El Róber se acomodó los auriculares mientras caminaba. La música era -por la acordeona del vallenato- como el lento trotar de un caballo. La música, será que es eso: un caballo que trota y no sabe, -Rilke lo vio desde un tren mirando el campo y ese mundo entre dos mundos, el sentir y el saber- caballo deshaciendo la frontera, como entre el viento y la correa. Sentir sin conciencia, la piel de una psiquis sin verbo, pero tan algebraica que es imposible reducirla a ese impulso final. Siempre hay dos mundos, y donde hay dos mundos hay una idea, pero sobre todo algo que se deshace entre los dedos, un fuerte temor a la vida, o una noche que medita sus pasos.
El Róber se acomodó los auriculares, y moviendo la perilla pasó de la emisora de folklore a una de rock. Batería, guitarra eléctrica, «you´re in the Army now, ouooh, you´re in the Army», la música inundó todo su oído, pellizcó su cabello y navegó en el cuerpo. El Róber movía la cabeza, «you´re in the Army now…», mientras cruzaba la vía, «you´re in the ArRRRRRRR” de pronto giró la cabeza y supo que la vida se le escaparía en un abrir y cerrar de ojos, el tren ya estaba encima de él y en unos segundos todo se apagaría.
Esos últimos segundos de vida, contenidos en un puño con el deseo y la imploración de ser vividos, plenamente, antes de su colisión contra el muro del tiempo. Inútil desperdiciarlos en el miedo o cualquier sensación provocada por la muerte. Esos segundos que llevan su inscripción sobre la frente: de aprovecharlos, eran sus últimos segundos, y si bien había desperdiciado años de su vida, no lo haría con estos últimos tres segundos.
En el primer segundo – y remito a las paradojas de Zenón destinadas a demostrar la imposibilidad del movimiento, aquella de Aquiles y la tortuga a la cual nunca alcanzaría porque el espacio se compone de una serie ilimitada de puntos como sostenían los pitagóricos; y así también el tiempo, en un segundo hay una infinita cantidad de puntos, y si bien el infinito es una palabra pretenciosa, cada uno de esos muchos puntos que componen un breve segundo puede ser contado, como arañando la boca de ese precipicio del infinito, y vivido, antes de apagarse en el segundo siguiente.
En el primer segundo el Róber barajó rápidamente la posibilidad de reconciliarse con alguna parte de su vida. Entonces se le aparecieron en el aire aquellas personas que eran pasto de rencor entre humillaciones y traiciones varias, agolpándose en la estrechez del tiempo, y una mujer sobresaliendo por sobre esas cabezas, esa mujer que se había vuelto el tenso filo de una navaja tras haber sido en algún tiempo la más dulce e inofensiva flor del mundo, trepándose ahora a la puerta del segundo para gritarle con su voz chillona:
-¡Te desprecio, sos una hiena, quisiera que te atropelle un tren y desaparezcas de este mundo para siempre!
En cualquier otro lapso de tiempo hubiera reaccionado devolviendo odio por odio, golpe por golpe, pero en este precioso segundo solo quiso sonreír y darle a entender con una sonrisa que aquella repugnancia y desprecio, hasta los agradecía, y que devolvía amor por odio. Mi sonrisa para vos, flor perfecta de este mundo.
-¡Estoy con otro tipo, gil, te cagué mil veces! -gritó la mujer con voz aún más chillona.
El Róber solo sonrió y le deseó toda la suerte del mundo. A fin de cuentas, era maravilloso que estuviera allí, ella, que estaba hundiendo una vez más la daga. Ojalá tuviera dos corazones, así podría ofrecerle uno más para saciar su furia. Tuvo tiempo todavía para regalarle todo lo que poseía, sacó su billetera y se la extendió, mostrando un buen fajo de billetes, debilidad que era su segunda piel, pero extrañamente ella no los tomó, y dijo:
-Estás en estado de shock, marmota, ¡te estoy diciendo que te cagué con otros vagos y vos me regalás tu dinero, estás delirando!
-Te juro que no, Margarita. Probablemente seas la última persona que veré antes de que inacabables siglos de nada se posen sobre mí. Es maravilloso ver tu rostro insultándome, es maravilloso este espectáculo de tus tetas caídas, de los bigotes que no te afeitaste, de tus ojos plagados de odio, todo eso es tan maravilloso que ahora creo en Dios -prepleja quedó Margarita, y siguió diciendo el Róber- Marga, sé que fui un miserable, que me acostaba a tu lado sin bañarme, que no fui muy coherente, pero no tengo tiempo de pensar en eso, estoy tratando de atrapar un segundo con todas mis fuerzas, solo un segundo, y en ese segundo no puedo más que ver la belleza de todo cuanto existe, ya sea una letrina o una playa junto al mar. Si supieras que en el tiempo está contenido el misterio de todo, me entenderías. ¡En un segundo, ahora mismo!
-Pelotudo, te la pasaste criticando a esos que dicen que debemos vivir el presente, el ahora, y sos peor que esos espiritualistas que hablan del presente, ¡por lo menos ellos se refieren al DÍA de hoy, no al SEGUNDO de hoy!
