánea ante una imagen sugerente. Le había mentido, y probablemente se dio cuenta porque a mi explicación siguió la sentencia: “No puedo leer lo que le escribís a otros”, y luego dejó de leer lo que encontraba sin querer en mi computadora. Sólo leía lo que yo intencionalmente le compartía.
“Amar la trama más que el desenlace”, cantaba Drexler y me sacó de mi viaje en la memoria.
—Mirá Lisandro, no me hagas a mí ese papel que te lo conozco más que nadie y sabés bien por donde vienen mis historias. Lo que quiero decir en este caso es que hay algo que ella me intenta decir más allá de la ficción,¿entendés?
—No, no entiendo. Creo que te estás enroscando al pedo —argumentó él ahora mirándome a los ojos y frunciendo los labios. La claridad de la mirada y la serenidad de su media sonrisa me indicaron que no mentía.
—Tus viajes a Buenos Aires, los libros que cita, los lugares, el vino, los aromas, Sabina entre los acordes y ahora esto último: el espejo…
—Lo del espejo lo planteaste vos, si ella entendió el juego, lo está siguiendo, nada más. ¿Empezaste a leerla por curiosidad, por admiración o por morbo?
Lo miré extrañada, no le había compartido el texto en donde ella hablaba del espejo. Me di cuenta de que la había estado leyendo más allá de lo que yo le había hecho saber. Pasé por alto el descubrimiento, ya tendía tiempo de averiguar eso.
—Un poco de cada cosa—respondí—. ¡Me sorprendés!, no te conocía tan resuelto. Hasta la semana pasada, la posibilidad de que alguien nos descubriera te ponía bastante nervioso…—dije con sarcasmo.
—No me pone nervioso que alguien sepa, sino que la situación se salga de control con Laura—afirmó él en un tono firme, pero sin levantar la voz, refiriéndose a su novia mientras subía sus dedos por mis piernas.
Notó mi espasmo a la caricia y aprovechó para indagar el tamaño de la ropa interior. Levantó la falda para ver el paisaje completo por encima de las ligas en mis medias de red. Acercó sus labios a mi entrepierna y descubrió mi humedad. Me quité el vestido y en un instante tuve su humanidad erecta tendida encima de la mía. Le desabroché la bragueta y con los tacos de mis zapatos enganché suavemente las presillas de sus pantalones y desnudé sus piernas con impecable pericia. Él se quitó la camisa y ya estábamos piel a piel.
No podíamos evitarlo, quisimos continuar la relación como amigos varias veces, pero no sabemos hacerlo. La cercanía nos ciega las razones, el perfume nos llama y la seducción baila en el borde de las copas que lloran sus lágrimas de vino.
Me di vuelta sobre él y lo inmovilicé con mis piernas. Sé que le gusta contemplarme así, dominándole los impulsos. Acerqué mis labios al lunar de su mejilla y luego me levanté. Verme deambular semidesnuda por sus espacios vitales, le exacerbaba el morbo voyerista. Tomé la copa y caminé hasta los estantes repletos de libros. Cientos de ellos eran testigos de las palabras que no compartíamos con nadie más. Ahora una extraña había descubierto el mecanismo de esas noches robadas, entre las formas significantes de todas las letras que pudieran caber alrededor de esta historia que no sabía ser sólo de a dos. Tomé el lomo blanco destellante que tenía el nombre de Mario, mi cómplice. Esta vez no fue al azar. Él observaba tendido en el sofá. Le extendí el libro y le ordené buscar un poema, cualquiera. Y sabiendo que, al hojear yo siempre me quedo entre los “Poemas de otros”, eligió uno que quiso empezar a leer, pero decidió dejar el libro. Se paró descalzo, recitándolo en voz alta hasta alcanzar la guitarra que tenía en el rincón.
“Una mujer desnuda y en los oscuro…”, comenzó a melodear con su voz tan gastada de noches solitarias. “…Tiene una claridad que nos alumbra…”, continuó al tomar la guitarra, empezando a acariciar las cuerdas, sentado en el respaldo del sillón.
