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Cicatrices

Con ropa todos somos iguales. En días lluviosos como los de hoy miro a la gente que pasa. Siempre me consideré alguien dañada.

Solía ir mucho a la Arístides a tomar alguna cerveza artesanal. ¡Cómo me gustaba la cerveza en ese entonces! Aunque ahora que lo pienso no sé si era la cerveza o la simple mundanidad a mi alrededor. Me sentaba siempre en la barra, pinta en mano, mirando hacia las mesas. Quizá me gustaba ir a ese bar porque siempre en las noches se llenaba, pero en la barra siempre había un lugar que parecía estar esperándome.

Y siempre, en algún punto de la noche (después de las 23 seguro) venía algún tipo con intenciones de levantarme. Con ropa todos somos iguales. Me dejaba llevar, no voy a mentir. Conseguía que me pagaran alguna pinta más, para sumar más alcohol a mi sistema, y cuando la cosa se había desinhibido un poco más. Y sí. El camino a seguir era obvio.

Cuando las ropas empezaban a caer es que la cosa cambiaba. Algunos se daban cuenta después, depende del grado de concentración en el acto en sí, y yo como todo me dejaba llevar. Siempre me dejé llevar. Otros se daban cuenta al irme tocando. Cuando las ropas caen ya no somos todos iguales. Mis cicatrices empezaban a aparecer y han asustado a más de uno. No sé por qué ellas me daban vergüenza. Algunos se pasmaban y solo lograban bajar la excitación. Entonces yo hacía lo de siempre. Me vestía y me iba escapando cual ladrón escapando del robo. Escapar. Siempre quería escapar.

No tengo la culpa. Estoy llena de cicatrices, y ninguna es linda. ¿Por qué asustaban a quien las veía? Porque cuando cumplí 13 años mi madre que sufría de trastorno bipolar agarró un cuchillo y me usó como tabla de picar. La cara y las manos fueron las únicas que no tocó, pero bueno, no fue su culpa. Nunca la culpé. Mi padre siempre la odió por eso hasta el último día de su vida, cuando un día se fue a dormir y no despertó más. Y me quede sola. Durante mucho tiempo.

Creo que muchas de las heridas que me infringió mi madre no fueron solo físicas. Llenaron mi ser de heridas que durante mucho tiempo dolieron. Ese fue el efecto tardío de todo. Nunca supe que pasó por su mente trastornada cuando lo hizo. Ahora está mejor. Yo lo sé.

Empecé a salir a caminar cuando los días se pusieron fríos. El frío llegó a Mendoza así de sopetón y causaba un extraño efecto en mí. Me daban ganas de salir en esos días cuando las calles estaban más solitarias que de costumbre. Y todo amanecía bañado en rocío. Saqué muchas fotos. Me parecía un paisaje perfecto.

Recuerdo perfectamente ese día. Fue cuando cayó la primera nevada, todo había amanecido blanco, y yo llevaba puesto el gorro violeta de lana que mi abuela materna me había tejido. Me apoyé contra un árbol carolino gigante de la plaza cercana a mi casa. Y ahí mire el paisaje y era tan perfecto que agarré la cámara que tenía colgada al cuello y saqué una ráfaga como de 10 fotos del mismo ángulo. En ese momento alguien me tocó la espalda y reaccionando instintivamente me di vuelta y saqué una foto. Era un tipo un poco (aunque no mucho) mayor que yo, que me miraba con una cara de incredulidad terrible. Me pidió la hora. Suena medio extraño ahora que lo escribo, pero me dijo que no traía reloj, ni celular encima. Eran las 10 de la mañana y no había nadie más que nosotros en esa plaza. Me invitó a tomar un café con leche a un café enfrente a la plaza. Algo me dijo que confiase en él. Y lo hice.

Me contó que antes de cruzarse conmigo iba justamente a ese café a desayunar, y que le pareció oportuno preguntarme la hora para calcular la hora de regreso a su casa. Me sonó muy raro, pero en fin, la charla era buena y el café también. Y cuando terminamos, y él sin decirme nada, le pregunté si le interesaría seguir charlando por teléfono. Se sonrió y me lo dio. Sentí que todo iba a estar bien.

Empezamos a charlar por whatsapp. Me contaba de su vida, yo le contaba de la mía. Empezamos a salir, me invitaba al cine, me invitaba a comer. Hacía mucho tiempo que no me sentía tan bien. Y el clima en mi Mendoza cada vez se iba haciendo más frío, pero a mí me gustaba así. Y dejé de ir a bares por amores de una sola noche. Pero aún tenía miedo de mis cicatrices. Eran el fantasma de mi pasado.

Y me enamoré. Así como si nada. Y él me dijo que también se había enamorado de mí. Y me lo dijo a los ojos, y por eso fue que le creí.

Una noche me dijo que quería ir a ver las estrellas. Estábamos en pleno julio y le dije que sí. Me subí en el auto sin que él me dijera a donde me quería llevar, pero llegamos a un mirador en El Challao, donde hacia el este se veía a ciudad, y hacia el oeste las montañas. Miramos el cielo más bello que yo había visto en mucho tiempo y nos besamos ahí. Entre medio del frío, que había pasado a segundo plano.

Nos metimos al auto. La cosa se puso más intensa, y antes de sacarme el sweater que tenía puesto le dije que tenía cicatrices, que no quería que se asustara, y me saqué la ropa y él en vez de impresionarse como muchos otros con sus dedos las tocó, y luego las besó despacio. Y me dijo que él tenía una sola cicatriz. Y fue cuando la vi. Se sacó la camisa y vi una cicatriz horizontal grande que le dividía al pecho en dos, como si con un cuchillo alguien le hubiese abierto el tórax. Y me contó que la vida le había dado una segunda oportunidad de vivir. Le habían trasplantado el corazón hacían unos dos años, por unos defectos fatales que tenía el suyo propio. Y en ese momento el agarró una de mis manos, me la apoyó sobre el corazón y me dijo:

«¿Ves? Late. Estoy vivo y estoy con vos en este momento, nada más importa. Nuestras cicatrices son la prueba de que estamos vivos, de que hemos resistido a cosas que nos podrían haber matado. No te tenes que avergonzar de ellas, ellas son el testimonio de que sos más fuerte de lo que pensas. Aquí y ahora. Nada más importa». Y acto seguido lo besé. Y besé aquella cicatriz. Y esa noche hicimos el amor. Porque fue más que la conexión de nuestros cuerpos, fue la conexión de nuestras almas.

Y acá estoy tiempo después mirando por la ventana. El frío como todo, fue y volvió. Un año después siento que ya no soy alguien dañada. Soy alguien amada. De pronto un olor empieza a asomarse, es el café que está listo en la cafetera. Siento el ruido de la puerta y es él que llega de comprar medialunas. Me mira y nos besamos. Siento su corazón latir. Más nada importa.

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