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De dolores y despedidas

Si queres disfrutar esta nota en todo su esplendor, te recomiendo que antes leas esto: Carta para Víctor

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¿Cuánto tiempo había pasado? Ya ni lo recordaba, pero había algo que aún guardaba en mi mente, no menos en mi corazón, y eran los ojos de Víctor mirando los míos, con ese amor, con los que solo él me miraba. Que malos eran estos días, pensé, para olvidar.

La gente me había hablado sobre el tiempo y sobre dejar que los días pasaran hasta obtener una respuesta pero también había oído que esperar no era la mejor manera de ser libre y de eso trataba todo esto, de ser libre, de una vez por todas.

Las cartas habían sido enviadas, las cosas debían haber quedado claras, pero la palabra “quizás” sembró en mí la semilla de la duda, que creció tanto que terminó por dar sus frutos. Terminó por convertirme en un ser valiente, sedienta de respuestas, esas que por miedo jamás busqué.

Otoño en Mendoza, la ciudad parecía un cuadro pintado al óleo: los colores brillantes de las hojas desparramadas por los suelos, se mezclaban con el gris del asfalto, dándole un toque pintoresco. Apenas a unos cuantos metros se distinguían los rostros de los transeúntes, tapados hasta la nariz con sus bufandas y gorros. Era de saber que cuando el sol se ocultara, haría estragos. Ni el frío y ni el agua cayendo lento pero de manera consistente desde el cielo me detendría en ir a su encuentro.

El reloj marcó la hora y como si mi corazón hubiese estado programado, estallo al verlo. El frío se me hizo piel, las prendas que llevaba puestas parecían desaparecer a cada paso y al mínimo “Hola”, mi cabeza, como por arte de magia, olvidó todo aquello que había planeado decir.

La sorpresa nos dejó mudos y por un instante el mundo se detuvo bajo nuestros pies, el sonido de la ciudad se minimizó y solo logré escuchar el soplido de mi respiración, produciendo ese vaporcito tan particular en estos días con cada espiración.

Y ahí estaba Víctor, oculto detrás de sus ropas, y ahí estaban los ojos cafés que habían logrado desvelarme por tantas noches. “Que idiota es el amor”, pensé, y su voz me trajo de nuevo a la realidad.

En cada paso que dimos contra el viento, fuimos dejando un poco de nosotros. Fuimos sacando el peso que tanto nos angustió algún día. Fuimos dejando un rastro de dolor y despedida, inminente como quien espera la muerte. Y al caer en la cuenta de que era el fin, sentí miedo y una terrible angustia, y así como el agua del mar se aferra a las rocas de la orilla, me aferré a él. Unimos nuestros cuerpos de manera que encajaron como las piezas de un rompecabezas y sentí que todo aquel frío que me rodeaba, todo aquel dolor que no me dejaba ser yo misma, desaparecían. Y sentí que todo aquello me correspondía, sentí que el temblar de nuestros cuerpos no podían ser solo el producto del frío, no, no era eso, era el desapego, eran los últimos rastros de nuestro amor.

Nos encontramos después de tanto tiempo, uno en el otro y después de verme reflejada en su rostro, lo besé, lo besé con tanta fuerza que quise que ese instante fuera eterno. Lo besé como si fuera la última vez, lo besé porque era la última vez que lo haría.

El sabor de sus besos, la textura de su boca, el lunar por encima de sus labios, las cosquillas en su cuello, las manos rodeando mi cintura, todo, todo aquello estaba intacto, todo estaba por fin en su lugar, menos nuestros corazones, menos su corazón.

Y en donde todo empezó un día caluroso de Diciembre, terminó por morir en un día frío de Abril. Y en donde había habido picardía en un primer beso, hubo dolor en uno de despedida.

Aquellos días en donde existían otros días por delante habían acabado, aquellas despedidas tiernas lanzando besos por la ventanilla desde el 162 habían cambiado por su caminar en contra a mí destino. No hubo más que un adiós vacío, pero seguro de que la espera no es la respuesta a nada.

Te quiero pero no deseo luchar contra el destino. Disfrutaré de vez en cuando de tu recuerdo que seguirá alterándome”

-Mario Benedetti

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