/Conviviendo con fantasmas durante la cuarentena

Conviviendo con fantasmas durante la cuarentena

Todas las tardes a eso de las cinco, Don Silvestre asoma por su balcón con un atado de Baronet y un vaso de terma. Él vive en el quinto piso y yo en el tercero, pero por un capricho del arquitecto los balcones no dan a la calle sino a un patio interno que los fumadores usamos de cenicero y algunas viejas para colgar macetas. Nuestros balcones están uno frente del otro por lo que, si él agacha un poco la cabeza y yo levanto la mía, podemos charlar sin ningún inconveniente.

El edificio es de los que uno esperaría encontrar más bien en Buenos Aires, bien angosto y puntiagudo, con el parquet de madera rayado y unas persianas americanas que no suben ni bajan. La mayoría de los que viven acá fueron los inquilinos originales, gente con bastón que llama más a la moto de la farmacia que a la del delivery.  Yo a Don Silvestre no lo llamaría viejo, pero sí es lo bastante grande como para cobrar la jubilación. Donde más se nota su edad es con nuestras charlas, en las que cinco minutos con él son cinco minutos de un tiempo distante y color sepia: no tiene celular, no sabe usar internet, escribe cartas y cuando se aburre prende la radio o sale a fumar. Una vez se excusó diciendo que sentía ganas de escuchar un disco de Dyango y se metió para adentro, en lo que imaginé que sería un ritual no muy diferente al que hacían mis viejos o hasta mis primos treintañeros en su época: sentando cómodo en una esquina cerca de los parlantes, sosteniendo la cajita del CD y leyendo adentro la libretita con la letra de las canciones. Cuando se lo conté a un amigo, alguien que leyó todas las biografías posibles de Steve Jobs, nombró a Don Silvestre “el último de los nativos PAL a NTSC”, un potencial Unabomber o un eco-terrorista. Para mí era un apodo bastante pelotudo porque tampoco tiene macetas o televisor.

Con la cuarentena nuestras charlas aumentaron en intensidad y cantidad. Muchas son un perno que por suerte dura uno o dos cigarros; pero en otras es más fácil superar la inercia inicial y las charlas se vuelven tan entretenidas que los dos nos olvidamos de fumar. Su problema no es que hable mucho, sino que se maneja con la costumbre de interrumpir al otro cada vez que no entiende una cosa y pretendiendo que se las expliquen en detalle, sobre todo de moda o tecnología, que es como tratar de explicarle a un ciego de qué color es el cielo. Y yo me tengo que aguantar bastante, porque entiendo que Don Silvestre aprovecha cuando charlamos para informarse sobre los pormenores que en la radio no publicitan: las calles vacías y la crisis que se nos viene, el tipo que incendió su casa fabricando alcohol en gel, las fiestas clandestinas, los abusos policiales, la falta de papel higiénico, las misas por ordenador o hasta del tipo que detuvieron dos veces tratando de escaparse a la costa para surfear.  Él las escucha muy atento, tapándose la boca con la mano, pero sin dar pitada. Lo miro y parece creer que me las inventara o que las exagerara para hacerlas más entretenidas.

Un día, mientras le contaba a Don Silvestre del hombre que arrestaron yendo a visitar a su pareja en Rodeo de la Cruz disfrazado de Batman, advertí que no me había interrumpido una sola vez. Permanecía calladito, jugandocon los hielos de su vaso o con el pucho en las manos todavía sin encender. Esperó a que terminara y largó una risita corta, que sonó casi tan seria como su mirada. Allá afuera esta como para escribirse un cuentito, ¿ah? -dijo apagando el pucho contra la suela de su zapato. Yo no me acordaba si le conté o no que escribía cuentos, por lo que tomé el camino difícil y seguí porfiando con la veracidad del relato. Pero él no quería discutir, y como mi insistencia parecía aburrirlo terminé por reconocerle que,si no fuera cierto lo que había contado, podría tratarse lo más bien de la trama de una buena comedia.

Sinceramente, Don S., un poco de comedia no nos vendría mal.Cuando voy a la cama me duermo contando todos los problemas que tengo y que tendré- y solté una risita desgastada-Afuera esta todo mal, Don.

