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Caen chispas desde el cielo

Hipoxifilia: amor a la falta de oxígeno

Era un Valiant III herrumbroso, destartalado y con una dignidad de general de mil victorias y algunas derrotas escondidas bajo la alfombra; en mejores tiempos su color fue un bordó contundente, en ese momento sólo conservaba pequeñas reminiscencias de ese tono entre mares de óxido en su carrocería.

La noche era clara de tanta luna, se podía ver hasta el horizonte muy a pesar de la oscuridad y su vanidad. Dos hombres descendieron del Valiant y se dirigieron a la puerta trasera de la verdulería del Turco. El perro que cuidaba el negocio, a cambio de un par de huesos, dejó de ladrarles los tobillos.

El Petiso y y el Narigón habían tenido la idea una noche en que tomaban cerveza en la esquina de Zapala y Benavente, en el mercado de la Diana. Luego, con más tiempo y lucidez, urdieron el plan- llevarse todo de la verdulería del Turco-Nada había que dejarle: las frutas, las verduras, las balanzas, las damajuanas de vino y las de granadina; nada le iban a dejar. La puerta del negocio estaba cerrada con un candado perfecto e intransigente, irremediablemente cerrado. El Petiso le dijo al Narigón que le pasara la sierra. Éste, sin mediar palabra le pasó la herramienta.

Eran inseparables el Petiso y el Narigón, desde que eran niños habían caminado por el pueblo cometiendo tropelías menores pero imperdonables, generando caos en todo lugar en el que se hicieran presentes; robaban gallinas, se metían a la capilla del Padre Sixto y sacaban la plata de las donaciones y las velas… Pero ese, el de la verdulería sería su gran golpe. El Petiso siempre fue un poco más ágil mentalmente que el Narigón, éste toda la vida un poco lento en su pensamiento y su accionar. El Petiso lo llevaba de las narices al Narigón, siempre bienintencionado pero con resultados nefasto en su intervenciones. Más de una vez terminaron en la comisaría, en dónde el policía que estaba de guardia los marcabas a cinturonazos para que aprendieran y dejaran de molestar, los dejaban unas horas en el calabozo y se los entregaban a los padres, quienes también les daban otra sesión de lonjazos por el lomo para que aprendieran de una vez por todas.

Nunca aprendieron.

El Petiso se restregaba las manos y se imaginaba que haría con lo que ganaría. Lo primero sería ir al lupanar de la ciudad, el que estaba cerca de la ruta, el único. La buscaría a la grandota, la Polaca con pelo ámbar de raíces negras y se quedará por días con ella, abrazado. El Narigón lo acompañaría. El Petiso nunca pudo tener sexo con la Polaca, no podía, no le salía; su sexualidad se manifestaba laxa, indiferente, por más trucos que intentará la mujer; entonces el Petiso se conformaba con hundirse entre los senos y llorar en silencio, extrañando el orgasmo que nunca tuvo, esa ausencia de placer, esa negación de finalizar eyaculando lo había sometido. Había algo que le faltaba, una pieza fundamental del engranaje que estaba perdida, algo de la combustión del deseo, ese ingrediente secreto que tendría que ponerlo al rojo vivo.

La sierra comía metódicamente la cadena del candado, era igual que el Narigón, iba al frente como un caballo con anteojeras, azuzado por el Petiso y su propia bestialidad. Faltaba poco, muy poco. La cadena cayó con un estrepitoso siseo. Previsor, el Petiso encendió la linterna que se había robado de la ferretería. La luz circular inundó la verdulería del Turco y al Petiso se le desencajó la cara por la sorpresa. Adentro de la verdulería no había nada, el local estaba absolutamente vacío. El Turco tenía pensado mudarse a la capital e instalarse ahí, cerca de una plaza, en un barrio de clase media. Efectuó la mudanza en secreto, no tenía pensado despedirse de nadie, no le caía bien ninguna persona en ese pueblo que el consideraba nefasto.

