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Desencuentros

La historia de Horacio y Eva no es una saga, ni una novela, ni debería estar capitulada, sino que las mismas van surgiendo al azar, básicamente según lo inspirado que esté. Pero, es verdad que sigue cierta correlatividad. De todas formas, pretendo que disfruten el camino, no el final. O sea, la historia en si es incierta, seguramente triste, lo interesante debe ser lo que va sucediendo. Además pueden ir apareciendo “anexos”, que no hacen a la historia de Horacio y Eva, pero pueden ir sumando detalles y personajes. Entonces, si no han leído nada antes, les paso la correlatividad de las mismas:

Capítulo 1 – La sucursal mendocina de los Hombres Sensibles de Flores
Anexo 1 – La secta de los Seductores Implacables
Anexo 2 – Consejos trasnochados para un abandonado
Capítulo 2 – Hasta que choque China con África
Capítulo 3 – El hilo rojo
Anexo 3 – Los onanistas impúdicos
Capítulo 4 – Limerencia
Capítulo 5 – Inefable

Capítulo 6 – Desencuentros

Las cuadras se habían hecho infinitas, los nervios lo acaloraban en aquella noche helada, podría haber ido desnudo que no hubiese sentido el frío. Llegó al lugar… piso 3, departamento C. Tocó timbre.

– ¿Hola? – atendió una voz afónica.

– Eva…

– ¿Horacio?

– Si…

– Pasa.

El ascensor subía lento, en penumbras, el espejo le devolvía un semblante adolescente, tímido, ansioso. Las manos le temblaban, no podía dejar de mecerse, inquieto, nervioso. Era imposible esconder la felicidad.

Por fin estuvo frente a la puerta… golpeó tres veces. Se movió el picaportes en señal de apertura y cedió unos centímetros. Horacio dudó un instante y avanzó por su cuenta, entrando al departamento de Eva.

Y ahí estaba ella… radiante como siempre, utópica, sublime… con la mirada encendida y una sonrisa dibujada. “No lo puedo creer” fue lo único que la voz le permitió decir e inmediatamente una lágrima recorrió su mejilla. Horacio no pudo contener tanta emoción, era un sentimiento tan grande, tan extraño, tan inexplicable, desbordante… inefable. Se acercó lentamente y la tomó por la cintura. Eva estaba tiesa. Levantó sus manos y rodeó el cuello de Horacio, permitiéndole aferrarla por completo a él, sentirla en su cuerpo. La remera suelta de Eva dejó al descubierto la piel de su espalda, que fue recorrida por las manos tibias de Horacio, subiendo lentamente hacia los hombros a medida que la adhería a su pecho. Eva se relajó y acarició los hombros de él, cobijando su cabeza en el cuello del muchacho.

Eva estaba en llamas, a medida que transitaba su espalda todo se iba encrespando, mientras su respiración se agitaba. Un incendio se estaba propagando entre los dos. Horacio enredó el pelo de Eva en sus manos, hasta terminar acariciándole la nuca, suave, con la yema de los dedos. Las piernas le temblaban, destellos eléctricos le recorrían todo su semblante, sentía frescura. Separó la cabeza de Eva de su pecho, tomándola del pelo y tirándoselo despacio hacia atrás, para dejar al descubierto ese rostro maravilloso que tenía la mujer de sus sueños, una boca amplia, unos labios perfectos.

Se observaron, encontrándose uno en el otro. La mirada achinada de ella, los ojos cansados de Horacio, las cejas infinitas de Eva, el fuego en la vista de él, el reparo, el hogar, el fulgor, los colores, algodón, lluvia de noviembre, arena de playa, cosquillas con plumas en los pies, viernes de verano, la euforia y la furia desatada en un instante único, maravilloso, apoteótico. No hacía falta decir más nada… cuando dos se encuentran toda palabra sobra. Los nervios transmitían la certeza de un sentimiento acertado. De fondo sonaba Nina Simone.

