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Pesimismo: Herencia Humana

Dijo Larra, “el hombre es un infeliz, por más que digan”. Y así lo entiende el lector, porque confía. Yo digo que el hombre es un pesimista, por más que digan; así lo entenderá el lector y, con suerte, remediará. Pues como aquel primer árbol que se adelanta al otoño en las montañas de Utah, haciendo que entre el esmeralda imperante irrumpa un disruptivo naranja, así se ve el optimista entre el pesimismo vigente y reinante. ¡Mal hallazgo el del pesimismo!

Hará no hace mucho que los cielos me lo quisieron mostrar: la maldición más hórrida del ser humano, el pesimismo hereditario. Un defecto del cual el mundo animal, por suerte, queda libre de sentencia. Y bien, ocurrió este desgraciado evento revelador en una clase de escritura; el final del semestre se acercaba y trabajábamos en el gran temido proyecto final de investigación. La profesora, buena y regulada profesora, tuvo la brillante idea, y no lo digo con ironía, de hacernos evaluar el esquema temático de cada tesis en la clase y anotar, por ahí y por allá, sugerencias para ayudar a nuestros compañeros a mejorar. ¡Magnífica oportunidad para el bueno de hacer crítica amable y constructiva, y para el malo de hacer crítica orgullosa y destructiva!

Ahí mandé mi esquema, por toda la clase, para que leyeran y juzgaran mi tesis. ¡Oh mi tesis! Maravillosa idea que obtuve de la meditación. Una compleja teoría que prueba cómo el espacio-tiempo determina nuestro modo de decidir, y explica cómo aprovecharnos de este conocimiento para tomar mejores decisiones para, consecuentemente, cambiar el mundo. ¡Bah! Mi entusiasmo individual no contagió al colectivo. ¿Críticas constructivas? Digamos que, si un edificio fuera a construirse con dichas críticas, tal edificio resultaría en una trampa mortal con un destino final fijado en los escombros. De entre todas cito la más repelente, la gran reveladora de la condena humana, es decir, la herencia de pesimismo que recibimos al respirar por vez primera:

¿Cambiar el mundo con nuestras decisiones? Creo que ya somos mayores para creer en eso”.

¿Qué desdichada boca podría mentar tal abominación, sino la de un vasto pesimista? Un vago ejemplar, también. La holgazanería, hijastra del pesimismo, hija biológica de la inseguridad, hermanastra de la envidia. He ahí, la deficiente familia que surgió del divorcio entre el optimismo y el pesimismo. ¡Qué disparates digo! Pero el lector entiende. Pensemos en un español que le dice a otro:

Hay paro en España.

Y el otro dirá cerveza en mano.

Claro, en este país… ¡Otra más! —y Larra se revolverá en su tumba.

También el americano que le dice a otro:

¿Y la salud?

Y el otro dirá cabizbajo:

Me duele hasta el pelo, pero con los precios… ¡Cosas de este país! —y de camino va a uno de sus trabajos, 40 dólares la hora.

Para el pesimista no hay gobierno bueno, para el pesimista no hay país bueno posible, no hay mundo bueno. Para el pesimista el mundo se hunde y no hay remedio. Al pesimista le gusta el esperpento, pero no ve el optimismo escondido en él. Al pesimista le gusta el romanticismo, pues todos terminan matándose, pero no aprende de él. Al pesimista le gustan los problemas, pues los cuenta y recibe compasión, afirmación; nunca los soluciona. El pesimista lee el último artículo, a día de hoy, de Rosa Montero, “la magia del bien”, y, de alguna forma remota se reafirma en el apocalipsis. El pesimista, pues, es masoquista. Resume Rosa Montero en artículo mencionado así:

La maldad individual nos ensucia a todos, pero no hay que olvidar que la humanidad sigue viva y en pie por la solidaridad de la especie.”

Explico brevemente la conclusión. Abra la puerta de su casa y salga a la calle, ¿vive usted? ¿está su auto ahí? ¿Puede salir e ir a por pan? ¿Tomar el bus? Seguramente. ¿Cómo es esto? Se lo revelo, pues tiene un nombre, se llama Optimismo, la Magia del Bien. La humanidad tiende a obedecer, tiende a la paz. Quiero decir, la población obedece la ley; consecuentemente, la población es la ley. ¿Por qué? Porque son pesimistas. ¡Dios me valga! ¿Qué disparates digo? Explico, explico:

Instale usted el pesimismo absoluto. Viviríamos en un mundo sin Don Quijote. Pues diría Cervantes, «¿yo, un preso? ¿Quién me hará caso alguno? No escribo, desperdicio sería de mi tiempo.» No habría novela moderna. Es más, viviríamos en un mundo sin literatura, sin escritores. Pues si un escritor no escribe, ¿cómo le han de leer? Viviríamos en un mundo sin música, sin ciencia y, pues, en un mundo sin progreso.

Trueque ahora e imponga el optimismo absoluto. Viviríamos en un mundo sin Don Quijote. ¿Cómo? Repito, un mundo sin Don Quijote; pues diría Cervantes, “¿Lope de Vega*? ¿Qué sabrá ese de escribir teatro? Aquí mismo, en la cárcel, escribiré yo mejor obra teatral que él”. Todos serían escritores, todos serían músicos, filósofos y, pues, no habría paz en el mundo sino competición y, consecuentemente, guerra. ¿Cómo ha de haber paz si todos quieren llegar a lo alto y todos son optimistas en conseguirlo?

Digamos que el pesimismo es como una clase ordinaria de estudiantes. Todos querrán matrícula de honor, e incluso se verán capaces de hacerlo. Sin embargo, pasa el tiempo y ahí se revela la división: tendrá usted a unos pocos optimistas haciéndose con los honores, y después a un colectivo pesimista que se conforma con el bien, el suficiente y aún el repruebo. Si, ahí tendrá la división, al que dice:

Si mejoramos nuestras decisiones individualmente, cambiaremos el mundo”.

Y al que dice:

¿Cambiar el mundo con nuestras decisiones? Creo que ya somos mayores para creer en eso”.

¿Y bien? ¿Cuál es la conclusión? Pues que el mundo es y siempre será pesimista, pues ni todos pueden cambiar el mundo ni todos quieren cambiarlo. Pero, pero, pero, todos, todos, todos debemos siempre intentar cambiar el mundo creyendo fielmente en el optimismo de que podemos hacerlo.

¡Vivan los infelices pesimistas! Pues hacen que el mundo sea más fácil.

*: Curiosamente, Cervantes escribió el Quijote para intentar sobrepasar a Lope de Vega en fama.

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