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Caleidoscopio: «El encuentro»

Miguel masticaba horas cada bocado mientras clavaba los ojos en Cami. Se había preocupado por lo que le gustaba Cami, lo que más le preocupaba es que la conocía bien, y era de las mujeres que ni siquiera contemplaba. Cami con sus muñecas quebradas operaba el plato con una rapidez admirable. Cada bocado subía hasta su boca con la carne arropada en una verdura. Su pelo era una escultura que inspiraba para gritarle “¡Parla!”, como Miguel Ángel. Pero su cabeza…, esa mente caótica que se mimetizaba con el elegido no le gustaba. No le gustaba como base, pero en Cami le generaba una atracción violenta. Parecía haberse configurado para sus gustos, los que sean. No necesitaba ser brujo para saber que el día que hicieron el amor en el portal ella debutaba con una aventura diferente a todo un rito amoroso hiper tradicional. Y no era su fantasía, eso también estaba a la vista. Disfrutó con él, y eso lo ponía nervioso, pero al mismo tiempo le calentaba mucho. No disfrutó tampoco “con él”, sino con la seguridad que le daba el verlo con tanto deseo sobre ella.

En el restaurante no había mucha gente, y afuera se veían pocos peatones en la calle abrigados hasta la cabeza frente a un invierno que se había vuelto muy duro. Cami comía, masticaba y lo miraba, y a Miguel algo le corría por dentro. Era algo tan fuerte que recordó cuando en su infancia gustaba de la hermana de su amigo. Sentía un estremecimiento parecido que solo había sentido en esos diez frescos años. “Diez… qué precoz”, pensó.
—Qué poco vino tomaste… —dijo Cami.
—Sí, es verdad —contestó Miguel.

No estaba cómodo. No estaba cómodo con preferir a una mujer por sobre las demás. O mejor dicho, a Cami. Siempre creyó que iba a terminar viviendo con una mujer brillante, muy inteligente, con diálogos profundamente graciosos en las mañanas y noches de juegos de ingenio en la sobremesa de una frugal comida casera, con un licor y un cigarrillo. Pero eso ya no le atraía. Él quería sorprender a Cami con sus frases certeras, con sus axiomas indiscutibles, quería encontrar el asombro de ella en sus pupilas cada vez que él le revelara cómo eran en realidad las cosas.
—¿Leíste El Alquimista, de Paolo Coelho? Me impactó ese libro.
—No…, no lo leí. Contame…

¿Mentía si se dejaba llevar por una mente relajada que vivía en un mundo de Winnie The Pooh y La Bella y La Bestia? En algún rincón se dio cuenta de que estaba cansado. Cansado de pensar tanto todo. Cansado de la exigencia de ser cada vez más astuto, más ágil… Estaba cansado de competir y tenía ganas de contar, hablar sobre las cosas que sabía, explicar las matrices de los asuntos impenetrables, definir su pensamiento sobre la política empresaria, reírse fuerte de las mentiras de los políticos… y que le digan que sí, qué tiene razón, que es verdad, y que lo miren con esos ojos brillosos, esos labios hinchados de sangre, esas pupilas enormes.


Ella
se sentó a la sombra, debajo del árbol. Era una tarde más que calurosa, faltaba el aire. Se sentó a la sombra y esperó. Esperó que pase algo, a veces le costaban los días, le costaba la rutina de su madre borracha en la cama, de su hermano espiando sus cosas, copiándole envidioso todo lo que hacía, le costaba hablar con los chicos de su edad tan chiquitos o con los grandes demasiado grandes. A veces le costaba seguir ahí y recordaba al intrépido Francisco Martínez espiándola en la ventana bajo la lluvia. El recuerdo de Don Tomás no empañaba aquellos episodios, a ella le quedaban marcadas las cosas incomprensiblemente buenas. No entendía bien la bondad en alguien sin algún interés de por medio. Solo la conoció en aquel Francisco Martínez, tan indefenso, tan chiquito… tan bueno.

Vivía una vida intentando que no la viole el vecino, que no la estafe el del almacén, que no la manosee mucho el quiosquero que le regalaba los chocolates mientras le hablaba rozándole el culo con sus manos, vivía desarrollando estrategias para… para qué, para nada. ¿Para sentirse respetada? El respeto es una excusa con que los hijos de puta le hacían callarse la boca. El sol estaba tan fuerte que los ojos se adormecían en esa siesta.

