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Cosas que le gustan a tu vieja

«Come down off the cross, we can use the Wood»
Come On Up To The House, deTom Waits

Elienai era el compañerito de curso que se reía de todo. En su boca, el mundo era un chicle del que masticar y sacar los mejores sonidos.  ¿Qué es más divertido que enterrar un niño muerto en el desierto?– preguntaba a todos los que conocía, y aprovechaba el silencio del sorprendido para entregar su respuesta:

Enterrarlo vivo- Era su favorito, su killing joke.

En el curso festejábamos sus ocurrencias y hasta las empeorábamos. Sabíamos cómo tratarle, a sacarle el jugo y a largar la carcajada. Solo había una regla silenciosa, una que se aprendió con una nariz rota y dos meses de suspensión: nada de chistes sobre su madre. No de las nuestras, la de los profesores o árbitros de fútbol: solo de ella,su vieja, y de nadie más.

Por suerte no había mucho que decir sobre la Mamá de Elienai. Algunos la conocíamos de los cumpleaños o juntadas, de cruzar con ella un “Buen Día”, o un “Todo bien, ¿Usted?”. Siempre con la misma campera de cuero roja, los Lucky Strikes de frutilla, y un par de aretes de ámbar. Siempre con el labio lastimado, a lo que ella amablemente me contestaba  que padecía de boca seca y pocas vitaminas.

Madre de tres hijos, todos con nombre bíblico: Nohemí, Samara y mi amigo, el más pequeñito. Con certeza, diría que la conocía más que el propio Elienai; su devoción era ciega incluso para un hijo. Será por eso que no se esforzaba por llevarse bien con sus hermanas (ya todas universitarias, destetadas del hogar), y menos aún su padre, inquilino permanente del hogar.

Héctor era un tipo macanudo, que a pesar de la hostilidad no renunciaba a Elienai. Solía regalarle cuerdas para su guitarra, traerlo y llevarlo a donde necesitara, e incluso de concederle alguna coincidencia, como la de ser hincha de Banfield. En el mejor de los casos, aparentaban ser padre e hijo. Pero Elienai no sabía cómo corresponder esa atención. Él es Héctor- dijo al presentarnos antes de un viaje a las montañas.

Unos meses después de ese viaje, fuimos a su casa después de la escuela. Ese día salimos temprano porque un profesor sufrió un percance sin otro detalle más que su ausencia.

Venite que no hay nadie- me dijo mientras subíamos a las bicis. Hacía calor y éramos libres. En ese entonces, Elienai era el único del curso con computadora en su habitación. Incluso tenía conexión a internet (toda una novedad para la época) y más de uno hacía una visita en la siesta para intentar ver un poco de porno. Pensé que no era una mala idea y acepté la oferta.

Cuando llegamos vimos la camioneta de Héctor estacionada en el puente de su casa. Nos enojamos bastante, consolándonos con la idea de almorzar temprano y aprovechar la siesta para usar la computadora. ¿Qué hacen muchos leprosos en una pileta?– me dijo mientras nos acercábamos a la puerta, buscando pasar el trago amargo. Fui sincero y dije que no tenía idea. Él me dijo que lo decía adentro, que no podía encontrar las llaves y necesitaba concentrarse.

Estaba indeciso, sin saber si las dejó en su bolsillo, en la mochila o en alguna parte de su pieza. Esperándolo, miré por la ventana.Che, ahí está tu vieja– dije. Estaba poniendo la mesa. Desde afuera sentíamos la música a todo volumen. Pero antes que golpeáramos la puerta, vimos abrirse la ventana de la cocina. Era un hombre encapuchado, todo de negro. Llevaba un arma. Mi amigo entró en pánico. Zarandeaba la puerta, gritaba, pero la música lo silenciaba. Ella seguía allí, preparando la mesa.

No tardaron en encontrarse. Ella trató de huir, pero él fue más rápido. La tomo de los brazos y la arrastró hacia su cintura, dejándola de espaldas y con el cañón contra la sien. Comenzó  a susurrarle cosas al oído mientras levantaba su vestido. Para el horror de Elienai, su madre no llevaba nada puesto bajo la tela. Él quería entrar en ese instante, intentar rescatarla; por lo menos romper la ventana y disuadirlo con nuestra presencia. Lo convencí de lo contrario, señalándole lo obvio.

