—Tgruco.
—Quiero retruco.
—Guarda que este está cargado…
—¿Qué tiene?
—Yo le vi un dos, pero no me fío.
—Edgar, me parece que arrugan.
—Para algo te sirvió esa fama de mentiroso que tenés, Henry.
—Me confundís con alguien, yo no sé mentir…
—Quiegro.
—Julio, te digo que está cargado.
—Pagra mí que nos está mintiendo, Hogracio.
—Permiso…
Los cuatro escritores quitaron sus ojos de las cartas y giraron para ver al arrogante que se sobreponía con tanta formalidad a una noche de cartas y whisky.
—…vengo de parte de la señorita Mina Murray. Ella no va a venir, al menos por un rato.
Se hizo un silencio muy breve, y otra vez el arrogante…
—Marqués, usted puede marcharse, lo que tengo que decir de parte de Mina a usted no le atañe ni para el “gracias por todo”.
—¡Mentira! Sé que mentís. ¿Dónde está Mina, mi Mina?
—Sí, puede ser que mienta. En fin, es lo mismo. Siéntese, Marqués, por favor.
—¿Puede esperar un poco…? Estamos en la mitad de una mano de truco y Ju… el señor Cortázar aceptó mi Retruco y…
—No, Miller. No puedo esperar. Señor Poe, señor Quiroga, señor Cortázar, por favor, siéntense por acá. Dejen las cartas tapadas que nadie las va a tocar. ¿Lovecraft?
—Fue por unas papitas, ya vuelve.
—Señores, mi nombre es Marcos Valencia…
—¡Rima con “insolencia”…! Jjjjj…
—Muy ocurrente, Marqués. Le pido por favor que de ahora en más anote sus alegres ocurrencias en un papelito, haga un rollito y me lo alcance al final, que yo se lo hago llegar a la señorita Murray. Gracias.
Un suspiro y una mirada a los seis escritores más la silla vacía de Lovecraft.
—Señores, me envía la señorita Murray porque ella hace un momento tuvo un inconveniente que la tiene retenida, pero será sólo un instante.
—¿Qué le sucedió?
—¡Qué a tiempo su llegada, señor Lovecraft! Bueno, no los demoro más. Les cuento. Resulta que la señorita Murray escuchó sus relatos atentamente, y —de esto doy fe— en ningún momento cedió a la tentación de burlarse de la pacatería explícita del predecible Marqués de Sade, y lo digo para que no crean que lo critico todo el tiempo. Pero sé que ella disfrutó mucho de los relatos que se fueron leyendo, y hasta se ruborizó un poco…
—¿Con mi relato?
—Bueno, tu relato le encantó, Henry, pero se ruborizó con la irrupción absurda del señor Bomur.
—¿De ese pelotudo?
—¡Eeehh! ¡Julito, pará la mano!
—Hogracio, no me digas que no es un pelotudo…
—Sí, señor Cortázar. De ese pelotudo.
—Aprovecho para sacarme una duda. ¿Bomur qué teléfono atiende?
—Señor Lovecraft, por favor, volvamos al tema. El hecho es que la señorita Murray quedó extasiada con la actitud peronista de Bomur de buscar textos de Evita, y tuvo como una proyección sexual en donde lo pudo visualizar a Bomur en una tanga de toalleta española azul-grana, como la camiseta del Barcelona… y se dijo para sus adentros: “Perdimos…, perdimos como civilización”.
—Yo pensé lo mismo que ella antes de verlo en zunga.
—¿Usted también lo vio en zunga, señor Miller…?
—¡Ejum…! Continúe, Valencia.
—Gracias, Miller. El punto es que después de que se fue Bomur le tocó al Marqués de Sade leerse alguno de sus textos, y eso no ayudó al mareo de Mina, al inminente ataque de pánico, a la náusea… Antes de que el Marqués hubiere terminado, bah, qué antes, a las seis palabras del Marqués, Mina salió discretamente por entre los anaqueles de aquella parte de atrás. Ustedes no lo notaron porque alguno se estaba cascando, otro se fregaba sin ningún pudor… Y eso que leía quijotescamente el Coelho del sexo, que si llegaba a estar leyendo Miller…
—Valencia, un chiste más hacia mí y me voy.
—No, señor Cortázar, hablaba de… de otro, no de usted. Pero discúlpenme, continúo. La cuestión es que cuando Mina dio la vuelta por detrás de las estanterías de los libros y alcanzó la puerta de los servicios internos de la Biblioteca, trotó con sus piernas enclenques y a los seis, siete pasos se desplomó en el piso. Yo estaba ahí por absoluta casualidad, ya que cuando tengo tiempo libre vengo a la biblioteca a desarrollar sistemas de mnemotecnia con los números de los códigos de los libros. Sé que suena raro, pero prueben, es interesante. Después de memorizar setescientos treinta y nueve códigos comienza una sensación narcótica, como de… bueno, no importa. Yo estaba ahí cuando la veo a la señorita Murray estallar contra el suelo al tiempo que algunos de los botones de su tailleur verde oscuro volaron por el aire como esquirlas impúdicas, y un stiletto en un giro infernal quedó clavado en una cartelera de corcho y…
Se hizo una pausa.
—¿Y…?
—…y la costura trasera de su falda se abrió hasta…, se abrió mucho.
—¿Hasta dónde?
—Mucho, Edgar.
—¿Y qué pasó?
—Entonces me empecé a acercar para ayudarla, verla desplomada en el pasillo daba pena. Pero entonces ella, antes de verme, comenzó a levantarse.
—¿Y?
