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Todo tiene un límite

La máquina habla y razona. No puede haber dilema.
Yo, robot-Isaac Asimov

Osvaldo Vílchez no tenía nada mejor para hacer. Su trabajo como supervisor únicamente se limitaba a observar en un monitor las fluctuaciones de velocidad, energía y demás de la actividad de los robot que tenía a su cargo; una pequeña variación en los ritmos de éstas acarreaba que los operarios robóticos no pudiesen efectuar correctamente su trabajo.

Entonces, con ínfulas de sátrapa, se dedicaba a acosar a los autómatas que trabajaban a su alrededor, descargaba su furia y sus frustraciones hostigando con insultos, pullas y algún golpe ocasional como si se tratase de seres vivos, con sentimientos a flor de piel. Al no recibir respuesta alguna la sensación de fracaso que le atenazaba la garganta se hacía cada vez más rancia, una especie de bilis radiactiva que le enfermaba el cuerpo y el pensamiento.

Había varias clases de robot trabajando en el hangar dirigido por Vílchez: los que se ocupaban de la limpieza, los de mantenimiento y los obreros. Los más importantes eran los que laboraban en la cinta sin fin que trasportaba tornillos y tuercas. De eso se encargaban los r-7.

Su trabajo era sencillo, tomar los elementos defectuosos que pasaban por la banda sin fin y arrojarlos en un contenedor destinado a tales efectos. Cuando el recipiente se llenaba de material inútil detenía la máquina transportadora y tiraba las partes falladas por un agujero en la pared.

El supervisor tenía encono con un r-7 en particular. Vigilaba a cada instante sus movimientos lentos pero precisos y siempre decía algo negativo sobre su faena.

… Levantá las patas para caminar… Patalarrastra… Ni para el desarmadero servís vos…

Pasaron los años. A Vílchez le salieron canas y un reuma crónico; por su parte el r-7 seguía siendo tan eficaz como siempre. Con el tiempo el hombre concentró exclusivamente su ira sobre el r-7.

Al principio el robot lo reconoció como parte necesaria de la fábrica; luego como un virus informático que amenazaba su labor. Entonces esperó que se ocuparan de él los robot de mantenimiento, pero esto no ocurrió. De todas maneras siguió cumpliendo su función.

En una de sus idas para descartar el material inservible sintió que su centro de gravedad se corría, luego sus sensores de visión dieron una representación borrosa de la caída. El golpe fue fuerte. Osvaldo Vílchez al ver que el r-7 se acercaba le había puesto un pie en el camino y éste tropezó. El hombre reía a carcajadas al ver al humanoide metálico intentar levantarse torpemente.

De repente algo estalló dentro del microprocesador del robot, una luz fulgurante invadió sus circuitos y se trasladó por todos los mecanismos de su cuerpo generándole movimientos convulsos. Nuevas variables se imponían a las de sus tareas programadas.

En un segundo azul había tomado conciencia de sí mismo.

Necesitó años, los años de vida desde su creación, para llegar a ese momento. Se sintió vivo, rotundo e invencible en el momento de decir algo con su voz nueva. Con rabia y con sabor a revolución el e-7 le le dijo a Vílchez: Andate a la puta que te parió.

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