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El azar de los azahares

El destino se abre sus rutas.
Virgilio

Eduardo Rojas estaba muy contento, con apenas 24 años había conseguido un puesto en el prestigioso bufete de abogados Sánchez & Sánchez. Esta firma llevaba casi setenta y ocho años de servicios ininterrumpidos, dándole asesoría a personas, físicas y jurídicas, de alto nivel adquisitivo y una moral  y ética paupérrimas como un asceta hindú nadando en el Ganges.

Rojas fue elegido entre varios aspirantes, quienes tenían, según él, mejores posibilidades de ingresar al bufete; ya sea por contactos o por haberse recibido en universidades reconocidas e influyentes o por mejor apariencia, postura y color de ojos (los verdes eran los preferidos) Él creía que el factor que le favoreció fue que agregó en su currículo que podía pasar días sin dormir y cuando lo hacía era por lapsos cortos de tiempo y de parado.

Durante toda la entrevista laboral tuvo entre sus dedos una diminuta moneda de diez centavos. La usó cómo un talismán irrefutable y como una  manera de descargar sus nervios. La hizo bailar entre el pulgar e índice de su mano derecha, pringosa de sudor y ansiedad.

Salió victorioso del edificio digno representante del brutalismo, que parecía más una caja de zapatos gigante que un inmueble. La felicidad lo embargaba, lo hacía levitar sobre las baldosas de rombos ocres y rojos. Arreciaba la primavera y los árboles estaban llenos de flores de azahar, que pulsaban desde las alturas.

Eduardo Rojas aún llevaba la moneda entre sus dedos como un símbolo de triunfo, de logros en base al esfuerzo y a las técnicas rudimentarias de hipnotismo que utilizó subrepticiamente con el hombre gris que lo entrevistaba.

Una brisa transparente sacudió el follaje.

Un pétalo blanco se desprendió de una flor de azahar, unos tres metros sobre el piso. Fue llevado por una corriente de aire contumaz y sinsentido y se metió en el ojo izquierdo de Rojas. Éste fue tuerto por un instante. Al intentar quitarse la molestia la moneda se le cayó al piso y rodó hacia la oscuridad de la incertidumbre.

Con desesperación y lágrimas  en la cara se agachó, con el afán de recuperarla. Buscó en la simetría del piso, pero fue infructuoso. La moneda estaba a un ápice de distancia, pero no la veía, ni la escuchaba, a pesar de que ésta lo llamaba a gritos..

Cuando se reincorporó sufrió un pequeño mareo y casi cae, pero se alcanzó a asir de una de las farolas estilo art déco (con reminiscencias de columna griega) que flanqueaban la calle. Al hacerlo el hierro fundido de la luminaria sintió un remezón. Y así fue que se produjo una grieta microscópica en su base. Esta falla en el material vino directamente desde la Fábrica de Hierros de Bonaplata, en Madrid. Ocurrió porque el maestro artesano encargado de la fundición había sufrido una decepción amorosa y escupió en la fragua la bilis de amor hiel no consensuado.

De manera extraña Eduardo Rojas sintió la pérdida como si fuese una derrota, a pesar de lo logrado, y un sabor acerbo y tibio se le instaló en el pecho, entre el diafragma y la panza.

Se alejó por la calle llena de flores de azahar arrastrando una angustia inexplicable.

Trabajó en Sánchez & Sánchez durante treinta años y durante todo ese tiempo evitó caminar  por la vereda con rombos ocres y rojos, como si esta ruta tuviera un maleficio. Se iba por el otro lado, por un camino más extenso y plagado de monotonías.

En un déjà vu que duró tres décadas anduvo por esa calle en donde se repetían los gatos verdes y funámbulos caminando por las medianeras, los niños jugando a la pelota y las señoras comentando los últimos chismes, mientras barrían un suelo de tierra impoluta.

Todo era mejor que ese camino nefasto con dibujos romboidales, con una armonía psicópata, mal pensada y de pésimo agüero, con su moneda penando en el desasosiego

***

Siempre regresaban los azahares en las primaveras soñolientas.

Un sábado, el último día de trabajo antes del domingo eufemístico de suicidio, Eduardo Rojas decidió transitar el camino prohibido. Fue más por instinto que por raciocinio la decisión.

Caminó como si estuviese en penumbras, a pesar de que el sol aullaba con todas sus fuerzas.