—Y yo me detuve, y me quedé escondido detrás de unos roperos de aluminio. Pero fue una obra de arte. De quedarse tirada varios segundos en el piso, lo primero que hizo fue mover sus piernas. Las rodillas avanzaron e hicieron traccionar sus muslos, y como cuando uno mira llegar un telesférico a la base, que tiene que ir trepando hacia la altura con esa cabina creada para la belleza, de la misma manera su cadera comenzó a elevarse traccionada por el muslo derecho. Ver ese culo subir lentamente enfundado por una pollerita verde es como hacer un viaje en el transiberiano. No lo olvidás nunca más. Después, mientras la otra rodilla buscaba imitar a la primera, uno de sus bracitos trabajó de manera tal que su hombro también se elevó, y con su hombro la cabeza, y con la cabeza cayó pesado un mantón de pelo negro que se zafó de un rodete que fue perfecto. Yo lo vi antes de la explosión y ese rodete… ese rodete era perfecto…
—¿Le viste una teta?
—¡Shhh, Donatien! Dale, seguí, Marcos.
—Gracias, Horacio. Mientras la cadera ya había alcanzado casi su máxima altura, que es el largo del muslo, y sus hombros aún estaban bajos, por obra de una antropometría perfecta que la creación universal tuvo para con ella, su columna dibujó una parábola perfecta, que si hubiese tenido un cuaderno la calculaba ahí nomás. Con el culo hacia las alturas fue que quedó en evidencia el tajo ya que como el cortinado de un antiguo teatro abrió dos lienzos de género verde dejando ver una bombacha negra.
—¿Una bombacha negra nomás?
—Y ¿qué querías que tenga debajo de esa falda, Henry?
—Nada.
Bueno, ¡esperá que no termino! Cuando sus brazos consiguieron levantar sus hombros como corresponde, ella siguió empujándolos hacia arriba, y el torso se irguió y su cadera giró sobre las rodillas de sus muslos y cayó pesada sobre los talones de sus pies. Parecía estar cansada, o un poco aturdida. No sé qué movimiento habrá sido que la falda hizo un sonido como un “crach”, y ella la miró casi sin moverse y la tomó con sus manos. El tajo llegó hasta el borde de la cintura. Así que lentamente llevó sus manos a la izquierda de su cadera y se desabrochó lo que quedaba de esa falda, y sus piernas desnudas quedaron preparadas para que todos los escultores de mármol ausentes en ese momento, pudieran esculpirla. Dejó caer la pollerita a un costado y quedó en la cintura sólo con esa bombachita negra que ahora mostraba sus encajes. Después manoteó todo ese pelo con la mano y lo acogotó con una gomita, y su cara adquirió el resplandor de los cuerpos calientes, con sus rasgos levemente hinchados y sus pómulos y labios anaranjados. Examinó las mangas del saco, los botones que ya no estaban, la parte interna con el forro descocido, y se lo sacó. Su camisa blanca me encandiló. Sin dudarlo, y sin saber por qué, comenzó a desabrocharse la camisa, lentamente, como si tuviese calor, y cuando hubo llegado al último botón, abrió los paños blancos y los retiró por detrás de sus hombros, y un body negro transparente amaneció en ese pasillo sujetando sus tetas, adornando su cintura, su torso, cayendo por sus brazos… Era como ver a Afrodita, a Psique, a, no sé… era una visión que en sí misma representaba todos los minutos, los segundos, cada instante que había perdido en mi vida memorizando los códigos de los libros, y que por un segundo, por ese segundo, por este momento, todo eso valiese la pena. Se inclinó hacia adelante curvando la espalda y tomó con sus manos las rodillas. La cola de su pelo caía por su hombro izquierdo y ella me regaló su cara, esa cara que tiene una mirada especial, una boca… “¿Tengo sangre?”, me preguntó. Y me quedé congelado. ¡Nunca imaginé que ella sabía que yo la estaba mirando!
—¿Le viste una teta?
—¡Marqués, por favor! Bueno, la cuestión es que… bueno… Mina termina de coserse la pollerita y viene para acá.
—Pero ¿cogieron o no cogieron?
—Ella me pidió expresamente que venga a avisarles que no se olvida que tiene una deuda pendiente, y que en breve estará por acá nuevamente. Marqués, usted si quiere puede retirarse.
—No gracias, Valencia.
—Muy bien, con su permiso.
—Pegro ¿qué hace? ¿Se sienta con nosotgros? ¿No se estaba yendo?
—Me quedo a escuchar la historia de Mina, Señor Cortázar.
Mi estimado compañero: qué relato!
Gracias, Rita!
Una biblioteca muy visitada, fantasmas que juegan cartas, advenedizos que transitan los pasillos. Esto es un delirio, absoluto y completo. Y nada malo puede salir de todo esto, Marcos. A alternar con Mina este relato.
Gracias, Zippo querido!! Esta nota responde a una promesa. Como bien dice la nota, un grupo de escritores que engalanaron a Mina con sus textos eróticos, de pronto, cuando le tocaba a ella recitar algún texto la perdieron de vista.
(http://www.elmendo.com.ar/2016/06/24/dialogos-sexuales-una-noche-la-biblioteca-primera-parte/)
Por eso El Mendo me mandó a calmar a estos escritores, y a decirles que Mina termina de coser su pollerita y vuelve a terminar la historia, pero…
¿…volverá…?
Que increíble capacidad de hacer tanto, sólo con una imágen. Incesable deseo de escribir la segunda parte, aunque confieso, quería conservar en silencio lo sucedido. Me deja usted en evidencia.
Que placer leerlo y que desafío continuar.
impresionante!
http://www.elmendo.com.ar/2016/07/29/dialogos-sexuales-una-noche-la-biblioteca-segunda-parte/