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Acuerdo de usufructo placentero I

Nunca fui de las que cachondeaba con los papás de sus amigas, sí con sus hermanos mayores.

Recuerdo al hermano de Poli, me llevaba dieciocho años y, a mis diecisiete, era para escándalo. Diez años después, esa distancia no se nota.

La máxima diferencia de edad la tuve a los veintidós, con un señor que me doblaba, en años también. Se llamaba Miguel el editor de la revista más leída en Mendoza. Yo era camarera en un café y él venía todas las mañanas, misma hora, mismo café en jarrito y sección del diario. Siempre lo atendía yo. Luego de varios juegos de miradas y sonrisas nos encontramos en el piso de arriba, donde estaban los baños del antiguo “Balcarce” de calle Colón… cuanta nostalgia me da escribir esto.

Después de muchos años me encontré con el cazador, otro madurito que no revelaba su edad. De manos experimentadas y besos suaves.

La fuerza era lo que más me gustaba de él; parado y de la nada me levantaba y acomodaba cada pierna en sus antebrazos. La de suspiros que se me escapan con su recuerdo…

También se me escapó él… no se compite con viejos amores y él sufría por alguien más.

Igual, ahora que lo pienso, siempre me gustaron los “vejetes”.

Recuerdo en mi época de consumo más asiduo de pornografía, que no había —y no hay— una categoría que corresponda a los “Milfos”, suena a elfos… ya sé. Me refiero al masculino de la categoría milf: los “Pilf” o “Dadilf”. ¿Entonces qué hacía? Iba a la categoría “teens” y a las que no tenían carita de teens, les ponían un vieji que marcara diferencia. El problema era que al tipo me lo mostraban de la cintura hasta la rodilla (Inserte aquí el emoticón del “¿Qué se le va’ser?” que le sugiere WhatsApp).

No contenta con lo que veía en internet y extrañando esas pieles que van perdiendo colágeno y elasticidad y que al tacto son tan suavecitas, tomé la decisión de correr el rango de edad en Tinder.

Así conocí a Ernesto, tipo canchero de 41 años y solo. Tocaba el bajo en una banda con amigos, tenía la obra completa de Stephen King y escuchaba música buenísima que no conozco. Arreglamos para vernos un día, pero dada las agendas de ambos, concretamos una cita con casi dos semanas de anticipación. Trabajamos mucho la previa y eso fue genial. Él tenía un don para encender con mensajes de texto, sabía qué decir y a qué hora.

Finalmente nos encontramos.

Fuimos a su departamento en Belgrano, piso 15, una vista plena de la ciudad iluminada. Todo salió muy bien, pero a la hora de la charla, encontré cosas que no me terminaban de cerrar. Resolví que para un encuentro estaba bien pero no lo volví a ver. Fue insistente para lograr una segunda vez y yo rotunda en la negativa.

Pasaron al menos unos seis meses, y llegó un mensaje suyo a Instagram.

Se lo respondí amablemente, pero otra vez me invitó a salir y nuevamente le dije que no.

Ya era ensañamiento por el solo gusto de llevar la contra porque, en realidad, el tipo me gustaba. Me cachondeaba esa alfombra de canas que tenía en el pecho, su elongación de yoga, sus ojos celestes, las manchas de sol que asomaban en la frente… Todo él era muy lindo.

Se me despertó una fantasía dormida.

Al día siguiente de intercambiar mensajes con negativas, le hice una propuesta:

—Mira, se me ocurrió algo para que todos salgamos ganando. Vos te sacás las ganas de verme y yo me sumo un extra… Hacemos algo relajado, comemos, salimos a caminar, lo que quieras.

—¡Encantado yo! ¿Y cuál es el extra que te sumarías?

—No sé, nunca hice esto. ¿Cuánto pagarías?

Propuso un monto que no le creí, insistió. A mí me parecía una locura. Acordamos vernos a los dos días de haber tenido esa conversación. El encuentro sería, nuevamente, en su casa.

—Yo llevo el vino, dije.

Porque puta y agradecida, pensó mi voz del interior.