De una rama, la misma de la que treinta años atrás cayera el pétalo, se desprendió otro muy parecido al anterior, Éste nuevamente intentó golpear con toda la violencia posible en el globo ocular del hombre, pero esta vez él llevaba gafas que sustituían a su mirada gastada por ver tanto formularios y legajos durante ese tiempo atroz que llevaba trabajando.

Gracias a este violento embate blanco y sedoso Eduardo Rojas desvió la vista y en un segundo azul y electrizante vio a la moneda posada en el  piso, que lo había esperado todo ese tiempo.

Ella seguía ahí, donde quedó después de rodar un par de metros, justo en el lugar en que la mano ciega de Rojas palpó en todos los escondrijos posibles.

Ya los años y los huesos viejos no le permitían agacharse tan fácil, entonces se apoyó en la luminaria que persistía en el paisaje.

Cuando Rojas la rozó para ayudarse en busca de la moneda ésta cedió y cayó sobre el hombre.

La saliva del  maestro artesano había carcomido subrepticiamente toda la base de la farola.

Una ambulancia lacónica lo llevó al hospital.

Entonces, los gatos verdes y funámbulos que caminaban por las medianeras, los niños que jugaban a la pelota y las señoras que comentaban los últimos chismes, mientras barrían un suelo de tierra impoluta se preguntaron en dónde estaría el pequeño hombre gris que veían todos los días como en un  déjà vu que caminaba por su calle como buscando monedas perdidas en el piso.

***

Ingresó desmayado al dispensario y estuvo tres días inconsciente en una sala común llena de fantasmas aburridos y pacientes fantasmales.

Al despertar, con la boca pastosa y la incertidumbre de no saber en dónde estaba, vio la imagen más bella que haya visto en su vida. Era Esther García, una enfermera que había pasado treinta años consolando enfermos y accidentados y que estaba a un día de jubilarse.

Esther García nunca faltó a su trabajo, nunca habló con ninguno de sus compañeros de labores y jamás miró a los ojos de ninguno de los pacientes a su cargo.

Vivía cerca del hospital y caminaba para llegar a el por la calle en donde los gatos verdes y funámbulos deambulaban por las alturas, los niños jugaban a la pelota y las señoras comentaban los últimos chismes, mientras barrían un suelo de tierra impoluta.

A Esther le encantaba leer, lo único que atrapaba su mente era  Agatha Christie y repetía la lectura de sus obras en un orden indestructible. Por esas épocas de primavera tocaba que releyera “Asesinato en el Expreso del Oriente”.

Tuvo una sola mascota en su vida, un perro llamado Samael, cuando éste murió por las fiebres del invierno nunca lo reemplazó, no era de esa clase de gente.

Esa misma mañana en la que conoció a Eduardo, mientras desayunaba un colibrí, con un plumaje formado por plumas ocres y rojas, la miró a través de la ventana de la cocina.

Ella no lo tomó como una epifanía, más bien como un capricho del ave.

Se fue a trabajar pensando en la jubilación y en su vida al garete.

El magnetismo entre ambos fue mutuo, después de una vida de entregas y días grises por fin conocieron esa especie de adoración que llamaban amor.

No se dijeron palabra alguna, pero se reconocieron en la maraña de las circunstancias.

El se levantó de la cama y se sacó el suero, revitalizado, con sangre nueva.

Ella lo recibió en sus brazos.

Navegaron juntos en un mar de endorfina.

Se conjugaron en un beso tenue pero sincero.

Salieron del nosocomio tomados de la mano y se fueron a vivir juntos de manera inmediata. Contra todos los pronósticos aciagos de sus conocidos y familiares, la unión duró casi treinta años más de felicidad y masajes en los pies, hasta que murieron al mismo tiempo, mientras dormían.

Un día Eduardo Rojas hurgando en la vegetación de su memoria recordó a la moneda perdida. Le contó la historia a Esther, ella sonrió y volvieron juntos a buscarla, pero no la encontraron. Se la había llevado un niño que con ella compró un caramelo de limón, no le alcanzaba para más.

Ahora la moneda descansa en el fondo de una caja registradora, extrañamente cada tanto un pétalo de azahar, salido quien sabe de dónde, se posa sobre ella y duermen la siesta juntos.

Ellos volvieron despacito  a su casa por el camino en que los gatos verdes y funámbulos caminan por los muros, los niños juegan a la pelota y las señoras comentan los últimos chismes, mientras barren un suelo de tierra impoluta.


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