Puedo decir, ante la tiránica inmensidad de la noche, que los relojes pararon para siempre en algún lugar, en alguna canción inesperada, en los recovecos de aquellos que luchan contra sí mismos esperando la redención, en aquellos que mueren en los hospitales, bajo el yugo del vil metal o el fuego de las armas que nuestra humanidad creo para autoabastecer su hambre asesina.
Llora la tierra ante los tratados mineros, llora nuestra agua ante cada toxina, ante cada maldad que oscurece su transitar en los ríos. Mientras exista el sol seguiremos siendo vos y yo, unidad química e irreproducible en cualquier parte del universo. Vos, y yo, todos, nosotros, configuramos la existencia y a través de todo este sin sentido general, somos responsables de la aniquilación de los conceptos de felicidad. Nos entregamos a las maquinarias del capitalismo, que disfrutamos a cada paso y en cada instante que escribimos en busca de una superflua superioridad. Estamos ahí, ante todo, como si fuéramos una nada que pasa y se deshace.
Quisiera utilizar un fragmento de Jorge Luis Borges en su soberbio poema llamado «manuscrito hallado en un libro de Joseph Conrad», que reza, y ante la mirada de ignaros idealistas:
El humo desdibuja gris las constelaciones
remotas. Lo inmediato pierde prehistoria y nombre.
El mundo es unas cuantas tiernas imprecisiones.
El río, el primer río. El hombre, el primer hombre
Todos somos los ríos que pueblan nuestra vida, nuestra esencia que corre para siempre en forma de agua, de sol, de pájaros en el amanecer que rezan sus plegarias a la luna que se funde en un abrazo con el alba. Todos somos el hombre que firma decretos y ahuyenta su dignidad en dolares. Todos somos los ocho mil bosnios muertos en la masacre de Srebrenica y también somos los generales serbios que sus armas descargaron con ocasionales justificativos. Todos vivimos en Sarajevo, en Bagdad, somos Vietnam yla Romade Nerón. Somos la inquisición y Malvinas y las Falkland.
Somos la eternidad
Somos el tiempo
La vida.
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