/Té con lágrimas

Té con lágrimas

Los primeros rayos del sol empezaron a cortar las sombras en la casa de los Aldaya. El viejo Eusebio estaba sentado en la cama, esperando justo eso: que el amanecer diera un repunte para tener una excusa y levantarse de la antigua cama matrimonial. Hacía un rato que estaba despierto, pero no lo suficientemente motivado como para ponerse en movimiento.

El viejo Eusebio…

Le decían viejo y apenas tenía 67 años. Pero en el barrio ya era el viejo Eusebio. El avejentado padre de Lorena y Joaquín Aldaya. Ella la mayor, él, menor.

Lorena estaba casada hacía varios años con un médico y tenían 3 hijos. Vivía lejos. Lo veía al viejo una vez por semana casi por obligación y como para que los nietos crecieran con un abuelo. El hijo menor -abogado que vivía en Brasil- visitaba al viejo apenas dos o tres veces por año. Estaba muy ocupado, y la casa familiar era solo un ancla para los pasos de un hombre portentoso y siempre en marcha. Eusebio los entendía a ambos y no se quejaba.

Eusebio jamás se quejó de nada. Era un hombre de los de antes…un viejo de los de antes. Uno de esos que nunca quebró una lagrima por nada ni por nadie. Ni siquiera cuando su padre le dijo adiós allá por el 56’; o cuando su compañero de colimba se marchó a tierras hostiles para defender la patria, y lo despidiera con el más cálido de los abrazos para nunca más volver.

El viejo Eusebio. El padre lo de Lorena y Joaquín. El viudo de Elisa.

Doña Elisa lo acompañó desde muy pequeño. Como todos los matrimonios de antes, Elisa y Eusebio se conocieron en el despertar de la juventud. Se enamoraron perdidamente y se terminaron casando. Tuvieron dos hermosos hijos, y toda la vida se dedicaron a ellos hasta que los pichones abandonaron el nido. Primero con pasos torpes; después seguros y austeros. A partir de ese momento en que volvieron a estar solos, fueron 20 años del Viejo Eusebio y Doña Elisa. 20 años hasta la semana pasada.

Doña Elisa no aguantó el trajín de la vida y se despidió del plano terrenal. Al viejo Eusebio le quedó nada más que el suspiro de “la Elisa” cuando se durmió la noche anterior para ya no despertar. Eso. Y casi 50 años de recuerdos.

Después del funeral y las visitas obligadas, Eusebio amanecía por primera vez sólo. Completamente sólo en tantos años.

Recorrió el caserón en busca de fantasmas que no encontró y llegó a la cocina. El alma donde mil veces había compartido charlas matinales con doña Elisa, ahora estaba en silencio.

Recordó tantos desayunos como pudo. Él, siempre café; Doña Elisa, su té de duraznos. Risas, discusiones, peleas y reconciliaciones se le vinieron a la mente. “Pero la pucha, che…” exclamó para sus adentros.

Se acercó a la cafetera y se sirvió un café negro bien cargado. Pero cuando estaba por sentarse miró de refilón la caja de té de doña Elisa. Sin pensarlo dos veces se acercó a la bacha. Tiró el café de la taza, calentó agua y procedió a prepararse la infusión.

Se sentó en la silla de siempre, frente a la ahora silla vacía que su mujer ocupaba. Cerró los ojos, respiró hondo -tanto como para llenarse los pulmones del aroma a durazno- y finalmente abrió los ojos…

Fue ahí, entonces, que el viejo Eusebio lloró.

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