El caos es la partitura en la que está escrita la realidad.
Trópico de cáncer-Henry Miller
El colectivo iba a toda velocidad por el acceso, sus ruedas rozaban el borde de la ruta amenazando con una catástrofe instantánea. Se detuvo ante el hombre que le hizo señas. Éste subió arrastrando trabajosamente una gran maleta.
Era un hombre de unos cincuenta años. Carlos se llamaba. Casi calvo, con unos pocos pelos ralos dispuestos estratégicamente en su cabeza, intentando disimular una calvicie asesina de egos. Bajo de estatura con una barriga prominente y unas piernas flacas que lo mantenían en pie contra toda lógica.
Se paró en el centro del pasillo, al lado del chofer. Carraspeó, aclarándose la garganta y comenzó a hablarle a los pasajeros que abúlicos miraban por la ventanilla, hacia la nada.
Tenía la voz finita, penetrante, difícil de obviar; un tono de soprano resfriada que golpeaba los tímpanos haciéndolos estallar en una explosión termonuclear.
– Con el respeto que ustedes se merecen, les voy a sacar un poco de su tiempo- empezó diciendo – Soy Carlos y les brindo una oferta insuperable a un precio irrisorio, para la cartera de la dama y el bolsillo del caballero… Les traigo la verdad absoluta, la única respuesta, el sentido de todo – proclamó, con satisfacción.
Nadie le prestó atención.
El colectivo empezó su recorrido por el barrio de las tormentas.
Una anciana, que estaba en el primer asiento, estornudó dormida; farfulló unas palabras ininteligibles y se secó un río de saliva que le caía por la barbilla. Luego siguió soñando con su infancia y se cayó antes de llegar al cielo en la rayuela.
El vendedor, sin amedrentarse por el desinterés continuó con su trabajo.
– Y como si ésto fuera poco seguimos con las ofertas…. además de la verdad absoluta y sus derivados de libertad también les damos, por la módica suma de $100, el secreto de la distancia, que es la esencia de lo eterno….
Y como si ésto fuera poco a la oferta inicial de la verdad absoluta y el secreto de la distancia se le agrega un frasco de 250 gr. lleno de nubes soñolientas y además le agregamos perros de nuestro propio paraíso; una cajita con caricias de música; un beso olvidado en un bolsillo del pantalón; perfume de naranjo en flor; una lluvia de estrellas para la ducha; una serpiente emplumada… y cómo si ésto fuera poco también, por la irrisoria cifra de $100, se incluye electricidad en baldes; un paisaje de Kandinsky, puro círculo, cuadradito y rayitas; una bandada de colibríes ciegos; un fantasma de celofán; una frazada para abrigarse de la soledad; una tira de mentiras que son verdades…
Todo por la suma de $100…-
El vendedor se había quedado sin resuello. En un susurro agotado concluyó – Persona que lo vea conveniente no tiene más que solicitarlo…
Caminó bajo la indolencia del resto de los habitantes momentáneos del colectivo. Ofrecía su mercadería con una sonrisa, que iba menguando a medida que las posibilidades de una transacción se iban desvaneciendo.
Hasta que llegó a la última hilera de asientos. Carlos leyó un cartel en una de las paredes del colectivo: «En caso de emergencia rompa el vidrio con el martillo» debajo de la inscripción había un martillo minúsculo tapado por una placa de plexiglás aferrada a la carrocería del transporte con unos remaches imposibles de sacar.
Le costó sacar al martillo, no era una nadería ese diseño críptico. Su imposibilidad de ser extraído para el uso que se tenía pergeñado era toda una ironía.
Carlos miró a la herramienta y una sonrisa cruzó su rostro. Había decidido lo que iba a hacer
Intentó con las manos, luego con una lapicera, después con las uñas y no pudo romper el plexiblás. Probó haciéndole cosquillas y así al fin pudo sacar al martillo.
Lo miró como Arturo debe de haber mirado a Excalibur cuando la sacó de la roca. Entonces arremetió dando martillazos a todo lo que encontró a su paso. Destrozó todo el interior del colectivo ante la mirada vacua y vacuna del resto del pasaje.
Carlos puso más empeño en romper el motor, el cigüeñal, la batería, el carburador… todo fue hecho pedazos por el artefacto.
El transporte fue destruido y aun así sus precarios habitantes seguían ensimismados mirando hacia un exterior que no existía, sentados sobre la carrocería desnuda y maltrecha.
Comenzó a llover, Carlos se alejó con su valija a cuestas y se dispuso a esperar que escampara refugiado debajo de un árbol.
En la distancia comenzó a tomar forma una figura, se materializaba entre los colores del crepúsculo, se iba haciendo cada vez más grande, hasta transformarse de algo ignoto a un colectivo.
Carlos lo dejó pasar, lo miró con desdén cuando se alejaba escupiendo smog.
Una música de carrusel llamó su atención, una melodía tenue. Era un vendedor de churros, que venía en su bicicleta pedaleando lacónicamente.
Le pidió un churro, estaba tibio, grasiento y el dulce de leche seco, pero le supo a hidromiel de una fiesta del Valhalla. Sin pensarlo le regaló una caja con mercadería.
El churrero la aceptó con una sonrisa y se alejó entre las gotas ácidas. No le cobró, le pareció que era lo correcto.
A veces las cosas importantes son sencillas, como una tela de araña o la danza de una hormiga. A veces se puede cambiar a la verdad absoluta por un churro.