/El abandonado y el lupanar

El abandonado y el lupanar

Abandonar puede tener justificación; abandonarse, no la tiene jamás.
Ralph Waldo Emerson

I

Alfredo transitaba por la calle oscura sin levantar la mirada pero con todos los sentidos atentos a su entorno. Los ruidos alborotaban su terror, le hacían pensar que los sucesos nefastos se repetirían.

Recordó esa mañana caótica y atroz. Rememoró la sangre coagulada en el piso de baldosas; el olor ferroso aún presente en su nariz se confundía con el de las madreselvas de los jardines.

Caminaba como podía, tambaleándose y aferrándose a las paredes y al aire para no derrumbarse. La hemorragia lo había debilitado. Se llevó la mano a su pecho y sintió el borbotón inextinguible. Sentía que la vida se le iba y cayó de rodillas. Quedó ahí, hincado en su propia sangre.

Alfredo estaba laxo, sin fuerzas.

La ausencia de su corazón lo agotaba. Lo había perdido esa tarde, en la plaza. Estaban sentados, ella y él, en un banco junto a un cantero con unas pequeñas flores, bajo un almendro. Las palabras de la mujer actuaron cono instrumentos quirúrgicos y, sin anestesia ni cloroformo, le arrancaron el corazón y lo arrojaron entre las flores azules.

Luego, ella se fue, fagocitada por la distancia y una esquina.

Alfredo quedó ahí sentado mientras las horas pasaban caminando sobre su espalda y le dejaban las huellas de sus zapatos en la carne. No entendía cómo podía vivir sin el núcleo de la vida, que seguía latiendo entre las plantas mientras se lo comían las hormigas.

Comenzó a caminar y no dejó de hacerlo hasta que lo envolvió la noche… hasta que se vio reflejado en su propia sangre. Se dispuso a morir de amor. Cerró los ojos y dejó que la luna le picara la cabeza como un mosquito psicópata y radioactivo.

II

Entonces, en un segundo electrizante, una luz verde llenó todo el lugar. Los únicos testigos fueron Alfredo y un gato amarillo y blanco que rompía una bolsa de residuos en busca de su cena.

El hombre, un tanto pasmado, intentó descubrir de dónde venía el fulgor. No le costó mucho darse cuenta que provenía de una especie de nave circular que se había posado sobre los cables del tendido eléctrico. Era un artilugio metálico, de un tamaño no mayor a un colectivo, de un tono plateado azulado.

Una fuerza misteriosa hizo levitar a Alfredo y lo llevó hasta el interior de la nave. El gato miró todo sin pestañear, se relamió los bigotes y sonrió al descubrir entre los restos de la basura una lata de atún vacía para poder lamer.

El tamaño del recinto en donde entró Alfredo no coincidía con la dimensión del exterior de la nave. El espacio del aposento vacío no se podía dimensionar por su enormidad. Extrañado, Alfredo miró a su alrededor y se encontró con un anciano de larga barba blanca, calvo y de escasa estatura. Éste lo miraba sonriente mientras restregaba sus manos como festejando una victoria por anticipado.

-Bienvenido- le dijo a Alfredo. -Mi nombre es Juan y voy a ser su anfitrión.

Alfredo estaba cada vez más confundido, casi tartamudeando preguntó: ¿Adónde estoy, qué sitio es este?- El anciano pareció divertirse con las preguntas.

Con su voz profunda le contestó: Estás en la Solución de tus problemas… Éste es el oasis para los abandonados… La cura para los males de amor… El Lupanar Cósmico.

Alfredo, rascándose la cabeza en señal de aturdimiento, miró en derredor… -¿Cómo un prostíbulo puede curar lo que no tiene remedio?… ¿Cómo eso de El Lupanar Cósmico?- Las preguntas se agolpaban en su mente.

Juan, el anciano, lo miró con una especie de ternura mórbida.

-Acá, en este lugar sagrado, tenemos a las mejores consoladoras del Universo; hembras de todas las razas y especies que saben escuchar y hacer olvidar, que manejan el oficio de la redención para los abandonados a quienes les sacaron el corazón.

Alfredo se sentía cada vez más desconcertado; en sus oídos resonaban las palabras del anciano, aunque no podía ajustarlas a su razonamiento.

Juan se percató del azoramiento del otro y le siguió explicando.

-Ésta es la casa de los que tienen el corazón roto- dijo al tiempo que le señalaba el pecho.

Alfredo se miró la herida que había dejado de sangrar, sólo quedaba una costra roja en su camisa.

Juan siguió hablando. -Después de eones de estudios sobre el tema los sabios del Cosmos llegaron a la conclusión de que la mejor manera de calmar una tormenta de amor mal pagado es precisamente con amor pago; con un alma sensible que esté dispuesta a escuchar pacientemente y a aconsejar con sabiduría, y que, con un sexo sublime, consiga que el dolor de la carne se vaya.

Alfredo, un tanto más tranquilo, miró a su alrededor y le preguntó a Juan -¿Cuánto cuesta? ¿Adónde están las mujeres?… Al preguntarlo notó que la herida en su pecho se había cerrado y que algo nuevo parecido a un corazón comenzaba a latir en su interior.

El anciano hizo chasquear sus dedos y una puerta corrediza se abrió en la pared más cercana. Caminaron hacia ella y al entrar se encontraron con un salón iluminado con luces rojas, amarillas y verdes, lleno de criaturas bellas y atroces, según los gustos. Una música indescifrable y afrodisíaca flotaba en el ambiente a muy bajo volumen, al tiempo que por una escotilla se podía ver al planeta Tierra alejándose a una velocidad pasmosa para convertirse luego en un punto más entre las infinitas estrellas.

Los dos hombres caminaron por el lugar. Alfredo buscó su billetera y comenzó a revisar cuánta plata tenía. Juan le tomó la mano y lo obligó a guardarla.

-Esta vez la casa invita- dijo con una sonrisa pícara.

Alfredo consiguió a una habitante de un planeta de la Constelación de Orión, muy parecida a los humanos en su forma pero con dos vulvas y unos senos que bailaban al ritmo de la música; tenía el pelo verde largo y ondulado y una piel dorada que daba destellos bajo las luces. Se tomaron de la mano y se fueron detrás de una cortina y se saludaron en un idioma universal.

Entonces Alfredo comenzó a sentir los latidos en su pecho cada vez más regulares, hasta que la cadencia se volvió la métrica de la felicidad, dirigida por la experiencia de la mujer proveniente de la Constelación de Orión.

III

Mientras tanto, en la Tierra, un perro negro, lanudo, petiso y chueco encontraba al antiguo corazón de Alfredo entre las flores azules y, haciendo caso omiso de las hormigas, se lo comía.

Una vez satisfecho se tiró a dormir a la sombra del almendro y soñó con una nave espacial repleta de perras meretrices provenientes de todos los rincones del Universo.

ETIQUETAS: