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Angustia

Las palabras surgían como manantiales, a raudales de mis dedos, feroces, punzantes, justas y perfectas. Compensaba su ausencia con ellas, llenando todos los recovecos de mi habitación y los pliegues de mis sábanas solitarias. Cualquier momento era el momento para dejar mi sangre con cada letra, mis suspiros en cada oración, el pulso de mis latidos con los puntos. Pasaba horas dejando al inconsciente fluir, inundando de oraciones valles fértiles de historias, concatenando ideas y párrafos en textos sublimes, encontrando la palabra precisa que resumía años de vivencias, siglos de enseñanzas, filosofía universal.

La música me sonaba diferente, encontraba el sentido hasta la más profunda y compleja de las notas. Las letras me parecían diccionarios vivos de sentimientos compartidos. Podía ponerle cientos de canciones a cada uno de mis suspiros, musicalizar mis días, darle una banda sonora a mi maltrecha existencia, tiñendo de tango cada paso. Un día me probé cantando, y descubrí que no lo hacía tan mal. Años atrás hubiese jurado que era un desastre, pero ahora no… Aún con el dolor de su abandono encima, las notas salían, por lo menos, audibles. Mientras cantaba recordaba la música que consumíamos juntos, las tardes regalándonos canciones, los gustos compartidos. Y la arena me abrazaba la garganta y, carrasposa, surgía más a tono mi voz.

Conjugué música y palabras y me animé a la poesía, casi sin pensarlo salieron un puñado de bellas canciones; canciones tristes y oscuras, desgarradoras y lacónicas, pero hermosas al fin. Tarareé su melodía y las dejé grabadas en un dispositivo. No tenía otra manera de escribir las notas. Pero aquellas obras estaban terminadas. Aunque no frecuentaba ni los mismos sitios donde fuimos los dos, ni a las mismas personas que nos hicieron sociales, logré encontrar un tipo que las interpretó como yo quería. Las hizo suyas e hicieron eco en la ciudad. No estaba preparado para ningún tipo de reconocimiento, ni mucho menos. Intentaron buscarme para seguir compartiendo mi arte, pero me negué. Ella se llevó mis ánimos, mi risa, mi rutina y mi porvenir. Me dejó la guerra y una luz lúgubre alumbrando alacenas vacías.

En las tardes de invierno, luego de extensas sesiones de de escritura, donde tapiaba de letras las páginas de mi vida, buscaba treguas y recreos en los colores y el papel. Mi (ahora) casa estaba atestada de hojas en blanco, así que las utilizaba para imprimir sensaciones. Trazos oscuros, nostálgicos, taciturnos… pero de un sentimiento tormentoso y latente. Una tarde decidí comprar pinturas, pinceles, un lienzo y formalizar mis recreos. Las pinceladas fluían con la misma energía que las letras… apagadas pero constantes. Cada una salpicaba las heridas que me produjo, generando un escozor ardiente, placentero quizás. La encontraba en los negros, en los grises, en los azules, en los marrones… aunque también en los rojos, los amarillos y los verdes.

Mi mesa de luz se comenzó a llenar de elementos… papeles, lápices, colores, hasta el dispositivo de grabado de audio. Cuando, en cualquier momento del día que decidía reposar, me sentía asfixiado, ahogado, como cayendo en un pozo oscuro sin bordes, gritando sin emitir sonido, estiraba la mano, agarraba lo primero que estuviese cerca y vomitaba arte. Comencé a ilustrar mis cuentos, la memoria descriptiva de cada palabra estaba expresada en el ir y venir del pincel, también pensé que podían tener una melodía de fondo. El arte se estaba haciendo uno en mí, de a poco empecé a perder noción si escribía, dibujaba o componía (a mi manera).

Para intentar olvidarla dejé de moverme en los mismos espacios que lo hacíamos juntos, por eso me encerré en mi casa y en mí, ella era mi espacio, así que en un futuro debía volver a formular un presente sin que el pasado me persiguiese a cada instante. Estaba solo y así quería estar. Terminé la novela que le había prometido… y escribí tres más.
El pelo y la barba se descontrolaron en mi cuerpo, comía lo imprescindible, cuando daba la ocasión. Pasé todo el invierno sin gas, sólo me alcanzaba para pagar la luz, suficiente oscuridad tenía sin ella. Debo haber bajado como ocho o mil kilos. No me interesaba. Nada más me interesaba. Terminé la canción número 50… todas con sus respectivos audios tarareando la melodía completa. Estaban listas para ser reproducidas por alguien. Ya no tenía lugar para mis cuadros. Mis dibujos empapelaban (y oscurecían) las paredes de toda la casa.

Una noche de enero el calor era insoportable, decidí salir a caminar por la ciudad. Hacía meses que no pisaba la calle. Anduve varias horas, me dolían las piernas, los ojos, los oídos. El olor citadino era nauseabundo, aunque reconfortante. Humo, comida frita, aceite, asfalto, ruido. A cada paso veía los colores estallando desde las fuentes de las plazas, las palabras escapaban a borbotones desde los cafés, autos acelerando y bocinas reproducían melodías electrizantes. La intermitencia de una farola destellaba al ritmo de los graves de la música de un bar. De las alcantarillas fluían vahos de colores fucsia, rosa. Un trueno iluminó el cielo y de desató una tormenta de verano. Llovían letras que al impactar contra el suelo reventaban de tinta oscura. Todo comenzó a teñirse de un negro abismal, yo me empecé a mojar. La gente huía despavorida. Mendoza no está preparada para las lluvias. Colapsó el sistema cloacal. Se inundó la calle y la vereda, ríos púrpura corrían calle abajo. Era peligroso seguir así, debía apostarme en algún lugar hasta que la tormenta amainase. Encontré refugio en el hall de un edificio, había otro transeúnte en el mismo lugar. Era una mujer.

Me saludó, no le respondí. Me pidió fuego. Me convidó un cigarrillo. Tuve que hablarle. Entonces, de a poco, dejó de llover. Me siguió hablando. No puse mucha resistencia. El agua putrefacta se fue escabullendo por las acequias. Ya se podía caminar por la vereda nuevamente. Pero el tercer cigarrillo compartido dio motivo para continuar la charla. Pude ver la calle mojada… transparente. Vivía cerca, me invitó a tomar un café a su departamento. Los vahos de colores se evaporaron, las palabras que los cafés habían dejado dispersas volvieron a su lugar, las bocinas rompían la armonía de la noche. La charla duró hasta altas horas de la madrugada, nos prometimos una secuela, la cual se dio tres días después en un café del centro.

Encontré colores vivos en un cajón, me costó volcar en palabras esta sensación de conversar con alguien después de tanto tiempo. Hice algunos párrafos, los borré y decidí cantar algo. No me sentí a gusto. El tercer encuentro se planteó en mi casa… tuve que ordenar. No me había dado cuenta de la monotonía de mis pinturas. Había algunas hojas completamente pintadas de negro. Ella me comenzó a parecer interesante. Le escribí algo, pero no me gustó. Quise dedicarle algunas de mis canciones, pero nada iba con su estampa. Decidí cortarme el pelo y la barba, con cada tijeretazo sentía palabras negras caer e irse por el lavamanos. Un día apareció su cepillo de dientes junto al mío.
Se abrieron las ventanas de mi casa, desaparecieron los pinceles e ingresaron los colores a mi vida. Perdí mis canciones y las palabras ya no fluyen como antes… pero ella está a mi lado y es todo lo que necesito. Ella es mi arte ahora.

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