Yo lo escuchaba, pero veía en él un aura volátil. Intenté sentir que esa canción era para mí, ¿por qué no lo sería? La imagen de ella empezó a susurrarme al oído. Cerré los ojos y traté de ponerme en su cuerpo. Me acerqué a la lámpara para bajar la intensidad de la luz reflejada en los cristales. “Una mujer desnuda es un enigma y siempre es una fiesta descifrarloooo”, canté con él. Me dejé llevar por la letra, viendo el cielo raso convertirse en cielo y sentir la gloria de no ser inocente. Rogando que esa a quien empezaba a vislumbrar, desbaratase por una vez la muerte en esta noche sin luna.
Lisandro levantó la mirada sin dejar de rasgar el silencio con sus acordes. Me vio poseída de un éxtasis que apenas podía entender, pero le gustó mi pose de piernas abiertas sobre la mesa del living, frente a él. La guitarra entre sus manos se me ocurrió un cuerpo y sentí celos del instrumento entre su entrepierna y la mía. Entre sus manos y las mías. Entre su boca y la mía. El roce de las pestañas en el cuello del otro era el único espacio permeable para hechizar los pentagramas.
Me puse de pie, y me dirigí al sótano a buscar otra botella de vino. Se había bebido más de la mitad en la espera de mi respiración surcándole los momentos. Me observó ir. Siempre me observa ir. Sentí la mirada occipital desde el cuello hasta mis nalgas. El flujo de mi carne buscando derramarse en él, pero sin que ella dejara de habitarme. Observé el jardín tras la ventana antes de descender por la escalera. El jardín, de noche, en la primavera temprana de la cuarta floración de aquellos cerezos ante mis ojos.
Bajé la escalera con el aroma de los paraísos entrando a través del balcón. Descendí a oscuras, preferí acariciar las botellas y que el destello apenas perceptible que entraba por el tragaluz me guiara hacia la elegida. Mis dedos encontraban en sus contornos mil formas que se le hacían conocidas a mis sentidos. Ensimismada, no escuché los pasos de Lisandro en la escalera y al sentir su mano encontrarse con la mía en las caricias que buscaban un malbec, supe que en la oscuridad también podíamos encontrarnos y elegirnos. “Esta es muy joven”, dijo llevando mi mano hacia las demás. Había tomado mi índice para acariciar el relieve de los años en las etiquetas hasta encontrar un Blend 2014 que estaba a la espera de una ocasión. El vino nuevo de la vendimia en la que nos vimos a los ojos de una cosecha inesperada. Parecía una metáfora adecuada para disfrutar al beberla. Tomé la botella y le permití observarme subir la escalera con una promesa entre las manos.
Sin interferir en mi búsqueda de un destapador entre los cajones de su cocina, me siguió hasta el living y dejó a mi voluntad el menester de descorchar mientras buscó una copa nueva. Él era correcto a la hora de degustar, no mezclaba las partículas de una sustancia ya bebida con la prístina castidad de una por descubrir. Acercó la copa y yo vertí en ella todas las constelaciones que custodiaron el apogeo de una virtud violácea.
Él meneó el cáliz y yo imité el movimiento del vino con mis caderas. Sonrió. “Tiene buen cuerpo”, dijo acercándome la copa a la nariz. “Intenso”, respondí al percibir el aroma del roble. Luego arrimó el borde a mi boca y permitió que la pócima entrara en contacto con mi lengua y desbordara por la comisura de mis labios, derramándose por el camino que él adoraba humedecer entre mi cuello y el ombligo que conectaba umbilical al centro de su deseo.
Pedro Aznar cantaba ahora “Cuando me llamó, allá fui. Cuando me di cuenta estaba ahí. Cuando te encontré me perdí. En cuanto te vi me enamoré…” Ya no hablaríamos de ella esa noche, pero estuvo con nosotros entre los brindis, la entrega y el sueño.
Continuará… (Seguramente continuará).
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