Él se arrimó a su boca, con la cabeza hacia la izquierda, ella le correspondió hacia la derecha, entonces por fin… luego de tantos siglos, sus labios se fundieron y se hicieron uno. Todo se oscureció, el mundo cayó bajo sus pies, aquel cuadro amarillo de una pareja besándose fue testigo de esta amalgama de bocas. Se libró una batalla entre sus lenguas, que se recorrieron, se entrelazaron, se encadenaron, se acariciaron y mezclaron en el dulce néctar de la pasión. Se comenzaron a recorrer furtivamente, como dos desesperados, como si fuese la última vez del amor.

El abrigo de Horacio se cayó al piso, los pantalones de Eva también. Los nervios de él no le permitieron sacarse la camisa, ella lo ayudó. Su remera voló por los aires, al tiempo que la respiración agitada explotaba los sentidos. Ella no tenía corpiño, Horacio la levantó por los aires para hundir su boca ahí. Eva lo rodeó con sus piernas… el fuego, y el calor, y el amor, y las risas, y sauces en llamas, y el mundo se había alineado para soldarlos en una sola pieza, en una sola forma, en una sola persona. Homogéneos. El andrógino de Aristófanes hecho realidad.

Tormenta de sensaciones, caricias. El mentón de Eva fue devorado por los dientes de Horacio. El sudor de ambos era narcótico. Sus cuerpos no daban más, vibraban extasiados, estallaban desde el océano. Ella lo apretó, lo rasguñó, lo hizo propio. El besó cada centímetro de su piel. Eva estaba desesperada por sentirlo adentro, sin saber que Horacio ya estaba ahí hacía miles de años, en ella, para siempre.

Entonces un sonido ajeno rompió el silencio…

***

Ella había decidido avanzar… que el azar los hubiese cruzado en los pasillos de un hospital fue el detonante necesario para entender que hay cosas que el corazón no le puede explicar a la razón, que es una relación antagónica en un mismo ser.

Era la hora indicada… estaba muerta de nervios. Se había mirado al espejo toda la tarde, unos brotes adolescentes le habían impedido dormir bien la noche anterior. Se sentía tan llena de vida, tan única, tan feliz. El clima le había roto la voz y la había dejado varios días en cama, pero experimentaba una energía arrolladora en su cuerpo. No importaba nada más, por una vez en la vida iba a pensar solo en ella, sin poner a los demás entre sus deseos y la realidad. Sonó el timbre. «Feeling good» ambientaba el momento.

– ¿Hola? – atendió Eva.

– Eva… – sonó esa voz tan esperada.

– ¿Horacio?

– Si…

– Pasa.

La risa la atacó, hubiese gritado por el balcón de haber podido, tenía ganas de romper algo, saltar, hacerse crujir los dedos, correr. Se sentía hasta infantil. Se puso de espaldas a la puerta, mirando a cada instante por la mirilla. Se tomó el pecho, el corazón se le iba a escapar por la remera. Mordía sus labios sin parar, respiraba agitada y sentía como las rodillas le tiritaban libertinas. Se miro el pulso… terremoto en las manos, felicidad absoluta. Sonreía alocada. La puerta sonó tres veces, dio media vuelta, bajó el picaportes y retrocedió dos pasos, dejando que Horacio abriera… entonces lo vio entrar.

Era él… era ese muchacho triste, tan lejano y cercano, tan entrañablemente desconocido. Ese que la había vuelto a hacer sentir, a darse cuenta de que la vida era una caja de sorpresas, de que nunca tenemos certezas, solo incertidumbres reveladas, de que el amor no se puede elegir, no se decide, no se explica, ni se razona, simplemente se siente, te parte. Era Horacio… era ese hombre extraño que había venido a irrumpir en su pacífica vida, en sus días comunes, en su historia, para romper todo como un huracán, una fabulosa catástrofe natural. Imparable. Su cuerpo no pudo contener más la emoción, por algún lado debía explotar, y la risa culminó en una lágrima tibia que le llegó al cuello, no de tristeza, sino de una inmensa alegría, extraña, ajena. Imposible de controlar. Todo era un motín de sensaciones.