La puede matar a ella y después venir por nosotros. Tenés que tranquilizarte- y lo convencí de seguir buscando la llave, de esperar nuestra oportunidad. El delincuente no perdió el tiempo. La puso frente así y le ató el vestido al cuello para mantenerla desnuda. Parecía una muñeca Barbie a medio desvestir. Ya enfrentados, la golpeó en la cara, justo en los labios. Confiado de tenerla bajo su control, la llevó al pasillo. Ya fuera de escena, sabíamos que era nuestra oportunidad. Pero la llave seguía sin aparecer.

Caímos en la cuenta de que la camioneta estaba en la puerta del garaje.¿Dónde mierda esta Héctor? Justo cuando lo necesito se borra. Qué pedazo de hijo de puta- repetía, convencido que estaba en algún quisco comprando una boludez.

Por suerte encontramos la llave guardada en la cartuchera. Entré corriendo hacia el teléfono, pero antes que pudiera llamar a la policía Elienai me detuvo. Sin decir una palabra, moviendo los labios y las manos, me indicó su plan. No había tiempo ni para la policía ni para Héctor. Nos las teníamos que arreglar nosotros dos. Abrió el placar y descolgó la barra para perchas. Por mi parte, me indicó con su mano en el cinturón que era tiempo de usar las clases de karate que tomé en el verano.

Para nuestro horror, el delincuente no cerró la puerta. El maldito la violaba en la cama matrimonial, golpeándola constantemente en las piernas y abdomen. Nos congelamos en el umbral: ella estaba desnuda, atada y con una media en la boca. Él seguía oculto por el pasamontaña, mostrando solo lo necesario para su crimen. Dio un relincho de placer y retiró la mordaza. Nosotros seguíamos ahí, mirándolos. Parecían una máquina de chirridos y sudor.

Grita… ¡grita como una putita!- dijo entre gárgaras de saliva. Ella gimió y pido que parara, que no podía más.

La idea era entrar juntos, a la cuenta de tres. Elienai no pudo contenerse. Lo molió a golpes, arrojándolo al suelo y reduciéndolo a un montón de ropa revuelta. Quise sumarme a la pelea, pero vi más eficiente desatar a la Mamá para una posible huida.

¡Para, Elienai, por favor!- gritaba sin cesar. Luego me miró a mí, me llamó por mi nombre y pidió que me apurara en soltarla. Di una mirada rápida a la pelea: Elienai hacía chasquear contra el viento el palo como si se tratara de un látigo. Estaba enceguecido, impulsado por la ira y por la fortuna de que el depravado tropezara con los pantalones en sus tobillos. Los golpes parecían seguir el ritmo de la música que venía desde la cocina.

Me sorprendí de lo suelto que estaban los nudos. Ni bien la solté, corrió hacia los hombres pidiéndoles a gritos que pararan. Ignorada, tomó a Elienai de los hombros y lo empujó hasta la puerta.

¡Para, por favor! …Lo vas a matar- y se sentó en la cama a llorar. El encapuchado se arrastró hasta la pared  para ayudarse a ponerse de pie. Debajo de la tela, de los moretones y una nariz llena de coágulos, estaba Héctor, que no podía sostenernos la mirada. Pero su vergüenza no conmovió a Elienai. Él miraba a su mamá, desnuda y brillante por el sudor, que solo detuvo el llanto para acercarse a la mesita de luz y prenderse un cigarro. Masajeaba su frente con los dedos, esperando encontrar alguna respuesta.

Liliana– fue lo único que pudo decir Elienai.

Entre el humo, ella me miró y me pidió amablemente disculpas. Preguntó si al salir podía apagar la música y cerrar la puerta del frente. Necesitaban un tiempo para sentarse como familia y charlar.

La charla más incómoda de la historia, pensé en su momento. Imaginé a Elienai, sentado en el medio, rodeado por  Liliana en bata y Héctor convertido en una servilleta manchada. No importaba lo que dijeran, cada palabra sería una excusa para no reír o llorar. Terminé por imaginarlos en silencio, algo más cómodos, esperando a que alguien se decidiera por contar el remate.

Elienai tardó dos meses en dirigirme la palabra. Compartimos un cigarro a escondidas en el baño de la escuela. Había leído que hay gente como sus padres que disfrutaba de esas cosas. No los juzgue, y fui igual de generoso con él al no preguntarle cómo estaba o se sentía.

¿Qué hacen muchos leprosos en una piscina?-me dijo mientras terminaba su cigarro.

No tengo idea- contesté.

Un Puchero– y arrojó la colilla al inodoro antes de tirar la cadena.

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