Con un gesto me señaló que le lanzara mi zippo: lo atrapó, encendió el quinto pucho y, con el encendedor todavía volando de regreso hacía mí, me contestó- Problemas tengo yo,nene, que tengo un fantasma en la casa. Lo dijo serio, sin chistar ni mostrar los dientes, y cuando me vio tan perplejo continuó contándome que el día anterior, mientras lavaba los platos, un vaso salió de la bacha volando y se estrelló contra la pared del living. Como era la primera vez que algo así le pasaba lo atribuyó a la edad y a lo pesado que había comido ese día, pero cuando terminaba de limpiar otra cosa voló por el departamento. Así por varias horas: platos, muñequitos de porcelana, el reloj y un florero vacío, hasta que solo quedaron sin romper un par de discos, un cenicero y el vaso que tenía en la mano. No puedo usar pantuflas porque tengo el piso echo un mosaico de iglesia, agregó. Yo me volví loco con lo que acaba de escuchar, y me creí con el derecho de averiguar más, de buscar una explicación o de inventarlas, de saber qué otras cosas se rompieron o hasta si él opinaba si volverían a pasar. Pero Don Silvestre se desentendió totalmente de mi emoción repitiendo que son cosas que pasan: que algo ya se le iba a ocurrir, y que mientras lo mejor era no darle pelota y cuidar del vaso que le quedaba.

Obviamente que esa noche no dormí de tanto analizar el suceso sobrenatural de mi vecino. Un fantasma vivo en mi edificio, bien activo y a no más de treinta metros. Experimenté la misma curiosidad y seguridad que sentiría un niño caminando por un zoológico, una agitación tan fuerte por la que no dudaría en introducir mi mano en la jaula para hacerla más intensa. Necesitaba dormir, pero también descubrir más: concluí que Don Silvestre no podía ser el único al que le ocurrieran cosas así durante la cuarentena. Allá afuera había un montón de gente encerrada con una historia que valía la pena contar. Al otro día me levanté bien temprano, desatendí mi rutina y me enfoqué por completo en googlear otros casos. Intenté buscando con fantasmas y espectros, coronavirus, apariciones y hasta con actividad paranormal. Pero no hallé un solo caso, ni siquiera la acostumbrada noticia amarillista y exagerada, tampoco un tweet o un meme. La realidad parecía ser demasiado para cualquier otro miedo, has que leí debajo de un anuncio pago de alcohol en gel, una diminuta entrada que decía:

¡¡¡¡¡¡¡AYUDA CON UN FANTASMA, NO PODEMOS SALIR DE CASA!!!!!!!

Era de un foro español, escrita por una chica que parecía bastante asustada: ella y su compañera de cuarto vivían solas en un piso donde todas las puertas- incluidas la de entrada y baño, de su armario o de la despensa- se abrían y cerraban bruscamente varias veces sin parar. Cuando la consulté la chica se enojó bastante con mi curiosidad: que no era chiste- escribió mucho joder, tío, joder-  y que requerían urgente de alguna solución porque ya ni un chiste podían contar sin que la casa entera se sacudiera con los aplausos. La calmé explicándole mejor de que trataba mi investigación y que, tarde o temprano alguna solución iba a encontrarme y que no dudaría en comunicárselas.Eso la tranquilizó bastante, y se disculpó explicándome que sus papás estaban en Almería y los de su amiga en Zaragoza- no sé dónde queda eso en España, pero sonaba bastante lejos- y que me daría el email de una profesional que las estaba ayudando un poco con su problemita.

Lo que la mayoría de personas suelen encontrarse en sus casas es lo que comúnmente denominaríamos un poltergeist-  me explicó unas horas después por Skype Ana Gelly, la experta que las gallegas me recomendaron, Doctora en parapsicología histórica de la Universidad de San Jorge. A diferencia de lo que retrata la película de 1982, muchos de estos espíritus son en realidad muy juguetones,y se limitan a los ruidos inexplicables, materialización de objetos, desaparición de comida, olores extraños, y rara vez se tornan violentos o hasta agresivos. A diferencia de lo que ocurre con vuestro vecino – continuó Ana, hablando sobre Don Silvestre­- estas chicas ignoran como interactuar con una aparición de esa sobrenaturaleza. Seguro usted también lo desconoce, pero estos entes poseen sus propios problemas y mañas. Muchos no acostumbran pasar demasiado tiempo en contacto con los vivos. Son seres bastante reservados la mayor parte del tiempo, y prefieren la soledad y el silencio de los pasillos vacíos para hacer sus cosas, como deambular entre los muros, desmaterializarse o hasta expulsar ectoplasma; pero con la situación actual de cuarentena, las apariciones están obligadas a interactuar con nosotros constantemente. Imagino que dicen, “coño, ¿de nuevo este pavo por aquí? Va a ser la quinta vez en el día que tengo que levantar a su gato en el aire…” No me sorprende para nada que reaccionen tan alterados ultimamente.