Horacio avanzó, sin decir nada, ella no lo podía creer. Él la abrazó, ella dejó que lo hiciera y se acurrucó en su pecho. Sentía el corazón del muchacho explotar. Tiritaba como una hoja, pero el calor la estaba incendiando. Entonces sintió cómo las manos de él la acariciaban bajo la ropa, cómo su piel se encrespaba con cada movimiento. Un escalofrío la sacudió por completo cuando las manos de él llegaron a su nuca y muy suave la separaron del recovecos de su pecho, tomándola del pelo. Palpitaba salvaje. Entonces, su boca caoba, quedó a merced de aquel hombre. Sin soltarla de la nuca fue acercándose, ella abrió los labios en el momento justo, para que él arremetiese con su lengua contra ella… y la guerra se desprendió entre ambos… como Horacio desprendió el pantalón de Eva y ella su camisa.

La ropa fue quedando en el piso entre el trayecto del comedor a la habitación, la réplica de “El Beso” de Klimt había sido testigo del principio, la cama de Eva sería el desenlace. El cuerpo de ambos ardía, se habían vuelto uno, mientras los fluidos de los dos se fusionaban en el perfume del amor. Una revolución de endorfinas se libraba en la cabeza de Eva, todo su ser latía, eran dinamita a punto de explotar. La boca de Horacio comenzó en su pera y terminó entre sus piernas. Estrellas, magia, luces, colores, fuego, las chispas de una hoguera en el campo, por un instante el corazón se le detuvo… dejó de latir, ella abrió sus ojos de par en par, estrujó la sábana con su mano, extasiada, para volver a la vida exhalando pasión… una pequeña muerte acababa de ocurrir. Horacio la estaba matando lentamente. Lo apretó, lo rasguñó, lo quiso devorar…

Entonces un sonido ajeno rompió el silencio…

***

El teléfono de Horacio irrumpió la tranquilidad de la madrugada, haciéndolo despertar transpirado, jadeante y excitado. Se sentó de golpe con los ojos aún cerrados implorando poder retener la mayor cantidad de detalles del sueño que acababa de tener. Maldijo su suerte. Era la primera vez que sentía tan cerca a Eva en un sueño, tan íntima. Con una mano tanteó su mesa de luz, tomó el tubo a duras penas…

– ¿Hola? – dijo con arena en la voz.

– ¿Horacio? – dijo una voz de mujer.

– Si, ¿quién habla? – preguntó desorientado.

– Horacio… soy Julieta. Soy amiga de Eva.

– ¿Que pasó? – siguió confundido.

– Disculpá que te llame a esta hora… Eva… el avión de Eva parte a Europa en media hora… – confesó Julieta ante el silencio de Horacio – creo que deberías ir a despedirla.

– Gracias… – alcanzó a decir Horacio al tiempo que se ponía de pié y, en un atormentado acto de virulencia se iba vistiendo con lo primero que encontraba a mano.

***

“Señores pasajeros de Lan, se les informa que el vuelo número 72 con destino a Buenos Aires parte en treinta minutos” informó un parlante luego de que un timbre levantase a Eva.

– Mi amor, es nuestro vuelo – dijo Esteban – te quedaste dormida.

Eva se reincorporó mareada, con la piel rojiza, acalorada y con sed. Se restregó los ojos, abrumada aún por el episodio que acababa de tener. Su pecho latía y ardía. Esa sensación espantosa de asimilar que todo fue un sueño. Horacio… otra vez en su cabeza.

– Vamos “esposa” – bromeó el reciente marido de Eva – tenemos que hacer el check in.

***

Horacio tomó el acceso a toda prisa, con la vista inyectada y los cabellos revueltos. El destino parecía jugarle una mala pasada en el rojo de cada uno de los semáforos de la costanera. La moto del vendedor de sellos rujía furiosa entre el frío y las vueltas. El viento le cortaba como cuchillas el rostro, pero la desesperación lo mantenía a altas temperaturas. Iba como volando en una nube de velocidad, amargura, expectativa y confusión… no era momento para pensar en lo que iba a decir, aceleró a fondo, esquivando madrugadores de todos los tipos. Todo era oscuridad y luces rojas, frío y desolación. El viaje no terminaba más.

