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Los maravillosos cuentos del Testigo: El balde

Camicasio era el mejor en su rubro. Un ascético de su arte, como él llamaba “la lustración de zapatos”. No es ese el nombre de su profesión pero para él era así y los cambios no son su estilo.

Además de los elementos de trabajo, siempre llevaba un balde en la mano. No era necesario si tenía el cepillo y las pomadas, la capacidad, paciencia y vamos andando. Pero el balde…

La primavera era su estación favorita, Camicasio, le contaba a don Petrovsky, sobre sus sueños amorosos y además que se sentía una flor, porque el pelo se le abría de una manera singular, le crecía y se coloreaba y esa era la razón por la cual no trabajaba desde mediados de septiembre a diciembre.

Petrovsky era su apodo por supuesto. Ruso nativo, se escapó en los años de la vieja República Soviética y se instaló en una casa de dos ambientes en Benegas. Amante de Turguenev (o Turgueniev como le dicen también) y de la prosa de Tolstoi, hombre de armas tomar, esbelto pero añejo. Se enamoró del malbec en una noche de fatigas lejanas y dos copas en cada comida. Nunca reveló su nombre a los vecinos, “no viene al caso” comentaba en imperfecto español; para todos era “Petrosky“. Mantuvo algún que otro encontronazo de intereses poco morales con Analía, la chica encargada del almacén de calle Roca. Nadie se enteró hasta que el novio la vio llevando dos kilos de pan y trescientos gramos de queso cremoso a la casa de Petrovsky, pasar la puerta, instalarse dos horas, treinta y tres minutos y cuarenta segundos. Tiempo cronometrado.

Camicasio escuchaba atentamente las historia de Petrovsky, porque no le entendía mucho y perderle el hilo era una falta de respeto, uno de los mejores clientes que uno puede encontrar en estos días, nublados, húmedos.

– Humedad, llovizna y frío… – cantaba Camicasio cuando ve doblar la esquina al emblemático al ruso.

– Camicasio. ¿Cómo lo trata el tiempo? – mientras el ruso se acomodaba mostrando sus lustrados zapatos, siempre limpios, pero la visita era una cortesía inevitable los martes.

– Como ve, no me gustan estos días, la humedad hace que mi cuero cabelludo empiece a brotarse cada vez y las flores… ¿recuerda lo que le conté sobre mi cabeza que se hace multicolor? Bueno, mire -. El ruso miró desconcertado una pequeña flor escondida entre los pelos del lustrador. Amarilla, pequeña, como esas pequeñas que nacen en el pasto.

– Nunca había visto tal cosa. ¿Ha visto a un médico? Tal vez lo ayude. – replicó el absorto Petrovsky.

– No me lo va a creer – dijo Cami – El otro día, que hubo algo de sol,  encontré una flor vió, y claro, no podía creerlo, pero usted sabe lo de la primavera que no salgo y esas cosas. Bueno, tengo miedo, debo confesarle. Una avispa comenzó a merodearme la cabeza, luego vino una abeja y extrajo el polen y se fue. Si es una flor sola no creo que haya mayores problemas, pero imagínese si salen otras, más abejas, no por favor.

Petro trató de calmarlo, pero el miedo tomó por completo a Camicasio, que no le gustaban las abejas y menos las avispas, que le hacían recordar a su ex mujer porque “ronda pero no pica”.

Analía siguió sus visitas de diligencia a casa del ruso. Aunque este quedó preocupado por la situación del único oyente que tenía, porque Analía era metódica en sus gustos de sabana y la almohada en la punta porque me gusta apoyar la pierna derecha ahí pero de hablar más de diez minutos nada, porque tengo que ir al almacén a trabajar.

Camicasio y la mano revolviendo el pelo todas las mañanas en busca de más flores, y un sábado, encontró otra flor y luego otra detrás de la oreja. Corrió hielo por las venas del lustrador.

Fue a trabajar como todos los sábados y nuevamente Petro apareció, esta vez se dio cuenta de entrada del mal humor del lustrabotas.

– Amigo Camicasio, usted anda mal.

– Ni decir señor Petrovsky, mire – Le mostró las nuevas flores. Una era violeta y la otra era “no amarilla”.

– ¿Qué color es ese? Es un amarillo tal vez pero no y tampoco blanco

– Para mí es no amarillo, Es amarillo pero no es. Es no amarillo.

– No existe tal cosa -. Pero Petrovsky no entendía la magnitud del asunto o por lo menos la magnitud que tenía para el lustrador, que lloraba desconsolado.

El ruso, el asombro y sus zapatos volvieron a Benegas. Tal vez en un libro, se preguntó, pero las respuestas hay que buscarlas en las causas se dijo y ¿qué puede causar tal mal? El tiempo como expresión misma de la ansiedad.

El domingo Camicasio despertó entre sueños de amor y recuerdos de primavera, y María, la que era avispa pero nunca picaba, tan linda si estuviera en casa de vuelta. Se levantó somnoliento pero sonriente; jornada laboral. Tomó el balde, trapo, cepillo, pomadas y al abrir la puerta, una lluvia de colores invadió el lugar. Las flores giraron buscando el sol, la fotosíntesis, su reproducción más intima. Las más felices eran las ubicadas en las sienes, podían esconderse del sol por momentos, jugar en la sombra, dependiendo de la ubicación del portador de las mismas, que como maceta se quedo petrificado, al ver que una abeja sigilosa se ubicó cerca de su oreja. La tomó, la apretó para aniquilarla y el aguijón se clavo en la palma de la mano derecha. A lo lejos un zumbido, las flores contentas, sonreían entre ellas y Camicasio sin sorpresa siguió caminando.

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