Me despedí de la doctora pensando que ya tenía suficiente para una pequeña nota. Pero un tiempo después comencé a despertarme por las noches destapado y con las sabanas debajo de la cama, como si algo las arrastrara abajo para dormir sobre ellas. Preocupado, lo consulte con Ana, quien después de preguntarme si sabía ingles me dio el número de Telegram del Dr. Nilo Finge, versado en xenoglosia, psiónicay cámaras Kirlian, al que conoció cuando investigaron juntos el conocido caso del Baúl del Monje en Madrid. En su foto de perfil llevaba una inmensa barba rubia, unos lentes ámbar y una camiseta de fútbol americano con el cero transformado en el logotipo de los Cazafantasmas.  Después de las formalidades y de acreditar un pago con mi tarjeta de crédito, me sometió a un cuestionario para descartar otras posibles causas: antecedentes psiquiátricos, problemas eléctricos, perdida de gas o hasta aire ionizado. Me comentó que por la gran cantidad de denuncias que recibían día a día, no había forma que ninguna de las trescientas noventa y siete sociedades parasicológicas oficiales de todo el planeta pudieran dar abasto a la demanda, por lo que se vieron forzadas a instituir en 2008 un protocolo para eliminar la mayor cantidad posible de falsas alarmas; algo no muy distinto a lo que hace el vaticano para con los exorcismos. El renombrado Boring Protocol, llamado así por la ciudad de Oklahoma donde fue redactado, consta de una interminable serie de recomendaciones que el Dr. Finge leyó con toda la solemnidad y lentitud de un farmacéutico: textualmente, por los siguientes cinco días el “supuesto testigo”– en este caso, yo- deberá mantener una dieta balanceada, evitará ingerir alcohol y drogas, revisará las cañerías, descansará ocho horas,y un interminable etcétera. De lo mejor era no obedecerlas, y de ser posible esperar a escuchar otras para tener una segunda opinión y decidir más informado sobre mis opciones.

Fui bastante obediente, pero al quinto día las sabanas continuaban escurriéndose debajo de mi cama: Congratulations, Young man!!!…felicidades, usted tiene un fantasma-me escribió Finge quien, pese a su entusiasmo, no dudó en confesarme su preocupación por la escasa actividad de mi nuevo compañero. Temiendo una posible disminución ectoplasmatica, volvió a someterme a más protocolos, y tras descartar varios episodios cotidianos- entre ellos la desaparición de unos calzoncillos- y escuchar la historia de mi vecino Don Silvestre, Finge concluyó que lo que había debajo de mi cama era un nido. You know que digo? Un nido, a nest, o como dicen tu país, “una cúchita”– me explicó, y adjunto a su mensaje un video realizado por el Institut Métapsychique International en el que, con unos lindos dibujitos explicaban que, como muchos ya sabrán, el ecosistema sobrenatural de los fantasmas suelen serlos hospitales abandonados, los viejos caserones, las estaciones de tren o hasta las ruinas de un castillo. Todos ellos lugares no solo vacíos, sino también amplios y que una casa estilo suburbano podía suplir lo más bien; pero que en un departamento de menos de cuatro ambientes los espectros se veían obligados a traspasar los límites catastrales y, de una manera muy similar a los gatos, dividir su actividad en varios lugares del edificio. En mi caso, el nido era el sitio desde el cual el espectro emprendía sus rondas nocturnas, y al que regresaba por las mañanas para desmaterializarse en una ráfaga de viento fresco.

Yo me helé entero en mi silla, y aun cuando Finge dijo que con un poco de sal y una herradura todo se solucionaría, pasé toda la semana atormentado por la trillada revelación de que no estaba solo. Me volví un converso de la santería y el esoterismo: no apagaba las luces, encendía velas blancas, puse una biblia bajo mi almohada, y hasta me privé de caminar en calzoncillos y de otros placeres por la sorpresiva falta de privacidad que enfrentaba. Y de todo eso ni una palabra a Don Silvestre, al que ocultaba mi investigación como también el hecho de que ahora en adelante compartiríamos fantasma: primero por miedo a despertar en él celos, pero más que nada creo que por lo cobarde que me sentía comparado con su estoica figura.