 

Claire abrió la puerta con una sonrisa. Le encantaba sentir la diferencia de clima que existía entre Argentina e Italia. Sabía que en la península se estaban muriendo de frío mientras que ella, en Buenos Aires, andaba en musculosa, con una falda larga y amplia, sandalias y sin sombrero. Sonreía a pesar de que le acababan de decir en Brewster, no solo que habían echado a su gran amigo Pranna, sino que lo habían visto en la calle, entre cartones y papel de diario. Sonreía porque no estaba sola en esa búsqueda, sino que tenía un gran apoyo en Italia para encontrarlo. Cruzó el porche y abrió la puerta doble, tan común de los conventillos de San Telmo, entró al living y la encontró a su hija sentada en el comedor.

—¿Vittoria, qué hacés tan temprano en casa?
—Tengo que hacer unos informes y en la embajada no hay sistema.
—¿Miguel sigue en Roma?
—Me parece que Miguel se quedaba en Roma, se fue por unas esculturas que hizo…
—¿Miguel Robles hizo una escultura…?
—Varias.
Claire rompió en una carcajada amplia.
—¡Qué tipo divertido! Debe andar saliendo con alguna artista. Igual puede venir en cualquier momento, yo le dije que tiene a disposición la casa si tiene que venirse para Buenos Aires.
—¿Supiste algo de Pranna?
—Solamente que lo echaron y que lo vieron durmiendo en la calle.
—Pobre tipo.
—Ya lo voy a encontrar. Acordate, ni una palabra a Miguel de esto, ni a Eduardo. Yo vine a ver a mis amigas.
—Sí, mamá.

 

Vero estaba agarrada del brazo de Fran que todavía miraba el Castel Sant’Angelo a orillas del Tíber cuando abrió los ojos adormecidos y vio, caminando hacia ellos aunque distraído, a Chango. Su primer reacción fue soltarlo enseguida a Fran, al punto que a él le llamó la atención.
—¿Qué te pasó?
—Nada. ¿Vamos?
—Sí, vamos.
—Vamos para allá —dijo Vero señalando el lado opuesto al puente por donde venía Chango.
—¿Por qué no cruzamos el puente por ese lado y después vamos para allá?
—Es que… —pero a Vero no se le ocurría nada, estaba distraída y Chango estaba muy cerca—…no sé, prefiero por allá.
—Pero Vero, el puente está ahí —dijo Fran y giró para señalarlo.
Chango levantó la mirada ante el movimiento de un tipo que estaba con una mujer y que movía el brazo, que señalaba… y se quedó duro, helado. Vero bajó la cabeza y la escondió entre los brazos de Fran.

 

—Gracias por la cena, Miguel.
Miguel la miró con ternura, Cami lo contemplaba con cejas de buena, con cejas de piedad. Él la tomó de las manos, no estaba seguro de lo que estaba haciendo, pero la siguió mirando mientras la acercaba hacia él.
—Estoy pensando en comprarme una casa acá, en Roma, Cami.
—¿En serio, Miguel?
Él se dio cuenta de lo fuerte que era el sentimiento que tenía al no tener ni el reparo de pensar lo que estaba haciendo.
—Sí. Y quiero… —algo en su cabeza le rogó que vaya más despacio— y quiero que me ayudes a arreglarlo, a decorarlo… A elegirlo. ¿Podés?
—¡Sí! —gritó Cami y lo abrazó del cuello; Miguel sentía que estaba perdiendo el control, que estaba haciendo todo mal, y la abrazó con culpa.


Al verla bajo la sombra Tin llegó hasta el árbol.
—¿Cómo estás, Fran? ¿Qué hacés sola en la plaza?
—¿Sabés…? Estoy cansada, Tin.
—¿Por? ¿Qué hiciste?
—No, estoy cansada de estar así, de vivir de esta manera. No sé.
—Sí, te entiendo. Estás cansada de tu mamá…
—De mamá y de muchas cosas más. Siento que nada va a cambiar. Necesito que las cosas cambien, que pase algo.
—¿Algo con qué, Fran?

