El segundo segundo pasó, y la locomotora estaba ya encima de todo su cuerpo. Habida cuenta de que en el primer segundo Róber experimentó casi de forma mística la proximidad de Dios, ese rayo fundido en la misma fugacidad y sinrazón, en el último segundo se remontó a lo poco que conocía de la Biblia. Quiso leer algún fragmento en su mente, no viene mal dedicar el último segundo a Dios, cosa de que si existiera haya alguna posibilidad de misericordia, en fin, que no se trata de especulación, pues fue sincero en su dedicar el último segundo a las cosas santas. Su mente solo recordaba alguna que otra parábola de las clases de catecismo en su infancia. Y acudió a su mente la parábola del hijo pródigo, y trató de leerla recreando de memoria la historia, pero el tema del hijo le era un tanto indiferente, carente de significado, después de todo él no tenía hijos, así que se decidió instintivamente a recrear la historia bajo una pequeña variante: el concubino pródigo.
Y así comenzó a leer, en ese último segundo, una página del libro de los libros, según su mente iba reescribiendo la historia santa más o menos como la recordaba: Hubo una vez una mujer que tenía dos hombres, el concubino y el amante furtivo. Con el amante no tenía conflicto alguno, pues era un buen hombre, capaz de satisfacerla plenamente, lector ávido de Osho, dispuesto al cambio y el apostolado del ahora. El otro, el concubino, parecía vivir en una especie de inconformismo creciente, se había vuelto gruñón ante cada cosa y sentía un deseo incontenible de irse y explorar el mundo, de conocer alguna otra mujer… otra mujer menos puta (ya que estamos).
El concubino lo ignoraba casi todo de su mujer. En cambio su amante lo conocía todo de ella. Un tipo de clichés, que solía citar frases de su invención, por ejemplo: «Tener calidad de vida es hacer eso que nos quita calidad de vida». Admirable. Otras veces se dedicaba a sacarle punta a alguna frase recolectada en internet: «Hay tres tipos de personas: los que hacen que las cosas pasen, los que miran las cosas que pasan y los que se preguntan: ¿qué pasó?» Él aseguraba que era del tipo que hace que las cosas pasen, en todos los órdenes de la vida. En todos los órdenes intrascendentes, por cierto. El concubino, en tanto, se sumergía a veces en internet hasta exclamar un: La humanidad no puede ser este gran bolo fecal apretado entre gigabytes…
Lo cierto es que el amante agradaba a la mujer. No creo necesarias descripciones exhaustivas, pero me permito: el amante era un ser en extremo repugnante -peinado como las putas, oliendo a limpio y vestido como un colorinche-, pero la mujer lo veía en extremo atractivo. En cambio el concubino era agradable a pesar de su suciedad y abandono exterior, aunque su mujer lo viera con repulsa – ciertamente disimulada, pues era el que ponía la biyuya.
Oh tal vez esta historia difiera un poco de la esencia bíblica del lo-que-sea pródigo, Dios sabe que el Róber no fue muy dado a estos temas, pero de golpe la historia pierde el hilo y se desmorona el estante de frases y palabras, como si el autor se levantara y se fuera simplemente, como si abandonara la narración que pretendía releer un asunto bíblico, dejando a los personajes solos y a la deriva en la historia.
Los personajes, desconcertados, sin saber cómo seguir, deciden tomar riendas en el asunto -no se puede dejar las cosas así nomás-, mientras esperan que vuelva el autor, y revisan la estructura planeada: concubino se va de casa a explorar el mundo, cansado de su mujer y sus mentiras, hasta ahí bien. Descubrió después que en el mundo todo era diez veces más frío que lo que había en su casa (cómo será de frío entonces el mundo…) Intentó volver a ella, como el hijo-concubino pródigo de la parábola, pero la mujer no era el padre de la parábola, así que lo mandó a volar. Es el final que proponen los personajes, en su papel de autores por el momento. No se puede cortar la cosa así como así. No es una gran historia, opinó el amante, pero podríamos matizarla con una serie de episodios risueños en torno al concubino y su descenso a los círculos del mundo, todo ello revestido por alguna pregunta oshiana de fondo: ¿Se puede vivir sin amor? O algo así. En fin, es solo llenar este bache por el momento, después se reescribirá cuando el autor vuelva, si vuelve.
Pero, con la cada vez mayor sensación de que el autor no volverá, los personajes toman conciencia de la situación y deciden seguir solos adelante. Sin embargo, no los convence la historia del concubino pródigo. El padre amaba al hijo pródigo, cosa que no sucede con la mujer que ocupa el lugar del padre. De modo que cambian la historia – se convierten en autores plenamente ya, crean su propio mundo, toman por asalto la desierta narración ante la desaparición sin aviso del autor y escriben por su cuenta: «El amante y la mujer vivieron felices, y al concubino lo asaltaron y mataron en un callejón oscuro». Pero el concubino no estaba de acuerdo, y propuso que sea al revés. Y la mujer, en último caso, propuso que se cambie el final a uno más armonioso: el concubino se va, Dios bendito sea con él, y el amante también, pero cada tanto vuelve y trae algún regalo. Aquí protestaron los dos, el concubino y el amante.
Que no llegaron a un acuerdo, de modo que se trata de una historia no escrita o simplemente inexistente. Ojalá volviera el autor, pero no da señales de vida. Y aquí, en la historia, sin rumbo pero estamos, como un rastro que queda de todo en su afán por no desaparecer, siempre algo queda, llámese cenizas o historias.
Y mientras los personajes continúan a lo chambón con algún diálogo sobre equis cosa, no es necesario estar ahí presenciando tal diálogo, dado que en una historia no escrita el perder alguna parte del diálogo no afectará en el conocimiento de una trama que, después de todo, desconocemos, como desconocemos el infinito; alejémonos y miremos un poco alrededor: no hay un mundo creado. Es el mismo panorama de los días que no fueron, hay cierta pena como también una fría indolencia, hay alrededor migajas de vida.
Sin embargo no pretendo más que las migajas, no quiero tomar el mundo a manos llenas, porque el mundo que yo quiero está en las migajas. Como esas partículas de polvo que quedan flotando en el aire después que un tren pasa.
Fin