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El deseadero

Quizás por sincronía Jungniana, también llegó a mi vida la caja.

Una caja que no me fue dada personalmente, porque ninguno de los dos estaba dispuesto a arriesgar. Pero al fin, una caja como un tesoro congelado en el tiempo, que traía dentro todas las pruebas físicas que podían recordarme cómo vivía el amor cuando sin miedo.

Todas las cartas y los dibujos de las cosas que no tenían palabras para ser dichas, una escultura mutilada y un deseadero hecho un nudo. Fotos y un olor inconfundible del jabón que él guardaba entre su ropa.

Leí un poco con una sonrisa de ternura compasiva en mi cara. “Qué malos eran estos poemas!” Pero que buena era la vida… y no lo sabíamos.

La escultura tampoco era como la recordaba: era bastante más pequeña. Un hombre y una mujer, en cuclillas, entrelazados por sus piernas se fundían en un abrazo inmaterial. Ahora él y ella estaban separados. Quebrada la arcilla y separados.

Finalmente, después de 13 años, se habían separado.

Sentí especial atracción por el móvil pseudo-mágico que había diseñado para ventilar deseos: el deseadero. Eran vacaciones y, con mi amor lejos, me sobraba tiempo y pensamientos que decidí atar en una artesanía colgante. Como todos mis suspiros y ganas en la distancia, fue un regalo que le hice.

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Llegó hecho una maraña de hilos, mostacillas y caracoles. Los cascabeles, corazones y el cristal que pendía en su eje eran ahora un ajustado bollo de spaguettis pegados. Parecía insalvable. Pero también es difícil desentramar las historias de nuestro corazón y elegí el desafío que proponía la metáfora. Hasta las tres de la mañana me quedé desenredando hilo por hilo, pero esa noche, me fui a dormir con las cuerdas en orden. Todo estaba listo para volver a creer en la magia.

Como una primavera postergada, sentí que otra vez tenía una oportunidad de acceder a ese paraíso perdido que recordaba como amor. No el amor que podía obtener, si no el amor que puedo dar.

Y yo que ya había olvidado que lo había olvidado.

 

 

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