Ana

21

Ana tenía el pelo corto. Negro caía sobre los hombros acompañando su andar entre las mesas. Recortada la figura cuyo talle moría en el delantal rojo anudado a la zurda. Amplia la sonrisa sobre la pálida piel, coronada entre las pecas que cuidaban la mueca en lo alto de sus mejillas. Desperté justo cuando pasó a mi lado envuelta en un cítrico perfume de otoño. Tomé conciencia en aquella pequeña fonda al cabo de dar las once de la noche. El lugar había sido el cuerpo central de una vieja estancia y de este surgían dos galerías abiertas como generoso abrazo. Se habían dispuesto las mesas bajo los aleros adornados con luces multicolores entre las enredaderas y su pasión por los muros. Dentro un viejo gordo hacía las delicias de los parroquianos con su acordeón maltratado, fuera la noche y su humedad tibia de marzo y veranos que no se quieren ir.

Me ocupé de un pequeño tajo sobre el tejido del mantel bicolor como si eso pudiera dirigir mi atención lejos de la muchacha del rojo delantal. Noté mi fracaso cuando treinta segundos después estaba nuevamente espiando los detalles de su sonrisa franca.  

Quizás fue jueves, estas cosas siempre me pasaban los jueves, cuando di por terminada mi tarea y decidí entrar a la vieja fonda de Alcarayá. Y entonces fue el elegir una mesa, ojear una carta manchada para luego arrojar una rasante mirada al lugar, su gente, los adornos y las mesas. Desde el fondo Ana me robó toda curiosidad que ociosa pudiera haberse enredado en cualquier otra cosa aquella noche. Recuerdo hilvanar ridículos comentarios con chistes de ocasión para retenerla en mi mesa al tomar mi pedido. Hacer largo cada sorbo y bocado con tal de no darme motivos para irme pronto. Disimular con mi celular, pedir nuevamente la carta a pesar de estar satisfecho y al final encender un cigarro, todo con tal de seguir espiándola. Y se me hizo costumbre el terminar con prontitud mis labores para escabullirme a mantener largas cenas en la vieja fonda. Las horas invertidas me dejaron el premio de hacer que Ana me empezara a reconocer. Un trato especial y al final simplemente una charla cada vez más espontanea.  

Una brisa roza mi cara como despidiéndose.

Debajo del agonizante farol de la esquina la esperé como habíamos acordado aquella madrugada de agosto. Sobre las huellas que dejó la tormenta encima  del asfalto caminamos hacia la estación del tren. Ella dijo tener frío y le ofrecí mi abrigo mientras transformaba aquello en un abrazo. El abrazo se transformó en un beso y el beso en amor. El amor en días de esperar las tardes entre el café, los libros y un par de gatos en mi departamento. Ahí construimos los sueños de a dos, sobre el sofá los domingos de primavera.

La última vez que vi su sonrisa custodiada por aquellas pecas creo que fue en otro jueves. Su frente atrapó un gesto triste y el rostro entero de mi Ana era el de otra, como si una sombra la hubiese robado desde mi sofá de domingos primaverales, del café, de los abrazos luego de la lluvia; de mí.

Anduvimos como ciegos en busca de ayuda. Decenas de consultorios grises, guardapolvos, agujas, frustración.  Nada evitó que mi Ana se fuera sin moverse de mi lado.

Mi rostro sobre el asfalto, las manos descargando el dolor sobre el suelo indiferente.

Acababa de despertar para darme cuenta que mi dama no se encontraba entre las cobijas de mi cama. Al bajar el vidrio y su mordida desde el piso, la habitación revuelta y la puerta abierta de par en par. Una ráfaga en mi mente me llevó a buscarla fuera. Estaba desnuda de pie bajo el cerezo, el pelo ahora largo desordenado sobre los hombros y el rostro cubierto de lágrimas. Giró sobre sus talones hacia mí, mi Ana ya no existía. La estreché fuerte con la esperanza de un náufrago y ella hundió su rostro en mí. El llanto, una queja y su cuchillo perforando lentamente mi pecho.

Mi rostro sobre el asfalto, las manos descargando el dolor sobre el suelo indiferente. Una brisa roza mi cara como despidiéndose.

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