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Arístides y la hormiga

Una de las historias más hermosas de la catequesis es la fábula de hormiga. En ella se pretende enseñar cómo debe ser la fe de un ser humano en cuanto a las tareas que Dios encarga.

La fábula narra cómo en un baldío cualquiera, de una ciudad cualquiera, a una hormiga que se afanaba en sus tareas se le aparece Dios y le dice:

—Quiero que me construyas una catedral, pero no cualquiera, la más bella y majestuosa del mundo.

A lo cual la hormiga, en una muestra de una fe simple, binaria, plenamente asumida en su papel de criatura ante el creador comienza la tarea, sin siquiera decirle a Dios que sí. No hace falta.

En este punto del relato a los catecúmenos se les señala la lista de milagros en los que la hormiga ni siquiera es consciente: cómo entendió el mensaje del Señor; cómo hizo para saber que piedra tenía que mover y a donde colocarla; y el detalle insignificante de los dos años que vivió superando con creces la expectativa de vida del insecto.

Pero cómo toda leyenda tiene una semilla de verdad, esta tiene un correlato que sí ocurrió. Justo cuando Dios se disponía a detener a la pequeña criatura, que había logrado limpiar siguiendo el dibujo de los cimientos en el terreno, y continuar él y aparecer milagrosamente la edificación, que es cómo termina la fábula, la hormiga sintió un temblor que le arrancó un pedrusco de sus patas delanteras.

El suelo se levantó, y una ola de arena la sepultó. Cómo pudo, en una mezcla de instinto y mensaje divino, se abrió paso a lo largo de varias horas y se paró sobre la cresta del montículo con sus antenas oteando el cielo.

El suelo se levantó y volcó gran parte del sector donde estaba en un torbellino de polvo, piedras y agua. A duras penas sobrevivía, mas la paciencia de los inocentes le decía que pasado ese abismal y desconocido contratiempo climático podría continuar con su tarea.

Pero una tonelada de ripio, arena, cemento, cal y agua le proporcionó el descanso eterno a la hormiga.

Lucas Arístides Ernoechea Alvear, sobrino de Benito Ernoechea Alvear, el dueño de la empresa del cual era encargado, participaba asiduamente de las reuniones de la Acción Católica en la Catedral. Allí, una indiscreta beata había revelado el anhelo secreto del Arzobispo. Construir una catedral al antiguo modo en el baldío lindero a la sede apostólica. Cómo si no fuera poco, continuó la indiscreción en el grupo de participantes de la reunión de apostolado diciendo que llevaba un par de años rezando para conseguir los recursos y construirla tal como estaba en su cabeza.

También por los informes de los abogados de su empresa, sabía que su tío había donado testamentariamente la mitad de su fortuna al Opus. Era cuestión de tiempo que la Obra comenzara a mover sus filas para concretar el sueño del alto prelado una vez revelado a sus cercanos.

Le molestaba mucho que el Opus lograra semejante acto, pensó. Muchos decían que su encono se debía a la repetida negativa al ingreso como supernumerario. Pero se consolaba con el buen ambiente que encontró entre la dirigencia de la ACA.

Lucas había movido influencias burocráticas en el gobierno para apoderarse del terreno. Luego, sobornando funcionarios municipales había obtenido los permisos de construcción. Puso a sus arquitectos e ingenieros a diseñar un moderno monumento a la fe, demostrando lo que el hombre puede lograr por encima de la naturaleza.

Habiendo desembarcado toda la maquinaria, plantando el obrador, se había puesto manos a la obra.

—¿Alguna novedad? — le preguntó a su capataz de confianza.

—No, Ingeniero, sólo que alguien había dibujado en el terreno un proyecto de cimientos y paredes, muy básico. Parece que llegamos a tiempo. Ya limpiamos el baldío, trazamos todos según los planos, y ya hay algunas columnas fijadas con cemento.

—Ok, nos adelantamos y ganamos ¡Buen trabajo —le dijo a su compañero del grupo de oración.

Arístides sonrió. Sabía que su tío, era íntimo amigo del arzobispo. El construiría una catedral moderna que sus arquitectos habían diseñado con vigas y cristales, usando todos los recursos disponibles en la rama de la empresa que tenía a su cargo. Le mostraría todo lo que podía lograr, haciéndole posible ascender y colocarse en la línea directa junto a sus primos, los herederos a la fortuna, cuando su tío le dijera al que se imaginaba maravillado arzobispo quién había levantado ese moderno edificio. Y de paso, se anotaría un poroto en el cielo.

El gran problema, es que el proyecto se empantanó. El modernísimo edificio de cemento y cristal quedó en los cimientos, debido a los celos de algún político miembro de alguna cofradía. El Arzobispo miró con malos ojos el novísimo proyecto, que le fue entregado en sobre cerrado luego de una confesión, y llamó al patriarca de la familia Ernoechea.

El caso no pasó a mayores debido a una nutrida distribución de fondos entre la Municipalidad, la Curia y la Empresa familiar. Arístides amenazó con una rasgada de vestiduras pública y secundado por el ingente número de su queridísima ACA le ganaron la pulseada. Y le devolvieron los fondos más un plus por la venta del terreno, al municipio. El diezmo de tal capital ingresó en las arcas de la Iglesia.

Ahora en el terreno se levanta una playa de estacionamiento, atendida por Juan Alberto Rodríguez, alias el hormiga…