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Acuerdo de usufructo placentero II

Llegó perfecto tras el volante de su Ford Focus azul, se bajó y me esperó fuera del auto. Salí marcando actitud e impronta en cada paso hasta llegar a él.

—Hola bonito…

—Hola bombona.

Me tomó la cara por las mejillas y en esos segundos de financiado cariño, cerré los ojos y dejé mi rostro morir en sus manos. Nos envolvimos en un beso profundo, de esos que prometen noches interesantes luego, abrió la puerta del auto, subí y lo esperé adentro.

En el camino nos fuimos poniendo al día, contándonos de asuntos resueltos hasta ese momento, proyectos nuevos, entre otros temas.

—¿Ya vendieron la casa de Punta del Este? Dije como para sacar conversación.

—La casa se vendió hace cinco años, pero éste que pasó fue el último verano que la podíamos usar. Cuando la vendimos acordamos que, por la facilidad de financiación, nosotros podríamos usarla un mes en vacaciones, durante cinco años. Como un derecho de usufructo, ¿me entendes?

—Entiendo. Era hermosa esa casa…

Si algo me gusta del asiento del acompañante es jugar con los límites del conductor. Sobre todo, practicarle sexo oral, mientras intenta no desconcentrarse. Las caras, los tiempos en los que podés levantar la cabeza y los que no, las ahogadas, todo se vuelve muy divertido. Recuerdo haber transitado un tramo importante de la San Martín Sur, con la cabeza entre codos y un volante… ¡Que épocas maravillosas!

Volviendo con la historia de Ernesto, llegamos a su casa, bajamos a la cochera y salimos del auto. Siempre caballero y de los antiguos, abrió la puerta del ascensor para que yo entrara. Cerrada ésta y con el número quince iluminado por su círculo rojo, una vez más me besó de manera insolente haciendo que un escalofrío me recorriera desde la cintura hacia las piernas y sentí, como una serpiente fría y viscosa, un hilo de baba cristalina salir de mí.

Salimos del antro del deseo y caminamos —yo empapada— hasta la entrada de su departamento.

El aroma a bergamota era real, poderoso y de excelentísima calidad. Le pasé el vino para que lo abriera y tuviera tiempo de airearse. Desde la cocina me dijo:

—Fijate ahí, en la mesa… los duendes tienen algo para vos.

Cuando miré, sobre el mobiliario ratón y bajo tres duendes de cerámica, estaba el dinero acordado y en dólares. Había googleado con anterioridad cómo reconocer los falsos, lo único que me faltaba era que me pagara con imitaciones. La desconfianza es lo último que se pierde.

Dejó el vino en el decantador, y mientras éste respiraba, yo me envolvía en un aura de actriz y me desenvolvía en mi papel de prostituta. Lo empecé a besar, bajé mi mano hasta sentir en su pantalón el relieve de las indecencias. Me puse en cuclillas sin que la cola toque los tacos y, con las piernas lo más abiertas posibles, miré hacia arriba y sin hacer preguntas mi lengua comenzó a hacer lo suyo.

Bajé las telas que cubrían su hombría y con la mano y la boca hice los honores al acuerdo, poniéndome en escena con mi mejor perfil.

Siempre me gustó mucho cuando en el momento de la felatio, el cuerpo carnoso acaricia las cavidades más profundas de la garganta, porque en el reflejo de la misma se me contrae todo el cuerpo y puedo sentir fluidos escapándose de mí. Era la primera vez que me pagaban por esto y estaba dispuesta a dejar todo en la cancha. Ernesto me agarraba desde la garganta y acomodaba mi cabeza para propiciar el espacio.

Íbamos hacer valer cada dólar invertido.

Me levantó, nos puso frente a un espejo y empecé a sacarme la remera para lucir el body negro que llevaba para él. Haciendo un show erótico entre bailes y movimientos, acompañados por la música de Morcheeba, me saqué la calza que brillaba en su entrepierna, denunciando la humedad de mi cuerpo. Avancé hacia él, nuevamente con el encaje listo para caer al suelo.

—Esperá. Dejá un poco para después —dijo cuando me acerqué— Voy a buscar el vino.

Caminé por el living, con la lencería nueva, la copa en la mano y nos tiramos en el sillón. Apoyé mis codos a la derecha de su cuerpo sentado y hacia su izquierda, mi cola en altura para ser adorada y recibir caricias. Me excitaba saber que me miraba con ojos de deseo y a la vez disfrutaba cada centímetro de piel, que esperaba ansiosa todo lo que él quisiera darme.

Se levantó y trajo a compartir la velada, un armado de sus flores.

Fumó y fumé y tosí… como siempre. En la segunda ronda, fumó y me dió el humo desde su boca. Nunca nadie me había hecho eso… Me había dado de todo en la boca, menos su esencia y el humo. Ahora solo faltaba que su espesor blanco se acostara en las planicies de mi lengua para saborearlo antes de tragar.

Nos quedamos tomando vino en el sillón y compartiendo caricias que de a poco se prendían fuego. Mis pezones se volvieron ultra sensibles y Ernesto me dedicó un solo de pechos que me volvió loca. Tenía mi cabeza en sus brazos y de a poco comencé a arquear el cuerpo hacia atrás, dominada por la excitación. Terminó su boca en mi sexo y empecé a buscar su piel prohibida. Imaginaba que, bajo el prepucio, se había creado para mí, una película de humedad dulce, a punto para degustar.

No aguantamos más y nos fuimos a la cama.

No voy a ahondar en detalles que —un poco más, un poco menos— todos conocemos. Sí voy a decir que yo tendría que haberle pagado.

Comimos los quesos y los frutos secos en la cama, a medio tapar con las sábanas. Él servía las copas y yo les sacaba las pimientas a los trozos de pepato, que sabía que no le gustaba.

Era una noche de atenciones, no pasaba por vender sexo, ni tiempo. Se trataba de que ambos disfrutáramos a pleno la noche, y eso estábamos haciendo.

Ya sin quesos en la cama y siguiendo la línea de voces femeninas, ahora con Aimee Man, me pregunta:

—¿Vas a escribir sobre esto?

—Vos querés que te inmortalice… jaja tenías todo planeado.

—No sé… me parece que sería una historia interesante…

Mientras me hablaba, separaba mis piernas y las besaba desde los muslos hacia el centro.

—¿Cómo te querés llamar? O uso tu nombre…

—Poneme Ernesto… es mi segundo nombre.

— ¿Y qué título le pondrías?… “El día que me pagaron por sexo”.

Hundió su cara en mí, separó mis hojas y besó el inciso que le daría letra para su título.

— No me gusta que lo digas así. Ponele… “Acuerdo de usufructo… placentero”.