-Querida Marga, yo te hablo del verdadero presente, del SEGUNDO más absoluto de tu vida, en el que nada tiene otra alternativa más que la de ser bello, en el que no hay tiempo para nada más. En este segundo todo es solamente amor, no hay lugar siquiera para arrepentimientos, reflexiones o lágrimas. Segundo y siglo se confunden tanto que solo es posible el amor, y no sé quién inspira este amor, si Dios o la misma fugacidad, no veo escrito el nombre de Dios en ningún lado, y sin embargo lo está en toda la dimensión de este segundo. Es como si no viera el nombre del autor, solo la plenitud de su obra. Solo esas crines al viento del sentir, y su puerta sellada sobre todo pensar. ¿Entendés, Marga?
-Lo único que entiendo es que no te da el coeficiente.
-Tampoco es para preocuparse, se sabe que el máximo coeficiente intelectual en la historia fue alguien que no hizo absolutamente nada de su vida. Su coeficiente intelectual era monstruoso: 280. (Alguien que vivió allá por 1920, según se sabe.)
-No me interesa tu cháchara, estás loco.
-Qué bello, qué bello escuchar el sonido de tu voz, tu tono chillón y vengativo, no hay sonido más bello en el universo.
-¡Pero si siempre dijiste que tengo una voz de pito que te ponía los pelos de punta!
-Margarita, lo que tengo de punta es el pito, aprovechemos este segundo y amémonos acá, sobre estos fríos rieles, el tiempo corre y no hay que desperdiciar ni una milésima de milésima. Esa sensación de las manos acariciando la espalda, y la agitada respiración con olor a yerba todavía, esa…
-¡Soltame, degenerado, ya te dije que estoy con otro hombre, mi vida con vos se acabó, ya bastante soporté! ¡Si querés un segundo de sexo pagale a una puta, porque conmigo nunca más! ¿Qué soy yo, una mujer piojosa que me tratás así?
-¡Qué bello, qué bello! Esos gritos tuyos son música para mis oídos.
Extasiado por la claridad de vivir ese segundo de vida con todo su ser, de sentir y qué es sentir sino imaginar, Róber apretó a Margarita por la cintura y la forzó a un beso, pero ella le dio un golpe de puño en plena nariz y se apartó de él, desapareciendo súbitamente.
Ese golpe de puño que era nada más y nada menos que el metal de la locomotora tocando el primer centímetro de su rostro. La línea infinita que se cerraba.
Durante el segundo segundo, ante sus ojos entrecerrados por el golpe de Marga se abrió paso la neblina de un prado verde, la visión de su provincia. Estiró los brazos, parado sobre la tierra, se estiró para que el aire puro entrara en su cuerpo con la intensidad de un cometa que se escapa de los astrónomos. Caminó como yendo hacia el fondo del verde, de pronto la neblina dejaba lugar a los rayos de sol, caminó y abrazó la tierra con una plenitud que nunca antes hubo sentido. Y del campo, como si el espacio se acelerara, pasó a caminar entre la muchedumbre de la Plaza San Martín frente a la Catedral y su sangrado mediodía. Un guitarrista con un amplificador punteaba «India» y el punteo de la guitarra inundaba toda la amplitud de la plaza y el ir y venir de la gente. El estuche del instrumento con uno o dos billetes de diez pesos, junto a los zapatos gastados del artista. Las notas convertidas en una nube lenta sobre la interminable placidez de los árboles. Las palomas, que se cagan en todo. Y los ojos de la catedral, con su pasado inmerso en lo fijo de una piedra. Aquí donde confluyen el turista y el descendiente del indio, entre los nuevos caminos y los que ya fueron, arrancados como alguna nostalgia se arranca de la hoja del almanaque vencida. El artista y su guitarra, que saben que la naturaleza es implacable: da suerte a quien ya la tiene, quita a quien ya le han quitao. Solo el rumor del día es constante, como una humareda sobre la casa solar de los atlánticos. Rumor del aire y árboles quietos: recuerdo madrugadas entre bruma y soles desterrados, una cortina sin luz, árboles que se ocultan, jardines marchitos como rosarios, días que eran a veces quebrados por la luz de un libro. En una esquina de la Plaza San Martín, la estatua del poeta de Córdoba me lastima. Lastima mis ojos el verlo tomar un café de bronce. Salzano se llama. Cada día de cada día está allí, bajo lluvia y sol, así de prisionero; esa estatua me recuerda a una mujer que quisiera olvidar y no he podido todavía. Y cuando la olvide y vea solo la estatua, me la seguirá recordando.
Sentir, qué es sino imaginar. Oh precioso segundo, quizá lo inunde cierto tono nostálgico y brumoso, todo lo veo con los ojos entrecerrados, como si me topara con lo irrazonable del mundo. Pero nada debo pensar, sino huir de todo pensamiento. Hacia allí, ahora que el espacio se acelera, hacia allí está el camino a las sierras, los cerros que vistieron el lóbulo de un espacio enredado en muchos espacios.
De pronto Róber chocó contra un árbol que lo sacó de ese sentir y le hizo cerrar los ojos y el sabor de la sangre inundando la boca. Fue un pequeño golpe, pero suficiente para sacarlo del inmenso prado verde y ponerlo ante un gris gigante de metal.
Continuará…