***

Cada algunos metros que caminaba, Eva miraba hacia atrás, buscando algo que solo ella sabía.

– Evita… vos decidiste despedirte anoche de todos – dijo Esteban creyendo que buscaba a algún familiar.

– No… no es eso… no estoy buscando a nadie.

– ¿Te arrepentiste de no decirles que nos vengan a despedir? – volvió a reír absurdo.

– No… esperame que voy al baño – pidió Eva sin saber porqué le costaba tanto marcharse.

En el baño se lavó la cara… aún sentía el calor del sueño. Se despabiló un poco y se miró, en sus ojos le pareció ver los de Horacio. Volvió a mojarse la cara, algunas lágrimas traicioneras se mezclaron con el agua. Suspiró profundo. Cerró los ojos. Tragó saliva. Los volvió a abrir. Se miró nuevamente… Horacio.

***

Dobló a toda velocidad hacia el aeropuerto. Dejó la moto en cualquier lado y corrió hacia el interior. Le preguntó a un guardia por un vuelo a Barcelona… “no hay vuelo directo desde acá, puede ir a Buenos Aires o a Santiago” fue la respuesta. Dentro miró el cartel de vuelos… recorrió cada uno. Había varios, estaba mareado, no entendía nada. Sintió aquel perfume especial… era el de Eva. Volvió a mirar desesperado… “vuelo 72 destino Buenos Aires, puerta 3”. Lo presintió… salió corriendo como pudo hacia el ala norte del Aeropuerto… un mar de gente arribaba y se marchaba en ese horario, se perdió entre las caras, entre la gente, tropezó con un muchacho de traje que lo miró enojado. Entre disculpas se puso de pié y continuó su marcha, estirando el cuello para mirar sobre la multitud.

A lo lejos le pareció verla… era ella. Era su pelo. Pasaba la puerta de ingreso. Era ella… corrió como pudo, se dió cuenta que no llegaba… “Eva” dijo tímido, pretendiendo que lo escuche… “Eva” volvió a decir. La chica pasó el detector de metales, estaba ingresando al pasillo. Entonces Horacio gritó su nombre… Algunas personas se dieron vuelta, la chica también… No era Eva. Miró hacia arriba… puerta 2.

***

– Dejame el lado de la ventanilla – pidió Eva.

– Pero si te dan miedo los despegues…

– Va a pasar mucho para que volvamos a Mendoza, quiero verla lo que más pueda – dijo nostálgica la chica, quién en el fondo presentía algo.

Al cabo de unos minutos el vuelo 72 comenzó a carretear por la pista. El nudo en la garganta se Eva de desató incontrolable. Esteban intentó consolarla. No hay asilo para el desamor prohibido.

– Tranquila amor… esto es lo que siempre quisimos, ¿no? – preguntó él mientras limpiaba las lágrimas de ella.

– Si… – respondió resignada Eva. Pensando, como siempre, en la felicidad de los demás.

No era su familia, no era Mendoza, no era su vida… era Horacio. Se iba de Horacio.

***

Llegó a la puerta 3 para ver cómo el vuelo 72 cobraba altura y se perdía en las ventanas. La respiración se le entrecortó. La nuez le hacía presión en la garganta. Se sentía un imbécil. Intentó mirar hacia arriba para contener las lágrimas. Salió como pudo de entre la gente. Deseaba romper algo, romperse, quebrarse. Caminó rápido hasta su moto… cuando llegó no lo toleró más. Cayó rendido, de rodillas, devastado. El llanto se desencadenó furioso, padeciendo la peor de las nostalgias.

Sentía tanta impotencia, tanta bronca… culpaba a su suerte, a su cobardía, a la vida, se culpaba a él. Eva se había ido… se había marchado para siempre. La imposibilidad de digitar el destino… la vida se volvía opaca, el frío congelaba los huesos, el viento laceraba el alma. Comenzó a llover. El cielo estaba igual de triste y gris para Eva que se iba como para Horacio que se quedaba. Desesperación y soledad… otra vez. Como siempre.

Todo había terminado…