Prometí no hablarlo con él ni con ninguna otra persona, y como buen secreto que era no me demoré mucho en romperlo. Los doctores Ana y Finge me invitaron a unirme a un grupo de ayuda que habían formado en WhatsApp con personas de todas partes del mundo y con problemas parecidos al mío. Luego de presentarme, cada uno de los ciento cincuenta miembros de ese grupo relató su caso: había un noruego que padecía en su cabaña de una invasión de orbes y rods; un letonio al que lo visitaba el fantasma de su mujer y que parecía llevarse mejor con su nueva pareja que con él; un jamaiquino que experimentaba una aparición mariana en su baño cada vez que apretaba el botón; un kurdo de ojos verdes posiblemente poseído por un jinn; un armenio que insistía con venderme medidores EMF y grabadoras para captar fantasmas; y una simpática egipcia que acababa de descubrir en una sueño que era la reencarnación de Omar Sharify que pese a sus esfuerzos no conseguía que le creciera el bigote.Y entre toda esa maraña de ansiosos y desconsolados, leí un nombre que jamás pensé encontrarme. Era el de mi hermana, Carla, a la que no dudè en llamar en ese mismo instante mientras me salía de ese grupo. Luego de negármelo por un rato, la hice ceder y me explicó que desde la adolescencia la acompañaba lo que los especialistas llaman un “encaprichado”, un espectro que generó hacia con ella una dependencia emocional, y por la que buscaría siempre tener su atención. ¿Vos porque te pensás que dormía con las luces encendidas? –me dijo mientras cerraba la puerta del baño para que “habláramos más tranqui”- Lo tuyo es una boludés, che. Ya sos grande, y por lo que contaste en el grupo parece más un perro que un fantasma. A mí cuando todo esto me pasó con trece años, y a veces creo que hasta era más pendeja. No me olvido nunca más el miedo que sentía cuando las puertas del placard se abrían y veía las mangas de las camisas flotar en el aire como saludándome. Algunas veces me acariciaba mi pelo, y otras acercaba una silla y la dejaba apuntando hacia mí, como diciendo que ella estaba ahí conmigo.Más de una vez me hice encima por miedo de levantarme y encontrármela en el pasillo, ¡qué vergüenza la puta madre!

¿Y cómo sabes que es un “ella”? – pregunté.

Porque la escucho susurrarme todas las noches. Al principio la tapaba usando auriculares o escuchando ruidos ASMR. Una noche discutí con un ex y me dormí tan dolida que me olvidé de poner algún ruido de fondo, y allí descubrí que sus susurros eran muy encantadores: me daba ánimo, y llegaba a decirme unas cosas tan bonitas que no sentía ganas de levantarme para seguir escuchándola. Después de algunas anécdotas más (entre las que se incluye un tampón a medio usar en una torta de cumpleaños) Carla me dijo que lo mejor que podía hacer era aprender a leer a los fantasmas: conocer sus gustos y sus disgustos, darles un nombre –en su caso, Nazarena- y hasta estarse preparado para sus “espectáculos”: por ejemplo, me dijo que las gallegas deberían haber comprado unos burletes de goma y haberlos adherido a los marcos para que de esa manera los portazos fueran lo más violentos posibles sin que se rompiera la madera, y así la aparición  pudiera calmarse con más rapidez. Es importante saber lo que quieren porque, así como acercan a vos una silla para que sepas que no estas solo, también pueden enfurecerse: una vez no sé por qué ignoré a Nazarena toda una semana, y amanecí con cinco cuchillos escondidos entre las sabanas- y luego agregó que quien la pasaba realmente mal era mi novia, que tenía en el fondo el fantasma de un suicida, posiblemente un ahorcado, al que nadie podía tranquilizar para averiguar qué carajo era lo que quería cuando reventaba los focos de la casa. Todo eso me hizo entender mejor porque ella insistía en pasar las noches en mi departamento, o de que le regalara cada vez que podía peluches con ojos bien grandes.

Al otro día de la charla comencé a redactar la nota, y para la tarde ya tenía el primer borrador listo para leérselo a Don Silvestre, que me escuchó igual de atento que la última vez, con su risita seria y masticando los puchos al fumar. No sé si la tomó en serio o si creyó que era otro de mis “chistes”, pero algo le gustó, bastante. Ya en el tema, pregunté cómo había hecho él para tranquilizar a nuestro nuevo compañero, a lo que Don Silvestre sacó de su bolsillo una pelota de tenis y la arrojó hacia dentro de su departamento. Se me cayó el pucho al ver la pelota volver hasta el balcón, empujada por lo que parecían unas manos invisibles. ¿Viste que lo pude solucionar? –me dijo- Todos tenemos fantasmas, nene- y arrojó la pelota hacia mi balcón para que yo la atrapara.

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