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Cabinas redundantes

El 26 de enero de 1985 ocurrió un terremoto en la ciudad de Mendoza bastante singular. Una onda de choque superficial, que afectó a ciertas zonas y dejó a otras intactas. Las ondas sísmicas barrieron el valle de la ciudad a partir de un epicentro bastante superficial. El evento estuvo rodeado de fenómenos climáticos singulares. Y comentado hasta el hartazgo por la fértil imaginación del Menduco de pura cepa.

Pero ese evento “cuasi” mitológico se develó  poco más de un siglo después, cuando la construcción de obras de infraestructura en el pedemonte y precordillera dio con lo que parecía un artefacto. Digo así, porque su apariencia distaba mucho de parecer mecánica, pero  tampoco era orgánico. La geometría de su forma y disposición de cristales respondía a las célebres matemáticas fractales.

El misterio cobró mayor fuerza porque además de la tremenda singularidad del material constituyente, formado por una combinación muy particular de elementos químicos conocidos, tenía una propiedad que potenció en varios órdenes de magnitud la industria de la región: la teletransportación.

Juan Edwinton Ramírez era un simple empleado del sector 37 de la municipalidad de San Isidro, dedicado al mantenimiento del extractor del mineral. Salía exultante de la oficina de personal porque había logrado ascender. Recorrió sobre una nube de alegría el largo pasillo del edificio rumbo a las cabinas tele transportadoras, para encontrare en la Plaza de Independencia de la ahora devenida en ciudad autónoma de Mendoza, de la cual Cleta Sánchez era la eficiente y decadente gobernadora.

Se imaginó la alegría de su familia cuando les contara la noticia. Hizo lentamente la cola, que no demoraba más de 5 minutos, porque el efecto era instantáneo.

La esposa e hijos de Ramiréz lo esperaban almorzando en un café justo en frente de la hilera de cabinas. Tenían visión directa para cuando apareciera.

Y la joven promesa apareció. Durante un segundo no reaccionó. Luego emitió un ronquido estentóreo. Y se derrumbó inconsciente.

Cabina por medio apareció Rosalinda Fernández, y en el segundo que se materializó sus ojos se pusieron en blanco, abrió la boca desmesuradamente y no alcanzó a respirar que se derrumbó en un desparramo anormal.

Anencefalia. Fue el diagnóstico clasificado del comité científico  que analizó este y el par de casos posterior de una partida de cabinas aparentemente defectuosas. Dentro del cráneo las neuronas nadaban desconectadas en un globo de líquido cefalorraquídeo. Por supuesto, oficialmente y para las familias fue un accidente cerebro vascular, producto de cambios de presión por la diferencia de altura.

Pero las cabinas no tenían fallas. Se analizaron varias veces los mecanismos. Se estudiaron posibles defectos del “material”. Variaciones de corrientes, cambios en el clima. Hasta posibles incidencias de las tormentas solares y/o influencias gravitacionales.

Los informes se multiplicaron como una onda expansiva por toda la población humana, ya extendida en la Luna, Marte y algunos asteroides. Nadie, hasta entonces, le encontró el error.

Ante la expectativa de la repetición del fenómeno fueron retirándose. Primero las más importantes, puesto que no se podía correr el riesgo ante una personalidad importante o equipo médico, menos que menos material bélico. Pero por tratarse de una industria no se retiraron totalmente sino al cabo de dos o tres años.

Y la humanidad volvió a la forma antigua de trasladarse. La era del teletransporte posibilitó la expansión y le dio la inercia necesaria al ímpetu explorador de la raza humana.

Ahora cabría ahondar en los detalles estadísticos de la enorme cantidad de informes que se elaboraron. Pero creo que entenderán que a veces improbable no es imposible. Si algo puede fallar, por más que tarde en manifestarse, lo hará.

Una muy pequeña discrepancia, casi a nivel subatómico, se tomó como imposible. Y esos estándares se relajaron en la construcción de las cabinas. Y si bien, teniendo en cuenta la cantidad de personas que las usaban, y las veces que lo hacían, preveían la repetición de eventos similares cada tres o cuatro años, no podían arriesgarse.

La humanidad, en su bíblica costumbre de ponerle nombre a las cosas, tomó a cada uno de los protagonistas y víctimas de la era de la teletransportación y lo acuñó en los dispositivos que fueron acercándolo a los límites del sistema solar.

La nave de colonización Edwinton Ramírez, escoltadas por las orbitadores Pocha Rosalinda y Gobernadora Cleta Clementina Sánchez, tocaba el suelo en un planeta errante de las afueras del sistema solar, casi trescientos años después de lo anteriormente narrado.

Ese pedazo de roca del tamaño de la tierra tardaría millones años de abandonar las inmediaciones del sistema, por lo que serviría perfectamente de base para el salto hacia las estrellas. Como puesto de observación y aprovisionamiento de combustible.

Un hecho llamativo pero interesante era que el planetoide era prácticamente hueco. Una cáscara vacía.

Los exploradores fueron adentrándose en el laberinto de cavernas y adaptándolos para el uso a lo largo de los meses que duraba la instalación de la base.

No fue sorpresa para algunos encontrar restos momificados por el vacío del espacio de una especie de insectoide del tamaño humano en los huecos interiores. También evidencia de fuentes de energía, apagadas desde hacía tiempo.

Pero el horror lo constituyó el enjambre de de huesos humanos que llenaban la oquedad centrar del cuerpo celeste. Millar de millares. Incontables. Y escasos metros de la caverna desde los exploradores miraban espantados y en shock empezaba una hilera de círculos negros que se extendía por todo la esfera hueca. Reconocible de los libros de historias. El negro profundo de las paredes de las cabinas teletransportadoras.

El horror se explicó luego de varios análisis. No solo transportaban, duplicaban. En el más absoluto secreto se estableció que una copia del ser vivo, totalmente descerebrado se materializaba en aquel hábitat. Tomar conciencia del horror que la casi decena de personas que sufrieron las fallas, al verse rodeado de una carnicería en una sala de características macabras no impidió el incipiente lucro que el Gobierno de la humanidad vio en aquel fenómeno: la duplicación.

Mientras duró el estudio y la implementación de un grupo reducido de cabinas el secreto fue absoluto. Ninguno de los implicados ni descubridores podía mencionar tal descubrimiento bajo amenaza de muerte. El planetoide se transformó en una base militar, donde los ingenios para la expansión permanecían en órbita. Y es que les surgía una pregunta imposible de contestar con la aún limitada ciencia humana: ¿Y si cada portal habría a más de dos lugares?