El Narigón y el Petiso se pararon en la mitad del negocio hueco de mercancías, atónitos, vencidos, perdedores con alas caídas y ojos llorosos. Con desazón los dedos del Petiso soltaron la linterna que cayó al piso estrepitosamente, asustando a las sombras por un momento. El fulgor llenó la parte trasera del lugar, ahí se reveló una montaña de cebollas que llegaba a rozar el techo. Las habían dejado ahí por falta de espacio en el camión de la mudanza.

El Petiso vio una oportunidad en la derrota y le dijo al Narigón que las cargaran en el Valiant. Primero llenaron el baúl, luego el asiento trasero y todavía quedaban cebollas rodando por el lugar. Entonces El Petiso se sentó en el asiento del conductor mientras el Narigón seguía llenando el vehículo hasta que las cebollas rebasaron y comenzaron a caer por las ventanillas cómo una catarata deshielándose. Cerraron los vidrios del auto y el Narigón siguió echando bulbos hasta que el Petiso no se pudo mover. Las cebollas lo ahogaban, le pesaban sobre el pecho como si tuviese un planeta sobre él. Extrañamente, eso no lo incomodó. A medida que le fue faltando el aire algo desconocido le iba corriendo por el estómago, descendiendo hasta su entrepierna como La Serpiente buscando una manzana. El Petiso arrancó al Valiant III, puso primera y el auto arrancó corcoveando. El Narigón corrió al vehículo por unos metros y se subió al techo de éste a la carrera.

Tomaron por la ruta vieja, rumbo a la ciudad. Al Petiso se le hacía cada vez más complicado manejar, las cebollas parecían llenar todo el Universo. Le costaba respirar y eso le provocaba una erección monumental; mientras más le faltaba el aire más sentía como su pantalón estaba a punto de estallar. En el techo el Narigón disfrutaba del viento, se aferraba como podía para no caer mientras se reía sin parar al tiempo que algún que otro bicho le pegaba en la cara, explotando vísceras verdes en su nariz. Unas luces azules comenzaron a seguirlos, era la policía. Un móvil de la fuerza los vio pasar, despreocupados con su carga subrepticia de cebollas y comenzó a seguirlos. Era una persecución lenta, laxa y carente de vértigo.

El Petiso sintió su virilidad crecer cómo nunca, rompiendo las verduras con su falo ahora tempestuoso y deseoso de venganza con todas las ocasiones en que intentó ser un macho con la Polaca y todo quedó con su sexo hecho un colgajo inerte de carne y la mirada tristemente divertida de ella. La presión de las cebollas sobre su pecho lo sofocaba dulcemente, un gozo desconocido le enardecía el miembro, su corazón, sus venas y sus jugos. La policía se puso a la par del Valiant e intentó cruzarse en su camino para detenerlo, pero fue infructuoso. El Narigón desde el techo del auto les arrojaba cebollas que sacaba por la ventanilla abierta. Los dos agentes de la ley decidieron seguir entonces al auto sin intervenir por el momento. El cuerpo del Petiso exudaba líquido, la ruta ante él se mostraba fuera de foco, envuelta en neblina; su pene latía cómo un pulpo en las profundidades, cada vez más rápido

…Entonces empezaron a caer chispas desde el cielo…

El Petiso eyaculó entre las cebollas que lo ahogaban y le brindaban el sofoco que necesitaba, que le era imprescindible. Sumido por la falta de oxígeno dejó de pisar el pedal del acelerador y el Valiant se detuvo en la mitad de la ruta, bajo las luces azules de las balizas; los dos oficiales bajaron del auto y el Narigón pegó un salto del techo y se metió entre unas viñas oscuras y peladas y corrió hasta licuarse con las sombras.

Después de salir de la cárcel el Petiso fue a buscar a la Polaca y ella descubrió que apretándole el cuello hasta dejarle sus uñas clavadas él se convertía en un macho cabrío que la hacía aullar entre las sábanas. Sus gritos rebotaban en las paredes del prostíbulo y hacían que los otros comensales se sintiesen aturdidos por la fruición ajena. De a poco la Polaca le fue cobrando menos dinero por sus servicios, hasta que en un momento no le cobró más y se fue con él, tomados de la mano bien lejos y se abrazaron y abrasaron por largos años.

El Narigón todavía sigue corriendo, arrojando cebollas a diestra y siniestra.

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