Y es que sí, estaba entusiasmadísima con la idea. ¿Y cómo no? Si durante esos días, Ernesto me hacía preguntas del tipo si quería picar o cenar y elegía picada; si quería fiambres o tabla de quesos y elegía los quesos; si lo quería afeitado o con barba…

Cerramos la hora del encuentro e indagó en otras posibles fantasías que quisiera cumplir. Por el momento estoy al día, no necesito más.

—Pienso, pienso. Imagino, imagino… qué estará sucediendo en exactamente 24 horas…—. Un texto me despedía antes de dormir.

—Descansa, nos enteraremos mañana— era lo más cercano a un beso de buenas noches que podía darle.

Llegó el día, nos veríamos en nueve horas. Salí camino a un Sex Shop, compré un conjunto de encaje negro exquisito para estrenar con él; salí de ahí y caminé unas cuadras hasta la vinería de mi barrio porteño.

Estaba Luciano: morocho, alto, barba, barba, morocho y divino —lo que digo dos veces, me gusta más—. Estaba solo y yo, que venía envuelta en un halo de sexualidad plena, no hubo mueca por insegura y disfrazada que estuviera que se me pudiera escapar.

Calmate Murray— pensé. Este local tiene algo especial, late vinos y hay que caminar despacito y juntos porque el lugar es chico. Las distancias se reducían y las explicaciones de cómo se siente en boca tal o cual, se volvían una cita de Miller de paseo por sus mejores trópicos y con deseos de quedarse.

Me concentré y le dije a Lucho que me buscara un vino para una ocasión especial, que habría quesos y que el tipo tenía paladar entrenado. Vimos algunos y cerramos con Paso Doble de Bodega la Poesía.

Ya tenía todo, ahora había que preparar el cuerpo.

Mi previa tuvo un baño de inmersión, aceites y cremas. La lencería bajo un pantalón negro, unas botas cortas de taco aguja y una blusa que, según diría Ernesto después, me daba aire de azafata premium.

—¿Romero, gardenia, lavanda o bergamota, para aromatizar mi hogar? —decía un mensaje de él durante mi preparación de geisha.

—Bergamota —escribí con una sonrisa de bambalinas que él jamás vería.

Estaba en cada detalle, me mandó foto de la tabla de quesos y bajo ella se alcanzaban a ver los billetes verdes del intercambio. Platita en mano, culito en tierra; así se juega.

Aprovechamos para aclarar un par de cosas, la letra chica del contrato:

—Ya sé… ni eso ni porrito. — dijo.

—No… sí, porrito sí. En este tiempo nos conocimos mejor. De hecho, si querés, llevo.

—Sos la mujer perfecta. Dejá que yo me encargo. Te veo en un rato.

Ya estaba lista y los nervios me surcaban en perfecto y satánico círculo.

Se acercaba la hora, y una idea me asaltó la preocupación.

¿Y si no viene? ¿Y si yo creo estar jugando y él decide vengarse de todas mis negativas? Me sentí una boluda, cambiada, lista, con lencería nueva y un vino “especial”. El problema no era ése, sino verme esperando a un hombre que probablemente no llegaría; o peor aún, imaginarlo comiendo una picada y cagándose de risa solo.

Me senté en la cama y mirando el reflejo del espejo, prendí un cigarrillo. Miraba como el humo se iba al techo en espiral y se perdía en aire como si perteneciera a esa casta y azul familia.

Habían pasado quince minutos de la hora pactada. La vez anterior había sido muy puntual.

Tenía una pelea entre mi Eva tentada y su Lucifer caído, con el final de Caín; entre mis ganas y su maldad, con una traición de desenlace; y yo que me creía viva…

No me podía estar pasando esto a mí… Pensé en voz alta y con los ojos cerrándose, acompañando el silencio de mi voz.

Mis labios se escondían bajo mis dientes, del sabor amargo de la espera. Mi cabeza no paraba, ¿Le habrá pasado algo?

Sosiego, Murray— decía la voz en mi cabeza—de nada sirve inventar películas de venganza ahora. Intentá comunicarte con él.

Los pulsos de la llamada trajeron consigo un auto hasta mi puerta. Era Ernesto.

Continuará…