Ella lo miró a Tin, era tan chiquito… Lo único que lo unía a Tin era el haber sido amigo de Francísco Martínez, el hombrecito inexplicable. Hoy con catorce años a Valentín lo veía diferente. Sus catorce años no eran los de ella, tampoco los de sus amigas, salvo Clarita Ferrari, que la separación de sus padres la había hecho madurar rápidamente, más cuando supo lo que le había hecho a ella el día que lo gritó borracho y llorando en un bar cerca de la ruta. Don Ferrari se había transformado en un oso apartado. No hubo denuncias, ni condenas, solo se fue, nadie más le habló, y Clarita cargó con todo eso.

—No sé, Tin, por empezar, no me digas más Fran. Me recuerda a tu amigo.
—Fran no es mi amigo.
—Sí es tu amigo, no hables así —le dijo ella, y Tin se calló la boca.

A veces no soportaba que la respeten tanto. Sentía una tremenda necesidad de enfrentarse con alguien y poder sacar todo lo que guardaba adentro, toda la fuerza, toda esa necesidad de hablar, decir, hacer y que las cosas muten, que las situaciones se vuelvan otra cosa.


—Mamá, llamaron de la embajada. Pranna se contactó con el agente Bermúdez, y en el informe dice que lo buscaban dos santiagueños de un pueblo llamado Las Mellizas.
—¿Dónde queda Las Mellizas?
—Ni la policía ni la embajada conocen ese lugar. Tal vez ni exista, pero sería en Santiago del Estero.
—¡Pero cómo no van a saber dónde queda!
—Mamá, Bermúdez hizo un informe de rutina, Pranna era un indigente de la calle. Por suerte dejó el registro porque a veces ni eso queda.
—No lo puedo creer…
Claire se quedó un rato en silencio.
—Mamá, ¿por qué no vamos este fin de semana? No conozco Santiago del Estero.
—Es enorme, Vittoria. Hay miles de pueblos, puede estar en cualquier parte. Hasta puede ser mentira…
—¿Preferís volverte a Venecia?


Vero asomó los ojos por sobre el hombro y lo seguía viendo al Chango duro como una piedra, con una expresión de tanta sorpresa que no le conocía. Se sentía tan tarada en haberse descuidado tanto, en no darse cuenta del riesgo que corría estando así con Fran que empezó a pensar con su antigua cabeza nuevamente. Chango dio un paso, y otro, muy lentamente hacia ellos. Vero, ya más fría, ya como siempre, delineó una estrategia. Chango estaba más cerca con la misma cara de asombro, de pesadumbre. Le diría que se enamoró, que ahora amaba a Fran. Chango caminaba con más decisión, la cara era ahora casi de enojo. Vero se concentró y consiguió cristalizar sus ojos, ya casi parecía que lloraba, necesitaba concentrarse más. Chango ya estaría llegando hasta ellos, era evidente de que habría una conversación, no pasaría haciéndose el distraído, venía muy decidido. Salió una lágrima, un poco más, un poco más… corrió por el pómulo y Vero sintió que los ojos se llenaron de lágrimas, si no hubiera corrido el riesgo de desconcentrarse habría sonreído orgullosa de su capacidad actoral. Desde abajo del brazo sintió un movimiento de Fran y Vero, entrando en escena, se apartó de él y lo miró a la cara a Chango con sus pómulos mojados. Pero Chango, con su cara desencajada, no la estaba mirando.


—Y ¿cómo querés que te llame? ¿Francesita?
—No, Tin. Quiero que me llames por mi nombre.
Tin la miró con angustia. Se dio cuenta de que el cambio que estaba haciendo ella la alejaría para siempre de su lado. Entendió que su relación pronto cambiaría, y él no iba a estar entre los más cercanos. Necesitaba crecer, madurar más rápido para que no se le vaya tan lejos.
—Muy bien. No tengo problema, Margaux. Yo al revés, no quiero que me sigas llamando Tin. Tin es de chiquitos.
—Y ¿cómo querés que te diga? ¿Valentín?
—No, quiero que me digas como me dice tu hermano.
—¿Sí? ¿Preferís eso?
—Sí.
—Está bien. De ahora en adelante yo voy a ser Margaux —Tin acató con un movimiento de cabeza— y vos vas a ser el Chango.


—¿Fran…? —dijo Chango con una voz aflautada, un poco ronca.

Fran lo miró y abrió los ojos.
—¡Tin…! 

 

(Continuará…)

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